—No está asustada —gruñó Galdar mientras envainaba el arma—. ¿Cómo puede albergar miedo alguien que habla de la muerte con una expresión nostálgica e impaciente en los ojos, como si fuera a correr para abrazarla si pudiera, pero se ve obligada a seguir viviendo en contra de su deseo?
—Una persona puede sentir miedo de muchas cosas aparte de la muerte —arguyo Samuval—. Del fracaso, por ejemplo. Quizá teme que si conduce a sus fervientes seguidores a la batalla y falla, se vuelvan contra ella, como hicieron con lord Aceñas.
Galdar giró la astada cabeza para mirar hacia atrás, al lugar donde se encontraba la tienda de Mina, aislada, sobre una pequeña elevación, con el ensangrentado estandarte colgando delante. La tienda se hallaba rodeada de gente que aguardaba en silenciosa vigilia, confiando en verla fugazmente u oír su voz.
—¿La abandonarías ahora, capitán? —inquirió Galdar.
Samuval siguió la mirada del minotauro.
—No, no lo haría —contestó al cabo—. Y no sé por qué. Quizá me ha embrujado.
—Yo te diré la razón —manifestó el minotauro—. Es porque nos ofrece algo en que creer. Algo aparte de nosotros mismos. Me mofé de ese algo hace un rato —añadió humildemente mientras se frotaba el brazo, en el que todavía sentía un desagradable hormigueo—. Y lamento haberlo hecho.
Sonó un toque de trompeta. Los piquetes apostados en la entrada del valle anunciaban así al campamento que el esperado correo se aproximaba. Todos dejaron lo que tenían entre manos, aguzaron el oído y estiraron el cuello para ver mejor. Una gran multitud obstruía la calzada, y se apartó a los lados para dejar paso al mensajero, que llegaba a galope tendido. Galdar se apresuró a llevar la noticia a Mina.
Lord Aceñas salió de su tienda de mando en el mismo momento en que la muchacha abandonaba la suya. Seguro de que el jinete era mensajero de la ira de Targonne y de la promesa de una fuerza de caballeros armados para prender y ejecutar a la impostora, el comandante asestó una mirada feroz y triunfal a Mina. No le cabía duda de que su caída era inminente.
La muchacha ni siquiera le dirigió una ojeada; se limitó a quedarse fuera de su tienda, a la espera del desarrollo de los acontecimientos con impasible calma, como si supiera de antemano el desenlace.
El correo bajó del caballo y contempló con sorpresa a la multitud reunida alrededor de la tienda de Mina; se alarmó al reparar en que lo observaban con aire amenazador y torvo. No dejó de echar vistazos a su espalda mientras se acercaba para entregar un estuche de pergaminos a lord Aceñas. Los seguidores de Mina no le quitaron ojo de encima ni apartaron las manos de las empuñaduras de sus espadas.
Lord Aceñas arrebató el estuche de la mano del correo. Tan seguro estaba del contenido que no se molestó en retirarse al interior de su tienda para leerlo. Abrió el estuche de cuero, sencillo y sin adornos, sacó la misiva, rompió el sello y desenrolló el pergamino con un movimiento brusco. Incluso había cogido aire para anunciar el arresto de la advenediza.
Soltó el aire con un sonido silbante, como el de una vejiga de cerdo al romperse. Su rostro se tornó pálido y después, ceniciento. Brotaron gotitas de sudor en su frente; se pasó la lengua por los labios varias veces. Luego, arrugó la misiva y, tanteando como un ciego, manoseó las solapas de lona en un vano intento de abrirlas. Un asistente se adelantó para ayudarlo, pero lord Aceñas lo apartó de un empellón a la par que soltaba un gruñido salvaje y entraba en la tienda, cerrando tras de sí y atando las solapas.
El mensajero se volvió hacia la multitud.
—Busco a la jefe de garra llamada «Mina» —anunció en voz alta.
—¿Qué quieres de ella? —bramó un gigantesco minotauro que se adelantó entre la muchedumbre y se plantó ante el correo, desafiante.
—Traigo órdenes para ella del Señor de la Noche Targonne —repuso el mensajero.
—Dejadlo pasar —instó Mina.
El minotauro actuó como escolta del jinete y la multitud que le cerraba el paso se apartó y abrió un hueco que conducía desde la tienda de lord Aceñas hacia la de la muchacha.
El mensajero recorrió el paso jalonado de soldados, todos con las armas a mano y observándolo con aire poco amistoso. El hombre mantuvo la vista al frente, aunque no le resultaba nada cómodo puesto que miraba directamente los hombros, la espalda y el grueso cuello del enorme minotauro, pero siguió adelante, consciente de su deber.
—Se me envía a buscar a una dama oficial llamada Mina —repitió el correo, que puso énfasis en el título. Miró de hito en hito, un tanto desconcertado, a la muchacha que tenía ante sí—. ¡Pero si eres poco más que una niña!
—Una niña de la guerra. De la batalla. De la muerte. Soy Mina —contestó ella, y no hubo duda en su aire de autoridad, en el sosegado conocimiento del mando que ejercía.
El mensajero saludó con una inclinación de cabeza y le tendió otro estuche de pergaminos. Éste iba forrado en elegante cuero negro, con el sello de la calavera y el lirio de la muerte repujado en plata. Mina lo abrió y sacó el pergamino. Se hizo un profundo silencio, como si la multitud contuviese la respiración. El correo miró en derredor, cada vez más sorprendido. Posteriormente informaría a Targonne que se había sentido como si se hallase dentro de un templo, no en un campamento militar.
La muchacha leyó la misiva, manteniendo el rostro inexpresivo. Cuando terminó, se la tendió a Galdar. El minotauro la leyó a su vez y se quedó tan boquiabierto que dejó a la vista los dientes e incluso la lengua. Releyó el mensaje y después dirigió su mirada estupefacta hacia la joven.
—Perdóname, Mina —dijo en tono quedo mientras le devolvía el pergamino.
—No me pidas perdón a mí, Galdar —repuso ella—. No es de mí de quien dudaste.
—¿Qué dice el mensaje, Galdar? —demandó, impaciente, el capitán Samuval, y la muchedumbre se hizo eco de su pregunta.
Mina alzó la mano y los soldados obedecieron al instante su callada orden. Volvió a caer sobre ellos el profundo silencio que recordaba el de un templo.
—Tengo órdenes de marchar hacia el sur, invadir, tomar y ocupar el reino elfo de Silvanesti.
Un retumbo apagado y furioso, como el de un trueno lejano anunciando la tormenta, resonó en las gargantas de los soldados.
—¡No! —gritaron varios, indignados—. ¡No pueden hacer esto! ¡Ven con nosotros, Mina! ¡Al Abismo con Targonne! ¡Marcharemos sobre Jelek! ¡Sí, eso haremos, marcharemos sobre Jelek!
—¡Escuchadme! —gritó Mina para hacerse oír sobre el clamor—. ¡Estas órdenes no vienen del general Targonne! Él sólo es la mano que las ha escrito, pero vienen del Único. Es la voluntad de nuestro dios que ataquemos Silvanesti para demostrar a todo el mundo su regreso. ¡Marcharemos sobre Silvanesti! —La voz de Mina se alzó en un grito incitador—. ¡Y venceremos!
—¡Hurra! —aclamaron los soldados, que empezaron a repetir:— ¡Mina! ¡Mina! ¡Mina!
El correo miraba alrededor, estupefacto. Todo el campamento, millares de voces, clamaban el nombre de la muchacha. El sonido levantó ecos en las montañas y se alzó, atronador, hacia el cielo. El cántico se oyó en Sanction, donde los habitantes temblaron y los caballeros solámnicos asieron sus armas, sombríos, al imaginar que anunciaba un terrible destino a la ciudad asediada.
Un grito espantoso, un ahogado borboteo, se alzó por encima del cántico, acallando a algunos, aunque los que estaban más alejados continuaron, ajenos a todo. El grito procedía de la tienda de lord Aceñas.
Tan horrendo fue que los que se encontraban cerca retrocedieron y miraron la tienda con alarma.
—Ve a ver qué ha ocurrido —ordenó Mina.
Galdar hizo lo que le mandaba. El mensajero lo acompañó, consciente de que a Targonne le interesaría saber el desenlace. El minotauro sacó la espada y cortó las lazadas de cuero que cerraban la solapa de la tienda. Entró y salió al cabo de un momento.