Al otro día, Mina celebró una audiencia formal. Galdar ordenó a los soldados que formaran en filas y la muchacha pasó entre ellos, dirigiéndose a muchos por su nombre y refiriéndose a su valentía en la batalla. Se marcharon encandilados, con el nombre de la joven en sus labios.
Tras pasar revista, visitó las tiendas de los místicos oscuros. Sus caballeros habían propagado la historia de cómo había devuelto el brazo a Galdar. Milagros de curaciones de ese tipo habían sido algo corriente antaño, en la Cuarta Era, pero no en la actualidad.
Los místicos de los Caballeros de Neraka, sanadores que habían robado los conocimientos de la curación de la Ciudadela de la Luz, habían sido capaces, años atrás, de realizar milagros curativos que rivalizaban con los que los propios dioses habían concedido a algunos mortales en la Cuarta Era. Pero, recientemente, los sanadores habían notado que empezaban a perder parte de sus poderes místicos. Todavía podían curar, pero hasta los conjuros más sencillos los dejaban exhaustos, casi a punto de desplomarse.
Nadie se explicaba esa extraña y grave circunstancia. Al principio, los sanadores culpaban a los místicos de la Ciudadela de la Luz, afirmando que habían encontrado un modo de impedir que los Caballeros de Neraka curaran a sus soldados. Pero muy pronto les llegaron informes de sus espías en la Ciudadela de que los místicos de Schallsea y otras poblaciones por todo Ansalon se enfrentaban al mismo fenómeno. También ellos buscaban respuestas pero, hasta el momento, en vano.
Abrumados por el gran número de heridos, obligados a conservar su energía, los sanadores prestaron auxilio a lord Aceñas y a su estado mayor en primer lugar, ya que el ejército necesitaba a sus oficiales superiores. Incluso entonces, no estuvo en sus manos hacer nada con las heridas graves; no podían devolver miembros amputados ni cortar hemorragias internas ni arreglar un cráneo partido.
Los ojos de los heridos se prendieron en Mina en el instante en que entró en la tienda de los sanadores. Incluso los que no veían por tener los ojos cubiertos con vendajes ensangrentados, volvieron su mirada ciega, instintivamente, en su dirección del mismo modo que buscaría el sol una planta que languidece en la sombra.
Los sanadores no interrumpieron su trabajo y simularon no haber advertido la aparición de Mina. Uno hizo un alto, sin embargo, para alzar la vista. Parecía a punto de ordenarle que se marchara, pero entonces vio a Galdar, que se encontraba detrás de ella y que había puesto la mano sobre la empuñadura de la espada.
—Estamos ocupados. ¿Qué quieres? —demandó groseramente el hombre.
—Ayudar —contestó Mina. Sus iris ambarinos recorrieron rápidamente la tienda—. ¿Qué es esa zona de ahí atrás, la que habéis separado con mantas?
El sanador miró de soslayo en aquella dirección. Se oían gemidos y lamentos detrás de las mantas que se habían colgado precipitadamente al extremo de la larga tienda.
—Los moribundos —respondió en tono frío, despreocupado—. No podemos hacer nada por ellos.
—¿No les dais nada para el dolor? —preguntó Mina.
—Ya no son de utilidad. —El sanador se encogió de hombros—. Andamos escasos de suministros, y los que hay son para los que tienen oportunidad de volver a la batalla.
—Supongo, entonces, que no os importará si les rezo mis plegarias.
El individuo resopló con desdén.
—No faltaba más. Ve a «orar» por ellos. Estoy seguro de que lo agradecerán.
—Sin duda lo harán —dijo gravemente la muchacha.
Se dirigió al fondo de la tienda, pasando ante hileras de camastros donde yacían los heridos. Muchos extendían las manos en su dirección o pronunciaban su nombre para que se fijase en ellos. Mina les sonrió y prometió regresar. Al llegar frente a las mantas detrás de las cuales yacían los moribundos, la muchacha las apartó, pasó y las dejó caer tras de sí.
Galdar se situó delante de las mantas, con la mano en la empuñadura de la espada y sin perder de vista a los sanadores. Simulaban ostentosamente no prestar atención, pero echaban ojeadas de soslayo hacia la zona aislada y después intercambiaban miradas.
El minotauro prestó oídos a lo que ocurría a su espalda. Se olía la peste de la muerte. Una rápida ojeada entre las mantas le bastó para ver a siete hombres y dos mujeres. Algunos yacían en catres, pero otros seguían tendidos sobre las toscas parihuelas en las que los habían transportado desde el campo de batalla. Sus heridas eran espantosas, al menos eso le pareció al minotauro en el rápido vistazo: carne abierta en tajos, órganos y huesos al aire. La sangre goteaba en el suelo y formaba charcos horripilantes. Un hombre tenía los intestinos desparramados como una grotesca sarta de salchichas. A una de las mujeres le faltaba la mitad de la cara, y el globo ocular le colgaba horriblemente por debajo de un vendaje empapado de sangre.
Mina se acercó al primero de los moribundos, la mujer que había perdido la cara. Tenía el otro ojo cerrado y su respiración era trabajosa. Parecía haber empezado ya el largo viaje. Mina puso la mano sobre la espantosa herida.
—Te vi combatir en la batalla, Durya —musitó la muchacha—. Luchaste con valentía, resististe con firmeza aunque los que estaban alrededor se batieron en retirada, presas del pánico. Debes suspender tu viaje, Durya. El único dios te necesita.
La respiración de la mujer se hizo más reposada. Su rostro destrozado se giró lentamente hacia Mina, que se inclinó y la besó.
Galdar oyó murmullos a su espalda y se volvió rápidamente. En la tienda de los sanadores reinaba un profundo silencio. Todos habían oído las palabras de Mina. Los sanadores ya no fingían que trabajaban. Todo el mundo observaba, esperaba.
El minotauro sintió el roce de una mano en el hombro. Pensando que era Mina, se volvió. En cambio vio a la mujer, Durya, que un momento antes yacía, a punto de expirar. Su rostro seguía cubierto de sangre y persistía una terrible cicatriz, pero la carne estaba intacta y el ojo había vuelto a su lugar. Dio un paso, sonrió, e inhaló trémulamente.
—Mina me trajo de vuelta —dijo en tono asombrado, reverencial—. Me trajo de vuelta para servirla. Y lo haré. Hasta el fin de mis días.
Emocionada, con el rostro radiante, Durya salió de la tienda. Los heridos aclamaron y empezaron a repetir el nombre de Mina una y otra vez en tanto que los sanadores seguían a Durya con la vista, estupefactos, sin dar crédito a sus ojos.
—¿Qué está haciendo ahí? —demandó uno de ellos mientras intentaba entrar.
—Rezando —repuso hoscamente Galdar, que le cerró el paso—. Le diste permiso, ¿lo recuerdas?
El sanador se puso rojo de ira y se marchó precipitadamente. Galdar vio que se dirigía hacia la tienda del comandante.
—Sí, ve y cuéntale a lord Aceñas lo que has visto —musitó entre dientes el minotauro, jubiloso—. Cuéntaselo y empuja un poco más la espina que tiene enconada en el pecho.
Mina curó a todos y cada uno de los moribundos. Sanó al jefe de garra que había recibido una lanza en el vientre. Al soldado de infantería al que habían machacado los cascos de un caballo de batalla. Uno tras otro, los moribundos se levantaron de sus catres y se unieron a las aclamaciones de los otros heridos. La alababan y la bendecían, pero Mina desestimaba sus muestras de agradecimiento.
—Dad las gracias y ofreced vuestra lealtad al único dios verdadero —les decía—. Es su poder el que os ha curado.
Ciertamente parecía que contaba con ayuda divina, pues no se cansó ni le fallaron las fuerzas por muchos heridos que trató. Y fueron muchísimos. Cuando acabó de ayudar a los moribundos, pasó de un herido a otro poniendo sus manos sobre ellos, besándolos, alabando sus hazañas en la batalla.
—El poder de curación no viene de mí —les decía—. Viene del dios que ha vuelto para cuidar de vosotros.
A media noche, la tienda de los sanadores se había quedado vacía.