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—A ellos puede ser, pero no a mí —dijo fríamente el hechicero.

Konnal observó fijamente a su amigo. Glauco evitó sus ojos y el general dedujo que el mago mentía.

—Entonces ¿qué explicación tiene ese fenómeno?

—Una muy simple —contestó, imperturbable, Glauco—. Que yo lo hice entrar.

—¿Tú? —La sorpresa del general era tan inmensa que gritó la palabra. Muchos invitados interrumpieron las conversaciones para volverse y mirarlos atentamente.

Glauco les dedicó una sonrisa tranquilizadora, agarró a su amigo por el brazo y lo condujo a una zona más recoleta del jardín.

—¿Por qué? ¿Qué planeas hacer con ese joven, Glauco? —demandó el general.

—Lo que tendríais que haber hecho vos —repuso el hechicero mientras se arreglaba las amplias mangas de la blanca túnica—. Poner a un Caladon en el trono. Os recuerdo, amigo mío, que si hubieseis proclamado Orador a vuestro sobrino, como os aconsejé, ahora no tendríamos un problema con Silvanoshei.

—Sabes perfectamente bien que Kiryn rehusó aceptar el puesto —replicó Konnal.

—A causa de una equivocada lealtad a su tía Alhana. —El mago suspiró—. He intentado aconsejarlo en ese asunto, pero se niega a escucharme.

—Y tampoco querrá escucharme a mí, si es eso lo que insinúas, amigo mío. Y he de añadir que ha sido tu insistencia en mantener el derecho de la familia Caladon al trono de Silvanesti lo que nos ha puesto en este brete. Yo mismo pertenezco a la Casa Real...

—Vos no sois un Caladon, Reyl —murmuró Glauco.

—¡Mi linaje es más antiguo que el de los Caladon! —espetó Konnal, indignado—. ¡Se remonta a Quinari, esposa de Silvanos! Tengo tanto derecho al trono como los Caladon. Puede que más.

—Lo sé, mi querido amigo. —Glauco posó su mano sobre el brazo de Konnal para apaciguarlo—. Pero tendríais grandes dificultades para persuadir a los Cabezas de Casas.

—Lorac Caladon hundió en la ruina a esta nación —prosiguió el general con acritud—. Su hija, Alhana Starbreeze, casi nos llevó de la ruina a la destrucción con su matrimonio con Porthios, un qualinesti. Si no hubiésemos actuado rápidamente para librarnos de esas dos víboras, Silvanesti habría acabado bajo la bota del idiota mestizo que nombraron Orador de los Soles, Gilthas, hijo de Tanis. ¡Y sin embargo la gente sigue insistiendo en que un Caladon debería sentarse en el trono! ¡No lo comprendo!

—Amigo mío, ese linaje ha reinado en Silvanesti durante cientos de años —adujo suavemente Glauco—. La gente aceptaría de buen grado a otro Caladon como gobernante, sin la menor objeción. En cambio, si os postuláis como candidato al trono, habría meses o incluso años de interminables discusiones y envidias, de investigaciones de linajes, puede que incluso surgiera algún rival para disputaros el trono. ¿Quién sabe si podría destacarse alguna figura poderosa que os deshancara del cargo y se hiciera con el control? No, no. De las posibles soluciones factibles, ésta es la mejor. Os recuerdo de nuevo que vuestro sobrino es un Caladon y que sería la elección perfecta. La gente vería con buenos ojos que Kiryn asumiera el puesto. Su madre, vuestra hermana, se emparentó con los Caladon al casarse. Es un arreglo que los Cabezas de Casas aceptarían.

»Pero todo eso es ya agua pasada. Dentro de dos días, Silvanoshei Caladon llegará a Silvanost. Habéis dicho públicamente que apoyaríais a un miembro de la familia Caladon como Orador de las Estrellas.

—¡Porque tú me aconsejaste que lo hiciera! —protestó el general.

—Tenía mis razones. —Glauco echó una ojeada a los invitados, que seguían hablando; el tono de las voces había subido por la excitación. El nombre de Silvanoshei podía oírse ahora, llegando hasta los dos amigos a través de la noche estrellada—. Razones que algún día entenderéis, amigo mío. Debéis confiar en mí.

—De acuerdo, ¿qué me recomiendas que haga con respecto a Silvanoshei?

—Nombrarlo Orador de las Estrellas.

—¿Qué dices? —instó Konnal, estupefacto—. Ese... Ese hijo de elfos oscuros... Orador de las Estrellas...

—Calmaos, querido amigo —advirtió Glauco con tono apaciguador—. Seguiremos el ejemplo de Qualinesti en este asunto. Silvanoshei será rey sólo de nombre. Vos seguiréis como general de los Montaraces, conservaréis el control sobre todo el ejército. Seréis el verdadero soberano de Silvanesti. Y en el ínterin, Silvanesti tendrá un Orador de las Estrellas. La gente se sentirá jubilosa. La ascensión al trono de Silvanoshei pondrá fin al descontento que ha ido creciendo últimamente. Una vez logrado su objetivo, las facciones militantes entre nuestro pueblo, en especial los Kirath, dejarán de ocasionar problemas.

—No puedo creer que hables en serio, Glauco. —Konnal sacudió la cabeza.

—En mi vida he hablado tan en serio, querido amigo. A partir de ahora, la gente llevará sus cuitas y tribulaciones ante el Orador, en lugar de a vos. Quedaréis libre para encargaros de la verdadera tarea de gobernar Silvanesti. Alguien ha de ser nombrando regente, desde luego. Silvanoshei es joven, demasiado para semejante responsabilidad.

—¡Ah! —La expresión de Konnal se tornó avisada—. Empiezo a ver lo que tienes en mente. Supongo que yo...

Calló al ver que Glauco negaba con la cabeza.

—No podéis ser regente y general de los Montaraces —dijo el mago.

—¿Y a quién sugieres? —inquirió Konnal.

—Me ofrezco para el puesto. —Glauco inclinó la cabeza con elegante humildad—. Asumiré la responsabilidad de asesorar al joven rey. Mis consejos os han sido muy útiles de vez en cuando, creo.

—¡Pero tú no estás cualificado! —protestó Konnal—. No perteneces a la Casa Real. No has servido en el senado. Anteriormente eras un hechicero en la torre de Shalost —puntualizó bruscamente.

—Oh, pero vos mismo me recomendaréis para el cargo —adujo Glauco mientras ponía la mano sobre el brazo del general.

—¿Y qué alegaré para justificar esa recomendación?

—Sólo esto: les recordaréis que el Árbol Escudo crece en los Jardines de Astarin, los cuales están bajo mi supervisión. Les recordaréis que soy quien ayudó a plantarlo. Les recordaréis que soy el responsable de mantener el escudo operativo.

—¿Es una amenaza? —gruñó el general.

Glauco miró largamente a Konnal, que empezó a sentirse incómodo.

—Es mi sino que siempre se desconfíe de mí —dijo finalmente el mago—. Que se pongan en tela de juicio mis motivos. Muy bien, lo acepto como un sacrificio que hago al servicio de mi pueblo.

—Lo siento —se disculpó ásperamente Konnal—. Es sólo que...

—Disculpas aceptadas. Y ahora —continuó Glauco—, deberíamos hacer los preparativos para dar la bienvenida al joven rey a Silvanost. Declararéis fiesta nacional ese día. No repararemos en gastos. La gente necesita celebrar algo. Contrataremos a esa juglaresa que cantó esta noche para que entone algo en honor de nuestro nuevo Orador. ¡Qué voz tan bella tiene!

—Sí —aceptó, absorto, Konnal. Empezaba a pensar que el plan de Glauco no era tan malo, después de todo.

—Oh, qué lástima, amigo mío —dijo el mago mientras señalaba hacia el estanque—. Uno de nuestros cisnes se está muriendo.

12

Órdenes de marcha

El día siguiente de la batalla, Mina salió de la tienda con intención de hacer cola con los otros soldados que esperaban la comida. Al punto se vio rodeada por multitud de soldados y seguidores del ejército que querían tocarla para que les diese buena suerte o que deseaban ser tocados por la muchacha. Los soldados se mostraban respetuosos, casi sobrecogidos en su presencia. Mina habló con cada uno de ellos, siempre en nombre del único y verdadero dios. Pero el agolpamiento de hombres, mujeres y niños era abrumador y al ver que Mina estaba a punto de desplomarse por el agotamiento, sus caballeros, con Galdar a la cabeza, ahuyentaron a la gente. La joven regresó a la tienda; los caballeros se quedaron a guardar su reposo y el minotauro le llevó comida y bebida.