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El minotauro le dio la espalda. Se acabó la conversación. Entonces reparó en que los hombres se las habían arreglado para separar a Magit de su armadura y ahora enrollaban el bulto informe del cadáver, todavía humeante, en la tienda.

—Galdar, me parece —continuó Mina.

Él giró sobre sus talones para contemplarla atónito mientras se preguntaba cómo sabía su nombre.

Se le ocurrió que uno de los hombres debía de haberlo pronunciado. Sin embargo, no recordaba que ninguno de ellos se hubiese dirigido a él de ese modo.

—Dame la mano, Galdar —dijo Mina.

—¡Márchate de aquí ahora que todavía tienes ocasión de hacerlo, chica! —gritó, furioso—. No estamos de humor para juegos tontos. Mi oficial ha muerto, y ahora soy responsable de esos hombres. No tenemos monturas ni víveres.

—Dame la mano, Galdar —insistió quedamente la muchacha.

Con el sonido de su voz, ronca y a la vez dulce, el minotauro volvió a oír el canto entre las rocas. Notó que se le ponía el vello de punta, se estremeció de la cabeza a los pies y un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Tenía intención de darle la espalda, pero se sorprendió a sí mismo levantando la mano izquierda.

—No, Galdar, la mano derecha. Dame la mano derecha.

—¡No tengo mano derecha! —bramó Galdar con rabia y angustia.

El grito se atascó en su garganta y los hombres se volvieron, alarmados por el sonido estrangulado.

Galdar se miraba fijamente, con incredulidad. El brazo le había sido amputado por el hombro, pero extendiéndose desde el muñón ahora había una imagen fantasmal de lo que antaño fuera su extremidad derecha. La imagen titilaba con el viento, como si el brazo fuese de humo y ceniza, pero sin embargo lo veía claramente, y también lo veía reflejado en la pulida superficie negra del monolito. Podía sentir la fantasmal extremidad, pero en realidad nunca había dejado de sentir el brazo que ya no tenía. Ahora contempló cómo su brazo, el derecho, se levantaba; observó cómo su mano, la derecha, se tendía temblorosa.

Mina extendió la suya y tocó los dedos fantasmales.

—Tu brazo se ha restituido —dijo.

Galdar miró con asombro infinito. Su brazo. Lo tenía otra vez...

Su brazo derecho.

Ya no era una imagen fantasmal, de humo y ceniza, ni era el brazo que veía en sueños y que desaparecía, para su gran desesperación, al despertar. Galdar cerró los ojos, apretó con fuerza los párpados, y luego volvió a abrirlos.

El brazo seguía allí.

Los otros caballeros se habían quedado mudos de la impresión, paralizados. Sus semblantes estaban pálidos a la luz de la luna. Sus miradas iban a Galdar, al brazo, a Mina.

Galdar ordenó a sus dedos que se abrieran y se cerraran, y obedecieron. Alzó la mano izquierda, temblando, y se tocó el brazo.

La piel tenía un tacto cálido, el vello era suave. El brazo era de carne y hueso. Era real.

El minotauro bajó la mano, la derecha, y asió la espada. Sus dedos se cerraron amorosamente en torno a la empuñadura. De repente las lágrimas lo cegaron.

Debilitado, estremecido, Galdar se hincó de rodillas en el suelo.

—Señora —dijo con la voz temblorosa por un temor reverencial—, no sé qué hiciste ni cómo lo hiciste, pero estoy en deuda contigo el resto de mis días. Lo que quieras de mí, lo tienes.

—Júrame por el brazo con que manejas la espada que me concederás lo que te pida —pidió Mina.

—¡Lo juro! —prometió Galdar.

—Hazme tu oficial —dijo Mina.

Galdar se quedó estupefacto, abrió y cerró la boca, tragó saliva.

—Te... te recomendaré a mis superiores...

—Hazme tu oficial al mando —repitió ella, su voz dura como el suelo, oscura como los monolitos—. No combato por avaricia. No lucho por prebendas. No peleo por poder. Lo hago por una causa, y es la gloria. Pero no para mí misma, sino para mi dios.

—¿Quién es tu dios? —preguntó el minotauro, sobrecogido.

Mina sonrió; fue una mueca apagada, fría, desdibujada.

—Su nombre no puede pronunciarse. Mi dios es el Único, el que cabalga las tormentas, el que gobierna la noche. Es Él quien te devolvió tu cuerpo. Júrame lealtad, Galdar. Sígueme a la victoria.

El minotauro recordó a todos los oficiales bajo cuyas órdenes había servido. Oficiales como Ernst Magit, que ponían los ojos en blanco cuando se mencionaba la Visión de Neraka. La mayoría de los mandos sabían que la Visión era una farsa, un chanchullo. Mandos como el Maestre del Lirio, superior de Galdar, que bostezaba sin recato mientras se recitaba el Voto de Sangre, que había metido al minotauro en la caballería como una broma. Mandos como el actual Señor de la Noche, Targonne, de quien todo el mundo sabía que escamoteaba fondos de las arcas de la caballería para enriquecerse. Galdar alzó la cabeza y miró los ojos ambarinos.

—Eres mi comandante, Mina —dijo—. Te juro fidelidad a ti y a nadie más.

La muchacha tocó de nuevo la mano del minotauro. Su tacto resultaba doloroso e hizo que su sangre ardiera. Galdar se deleitó con la sensación, el dolor fue bienvenido. Hacía demasiado tiempo que sentía dolor en un brazo que no tenía.

—Serás mi segundo al mando, Galdar. —Mina volvió la mirada ambarina hacia los otros caballeros—. ¿Vosotros me seguiréis también?

Algunos de los hombres estaban con el minotauro cuando éste había perdido el brazo, habían visto brotar a chorros la sangre por el miembro casi seccionado. Cuatro de ellos lo habían sujetado mientras el cirujano lo amputaba. Lo habían oído suplicar la muerte, una gracia que rehusaron concederle y que él, por honor, tampoco podía dispensarse. Esos hombres veían ahora el nuevo brazo, a Galdar empuñando de nuevo la espada. Habían presenciado cómo la muchacha caminaba a través de la sobrenatural tormenta, inmune a su mortífero despliegue.

Varios de esos hombres habían sobrepasado los treinta años y eran veteranos de guerras brutales y duras campañas. Entendían que Galdar jurase fidelidad a aquella extraña chiquilla que lo había sanado, pero en lo tocante a ellos...

Mina no los presionó ni discutió ni intentó engatusarlos; por su actitud se diría que daba por hecho que aceptaban. Se acercó al cadáver del jefe de garra, que yacía en el suelo al pie del monolito, envuelto parcialmente en la tienda, y cogió el peto de Magit. Lo miró, lo examinó y luego metió los brazos por las correas de sujeción y se puso la pieza de la armadura sobre la húmeda camisa. El peto era demasiado grande y pesado para ella, de modo que Galdar esperaba verla doblarse.

Se quedó boquiabierto cuando la pieza de metal empezó a adquirir un brillo rojizo, mudó de forma y se adaptó al esbelto cuerpo de la muchacha, abrazándola como un amante.

El peto había sido negro, con la imagen de la calavera repujada en relieve. También había recibido de lleno el impacto del rayo, pero el daño ocasionado por la descarga era en verdad extraño. La calavera que lo adornaba estaba hendida en dos y un relámpago zigzagueaba entre ambas mitades.

—Éste será mi emblema —anunció Mina mientras pasaba los dedos sobre el cráneo hendido.

A continuación se puso el resto del equipo de Magit, deslizando los brazales en los antebrazos y las espinilleras en las piernas. Al entrar en contacto con la piel de la muchacha, cada pieza de la armadura irradiaba el brillo rojo del metal cuando acaba de salir de la forja, y una vez fría le quedaba perfectamente ajustada, como si hubiese sido hecha para ella.

Recogió el yelmo, pero no se lo puso, sino que se lo tendió a Galdar.

—Sostén esto un momento, suboficial —dijo.

El minotauro lo tomó en actitud enorgullecida, reverentemente, como si fuese el objeto a cuya búsqueda hubiese dedicado toda su vida.

Mina se arrodilló junto al cadáver de Ernst Magit, tomó la mano carbonizada en la suya, inclinó la cabeza y empezó a orar.

Ninguno de los presentes oyó las palabras que pronunciaba, no entendió qué decía ni a quién se dirigía. El cántico de las voces de los muertos cobró intensidad entre las piedras; la luna y las estrellas desaparecieron y la oscuridad los envolvió. La muchacha continuó con su rezo, musitando palabras que proporcionaban consuelo.