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Siguiendo las órdenes de lord Aceñas, los místicos oscuros vigilaron de cerca a Mina para intentar descubrir su secreto y así desacreditarla, denunciándola como charlatana. Afirmaban que debía de recurrir a trucos o a la prestidigitación. Pincharon con alfileres miembros que había recompuesto con el propósito de demostrar que eran simples ilusiones, con el único resultado de ver fluir sangre de verdad. Le enviaron pacientes aquejados de terribles enfermedades contagiosas y a los que los propios sanadores tenían miedo de acercarse. Mina se sentó junto a los dolientes, impuso sus manos sobre las llagas y pústulas supuratorias y los exhortó a curarse en nombre del único dios, con éxito.

Los canosos veteranos susurraban que era como los clérigos de antaño, a quienes los dioses otorgaban poderes maravillosos. Aquellos clérigos, decían, habían sido capaces incluso de hacer volver a la vida a los muertos. Sin embargo, Mina no podía o no quería realizar esa clase de milagro. Los fallecidos recibían una atención especial por su parte, pero no les devolvía la vida a pesar de que se le suplicaba a menudo que lo hiciese.

—Hemos venido a este mundo a servir al único dios verdadero —manifestaba—. Del mismo modo que le servimos en este mundo, también los muertos realizan un servicio importante en el siguiente. Sería una equivocación traerlos de vuelta.

Siguiendo sus órdenes, los soldados habían llevado los cadáveres del campo de batalla —tanto de compañeros como de enemigos— y los habían colocado en largas hileras sobre la hierba ensangrentada. Mina se arrodilló al lado de cada uno de ellos, rezó sin tener en cuenta en qué bando había combatido, y encomendó su espíritu al dios anónimo. Después mandó enterrarlos en una fosa común.

Tanto insistió Galdar que, al tercer día de la batalla, Mina celebró un consejo con los mandos de los Caballeros de Neraka. En el grupo se encontraban casi todos los oficiales que antes habían estado bajo las órdenes de lord Aceñas y que, como un solo hombre, pidieron a Mina que se hiciese cargo del asedio de Sanction para que los condujese a lo que sin duda habría de ser una victoria rotunda sobre los solámnicos.

Mina rechazó sus súplicas.

—¿Por qué? —demandó el minotauro aquella mañana, la del quinto día, cuando la joven y él se encontraron a solas. Se sentía frustrado por su negativa—. ¿Por qué no lanzas el ataque? ¡Si conquistas Sanction, lord Aceñas no podrá tocarte! ¡No tendrá más remedio que reconocerte como uno de sus más valiosos oficiales!

Mina se hallaba sentada a una mesa grande que había ordenado instalar en su tienda. Sobre el tablero aparecían extendidos mapas de Ansalon. La joven había estudiado aquellos mapas todos los días; mientras los examinaba, sus labios se movían pronunciando para sus adentros los nombres de ciudades, villas y pueblos a fin de memorizar su ubicación. Interrumpió su trabajo para alzar la vista hacia el minotauro.

—¿Qué temes, Galdar? —preguntó en tono afable.

El minotauro frunció el entrecejo, y la piel por encima del hocico se arrugó en profundos pliegues.

—Mi temor es por ti, Mina. Quienes representan una amenaza para Targonne acaban desapareciendo. Nadie está a salvo con él. Ni siquiera nuestra anterior cabecilla, Mirielle Abrena. Se corrió la voz de que había muerto tras ingerir carne en mal estado, pero todo el mundo sabe la verdad.

—¿Y cuál es esa verdad? —inquirió la muchacha con aire abstraído. De nuevo examinaba los mapas.

—Que él ordenó que la envenenaran, por supuesto. Pregúntaselo directamente si alguna vez tienes ocasión de conocerlo. No lo negará.

—Mirielle es afortunada —suspiró Mina—. Está con su dios. Aunque la Visión que proclamaba era falsa, ahora conoce la verdad. Ha sido castigada por su presunción y ahora lleva a cabo grandes gestas en nombre del que no puede nombrarse. —Mina alzó de nuevo la mirada de los mapas—. En cuanto a Targonne, sirve al Único en este mundo, de modo que, por el momento, se le permitirá permanecer en él.

—¿Targonne? —Galdar soltó un sonoro resoplido—. Y tanto que sirve a un dios: el dinero.

Mina sonrió para sus adentros.

—No he dicho que Targonne sepa que está sirviendo al Único, Galdar. Pero lo hace. Ésa es la razón por la que no atacaré Sanction. Serán otros quienes disputen esa batalla. Sanction no nos incumbe a nosotros. Estamos llamados a una gloria mayor.

—¿Una gloria mayor? —El minotauro no salía de su asombro—. ¡No sabes lo que dices, Mina! ¿Qué mayor gloria puede haber que la conquista de Sanction? ¡Entonces la gente sabría que los Caballeros de Neraka son de nuevo una fuerza poderosa en este mundo!

La muchacha trazó una línea en el mapa con el dedo; una línea que se detuvo cerca de la parte sur.

—¿Y qué me dices de conquistar el gran reino elfo Silvanesti?

—¡Ja, ja! —El minotauro rió a mandíbula batiente—. Ahí me has pillado, Mina. Lo admito, sí, eso sería una magnífica victoria. Y también sería magnífico ver caer la luna del cielo a mi plato de desayuno, lo cual es tan probable que ocurra como lo primero.

—Lo verás, Galdar —dijo quedamente la joven—. Ven a informarme tan pronto como llegue el mensajero. Ah, otra cosa, Galdar...

—¿Sí, Mina? —El minotauro, que se había vuelto para marcharse, se detuvo.

—Ten cuidado —le advirtió. Sus iris ambarinos lo traspasaron como si fuesen puntas de flecha—. Tus mofas ofenden al Único. No vuelvas a cometer ese error.

Galdar sintió un intenso dolor en el brazo derecho; los dedos se le quedaron dormidos.

—Sí, Mina —murmuró. Salió de la tienda mientras se frotaba el brazo y dejó a la muchacha enfrascada en el mapa.

Galdar calculó que uno de los lacayos de Aceñas tardaría dos días en cabalgar hasta el cuartel general de los caballeros, en Jelek, otro para informar al Señor de la Noche Targonne, y dos más para el viaje de vuelta. Deberían tener alguna noticia ese día. Después de dejar la tienda de Mina, el minotauro deambuló por las inmediaciones del campamento, vigilando la calzada para ver llegar al jinete.

No estaba solo. El capitán Samuval y su compañía de arqueros se encontraban allí, así como muchos de los soldados al mando de Aceñas. Tenían prestas las armas. Habían jurado entre ellos que detendrían a cualquiera que intentase arrebatarles a Mina.

Todos los ojos permanecían fijos en el camino. Los piquetes que se suponía debían vigilar Sanction no dejaban de echar ojeadas en su dirección en lugar de mirar al frente, hacia la ciudad asediada. Lord Aceñas, que había hecho una incursión experimental fuera de su tienda tras la batalla y tuvo que regresar al interior rápidamente para esquivar una andanada de boñigas de caballo acompañada de abucheos y rechiflas, apartó las solapas de lona para otear con impaciencia la calzada, convencido en todo momento de que Targonne acudiría en ayuda de su comandante enviando tropas de apoyo para aplastar el motín.

Los únicos ojos en todo el campamento que no se volvieron hacia el camino fueron los de Mina. La muchacha permaneció en su tienda, absorta en su estudio de los mapas.

—¿Y ésa es la razón que dio para no atacar Sanction? ¿Que vamos a atacar Silvanesti? —comentó el capitán Samuval con Galdar mientras los dos seguían plantados junto a la calzada, esperando la llegada del mensajero. El capitán frunció el entrecejo—. ¡Qué disparate! No será que tiene miedo, ¿verdad?

Galdar se puso furioso y llevó la mano a la empuñadura de la espada, que desenvainó a medias.

—¡Debería cortarte la lengua por decir tal cosa! ¡La viste cabalgar sola contra la primera línea enemiga! ¿Dónde estaba su miedo entonces?

—Tranquilo, minotauro —dijo Samuval—. Guarda tu espada. No era mi intención faltarle al respeto. Sabes tan bien como yo que cuando la sangre hierve durante la batalla un hombre se cree invencible y realiza hazañas que jamás soñaría llevar a cabo en otro momento. Sería lógico que estuviese un poco asustada, ahora que ha tenido tiempo para asimilar la situación y darse cuenta de la enormidad de la tarea.