—Su señoría ha muerto —anunció—, por su propia mano.
Los soldados comenzaron a vitorear otra vez y muchos abuchearon entre risotadas.
Mina se volvió hacia los que se encontraban cerca de ella; la ira hacía brillar sus iris ambarinos con un pálido fuego interior. Los soldados dejaron de aclamar, temblando de pavor. La muchacha no pronunció palabra y pasó entre ellos con la barbilla alzada y la espalda muy recta, para detenerse ante la entrada de la tienda.
—Mina —dijo Galdar, sosteniendo en alto el mensaje manchado de sangre—. Este desgraciado intentó que te enviaran a la horca. La prueba está aquí, en la respuesta de Targonne.
—Lord Aceñas se encuentra ahora en presencia del Único, Galdar —manifestó la muchacha—, donde todos estaremos algún día. No nos corresponde a nosotros juzgarlo.
Le cogió el pergamino manchado de sangre, se lo guardó debajo del cinturón y entró en la tienda. Cuando el minotauro hizo intención de seguirla, ella le ordenó que se quedara y cerró las solapas tras de sí.
Galdar atisbo por la rendija de las lonas, sacudió la cabeza, se volvió y montó guardia en la entrada.
—Id a ocuparos de vuestros asuntos —ordenó el minotauro a los soldados que se arremolinaban delante de la tienda—. Hay mucho que hacer si vamos a marchar sobre Silvanesti.
—¿Qué hace ahí dentro? —inquirió el mensajero.
—Reza —fue la escueta respuesta del minotauro.
—¡Reza! —repitió, asombrado, el correo. El hombre montó de nuevo en su caballo y partió a galope, ansioso por informar al Señor de la Noche sobre los extraordinarios acontecimientos sin perder un minuto.
—Bien, ¿qué ha ocurrido? —quiso saber el capitán Samuval, que se había acercado a Galdar.
—¿Te refieres a Aceñas? —gruñó el minotauro—. Se cayó sobre su espada. Encontré un mensaje en su mano. Como imaginamos que haría, envió un informe con un montón de mentiras a Targonne, explicando cómo Mina había estado a punto de perder la batalla y que él, Aceñas, remedió el desastre. Targonne será un bastardo asesino y maquinador, pero no es estúpido. —Galdar hablaba con admiración a su pesar—. Se dio cuenta de las mentiras de Aceñas y le ordenó que informara personalmente de su «victoria» a la gran Roja, Malystrix.
—No es de extrañar que eligiese esta salida —comentó Samuval—. Pero ¿por qué enviar a Mina a Silvanesti? ¿Qué pasa, entonces, con Sanction?
—Targonne ha cursado órdenes al general Dogah para que parta desde Khur y se haga cargo del asedio de Sanction. Como he dicho, Targonne no es estúpido. Sabe que Mina y sus prédicas sobre el único dios verdadero son una amenaza para él y para las falsas «Visiones» que ha estado impartiendo. Pero también sabe que desatará una rebelión entre las tropas si intenta hacer que la arresten. Malystrix lleva mucho tiempo irritada con Silvanesti y el hecho de que los elfos hayan encontrado un modo de burlarla escondiéndose tras su escudo mágico. De este modo, Targonne puede aplacar a la gran Roja por un lado, informándole que ha enviado una fuerza para atacar Silvanesti, y al mismo tiempo librarse de una amenaza peligrosa para su autoridad.
—¿Sabe Mina que para llegar a Silvanesti hemos de atravesar Blode? —demandó el capitán Samuval—. ¿Un país ocupado por los ogros? Ya están furiosos porque les quitamos parte de su tierra. Cualquier incursión en su territorio agravará ese resentimiento. —Samuval sacudió la cabeza—. ¡Es un suicidio! Jamás llegaremos a ver Silvanesti. Hemos de intentar convencerla de que es una locura, Galdar.
—No soy quien para cuestionar sus decisiones —respondió el minotauro—. Esta mañana, ella ya sabía que iríamos a Silvanost, antes de que el mensajero llegara. ¿Recuerdas, capitán? Te lo dije yo mismo.
—¿De veras? —caviló Samuval—. Con tanto jaleo lo he olvidado. Me pregunto cómo lo supo.
Mina salió de la tienda de Aceñas. La joven estaba muy pálida.
—Sus pecados han sido perdonados y su alma ha sido aceptada. —Suspiró al tiempo que miraba en derredor y pareció desilusionada de encontrarse de nuevo entre mortales—. ¡Cómo lo envidio!
—Mina, ¿cuáles son tus órdenes? —preguntó Galdar.
La joven lo miró sin reconocerlo al principio; sus iris ambarinos seguían contemplando visiones que a ningún otro mortal le era dado ver. Luego sonrió tristemente, volvió a suspirar y fue consciente de cuanto lo rodeaba de nuevo.
—Reunid a las tropas. Capitán Samuval, serás el encargado de dirigirte a ellas. Les dirás sin tapujos que la misión es peligrosa. Algunos la calificarían de «suicida». —Sonrió a Samuval—. No ordenaré a ningún hombre que emprenda esta marcha. Cualquiera que venga lo hará por propia voluntad.
—Todos querrán ir, Mina —dijo quedamente Galdar.
La muchacha lo miró con ojos luminosos, radiantes.
—Si eso es cierto, entonces sería una fuerza demasiado numerosa, difícil de manejar. Hemos de movernos deprisa y mantener en secreto la maniobra. Mis propios caballeros me acompañarán, desde luego. Seleccionarás quinientos de los mejores soldados de infantería, Galdar. Los demás se quedarán aquí, con mis bendiciones. Deben continuar el asedio de Sanction.
—Pero, Mina, ¿no lo sabes? —El minotauro parpadeó, desconcertado—. Targonne ha cursado órdenes al general Dogah para que se ocupe del asedio de Sanction.
—El general Dogah recibirá nuevas órdenes para que cambie de rumbo y conduzca a sus fuerzas hacia el sur para marchar sobre Silvanesti lo más deprisa posible —manifestó Mina, sonriendo.
—Pero... ¿de quién vendrán esas órdenes? —inquirió, boquiabierto, Galdar—. No de Targonne, a buen seguro. ¡Nos ha ordenado que marchemos contra Silvanesti para librarse de nosotros, nada más!
—Como ya te dije, Galdar, Targonne actúa en favor del Único, lo sepa o no. —Mina se llevó la mano al cinturón, donde había guardado la misiva con las órdenes que Aceñas había recibido de Targonne. Sostuvo el pergamino en alto; el nombre del Señor de la Noche resaltaba, grande y negro, al pie del documento, en tanto que su sello relucía rojizo. La muchacha señaló con el dedo las palabras escritas en la hoja, una hoja manchada con la sangre de Aceñas.
—¿Qué dice ahí, Galdar?
Perplejo, el minotauro miró la hoja y empezó a leer, igual que había hecho antes.
—«Por la presente se ordena a lord Aceñas...»
De repente, las palabras empezaron a retorcerse y a bailar ante sus ojos. Galdar los cerró, se los frotó y volvió a abrirlos. La escritura seguía retorciéndose y las palabras empezaron a desplazarse sobre el papel, el negro de la tinta mezclándose con el rojo de la sangre de Aceñas.
—¿Qué dice, Galdar? —insistió Mina.
El minotauro se quedó sin resuello. Intentó leer claramente en voz alta, pero lo único que consiguió fue articular en un ronco susurro:
—«Por la presente se ordena a lord Dogah que cambie el rumbo y dirija a sus tropas hacia el sur, a la mayor velocidad posible, para marchar sobre Silvanesti.» Y lo firmaba Targonne.
La escritura era del Señor de la Noche, sin lugar a dudas. Su firma aparecía estampada al pie de la página, así como su sello.
—Quiero que despaches esas órdenes en persona, Galdar. Después nos alcanzarás en la calzada hacia el sur. Te mostraré la ruta que vamos a seguir. Samuval, serás el segundo al mando hasta que Galdar se reúna con nosotros.
—Puedes contar conmigo y con mis hombres, Mina —contestó el capitán—. Te seguiremos hasta el Abismo.
La joven lo miró, pensativa.
—El Abismo ya no existe, capitán. Los muertos tienen su propio reino ahora. Un reino en el que se les permite seguir al servicio del Único.
Su mirada se desvió hacia las montañas, al valle, a los soldados que se afanaban en levantar el campamento.
—Partiremos por la mañana. La marcha nos llevará un par de semanas, así que imparte las instrucciones necesarias. Quiero que nos acompañen dos carros de abastecimiento. Cuando esté todo preparado, avísame.