Galdar ordenó a los oficiales que llamaran a formar a los hombres. Luego entró en la tienda de Mina y la encontró inclinada sobre uno de los mapas, colocando piedrecillas sobre varias localidades. El minotauro vio que los guijarros se concentraban todos en el área marcada con el nombre de «Blode».
—Te reunirás con nosotros aquí —dijo la joven mientras señalaba un punto del mapa, marcado con una piedrecilla—. Calculo que tardarás dos días en llegar hasta el general Dogah, y otros tres para alcanzarnos. Que el Único haga raudo tu viaje, Galdar.
—Que el Único sea contigo hasta que volvamos a vernos, Mina —respondió el minotauro.
Se proponía partir de inmediato, ya que aún podía cubrir muchos kilómetros antes de que llegara la oscuridad. Pero descubrió cuan difícil resultaba marcharse. No podía imaginar un solo día sin ver sus ojos ambarinos ni oír su voz. Se sentía tan despojado como si de repente le hubiesen pelado el lanudo vello y lo hubiesen abandonado desvalido, tembloroso y débil como un becerro recién nacido.
Mina posó su mano sobre la del minotauro, la que le había devuelto.
—Estaré contigo allí donde vayas, Galdar —dijo.
El minotauro hincó rodilla en tierra y se llevó la mano de la joven a la frente. Tras guardar en su memoria el tacto de la muchacha como un amuleto, dio media vuelta y salió de la tienda.
El capitán Samuval entró a continuación para informar de que, como habían previsto, tocios los soldados del campamento se habían ofrecido voluntarios para la misión. Había elegido a los quinientos que en su opinión eran los mejores, y ahora esos hombres eran la envidia del resto.
—Me temo que los que se quedan desertarán para seguirte, Mina —comentó Samuval.
—Hablaré con ellos —anunció la joven—. Les diré que deben mantener el asedio a Sanction, sin expectativas de refuerzos. Les explicaré cómo pueden hacerlo. Entenderán que es su deber. —Siguió colocando guijarros sobre el mapa.
—¿Qué es eso? —se interesó el capitán.
—La ubicación actual de las fuerzas de los ogros —contestó Mina—. Fíjate, capitán. Si marchamos por aquí, directamente al este de las montañas Khalkist, ganaremos bastante tiempo dirigiéndonos hacia el sur a través de los llanos de Khur. Así evitaremos las principales concentraciones de sus tropas, que se encuentran aquí, en el extremo meridional de la cordillera, combatiendo contra la Legión de Acero y las fuerzas de la bruja elfa, Alhana Starbreeze. Intentaremos ganarles por la mano viajando por esta ruta, a lo largo del río Thon-Thalas. Me temo que en algún momento habremos de luchar contra los ogros, pero si mi plan funciona, sólo nos enfrentaremos a una fuerza reducida. Con la ayuda de dios, la mayoría de nosotros alcanzaremos nuestro punto de destino.
¿Y qué ocurriría una vez que hubiesen llegado allí? ¿Cómo se proponía atravesar el escudo mágico que hasta el momento había frustrado todos los intentos de penetrarlo? Samuval no se lo preguntó; tampoco le preguntó cómo sabía las posiciones de las tropas de los ogros o que sostenían combates con la Legión de Acero y los elfos oscuros. Los Caballeros de Neraka habían enviado exploradores a territorio ogro, pero ninguno regresó vivo para informar de lo que había visto. El capitán no le preguntó a Mina cómo se proponía ocupar Silvanesti con un contingente tan reducido, una fuerza que estaría diezmada para cuando llegara a su destino. Samuval no le hizo ninguna de esas preguntas.
Tenía fe. No necesariamente en aquel dios único, pero sí en Mina.
13
El azote de Ansalon
Que el extraño acontecimiento que sorprendió a Tasslehoff Burrfoot ocurriera la quinta noche de su viaje a Qualinesti, bajo la custodia de sir Gerard, tenía su explicación en el hecho de que, aun cuando los días eran soleados y cálidos, muy adecuados para viajar, por el contrario durante las noches se nublaba y lloviznaba. Hasta la quinta. Esa noche el cielo se mantuvo despejado, la temperatura era cálida y la suave brisa llegaba colmada de los sonidos del bosque: grillos, buhos y algún que otro aullido de lobo.
Lejos, al norte, cerca de Sanction, Galdar el minotauro corría por la calzada que conducía a Khur. En el distante sur, en Silvanesti, Silvanoshei hacía su entrada en Silvanost como se había planeado, triunfal y a bombo y platillo. Toda la población de la capital elfa salió a darle la bienvenida y a mirarlo con maravillada sorpresa. Silvanoshei se quedó impresionado y desasosegado al ver los pocos elfos que quedaban en la ciudad. Sin embargo no lo comentó con nadie, y fue recibido con la adecuada ceremonia por el general Konnal y un hechicero elfo de blanca túnica, quien se granjeó de inmediato la simpatía del joven con sus modales encantadores.
Mientras Silvanoshei cenaba manjares elfos servidos en platos de oro y bebía vino espumoso en copas de cristal, y mientras Galdar masticaba carne seca sin hacer un alto en su marcha, Tasslehoff y Gerard tomaban su acostumbrada e insípida ración de pan cenceño y cecina, acompañada con agua corriente y moliente. Habían cabalgado hasta Gateway, donde pasaron ante varias posadas cuyos propietarios se encontraban en la puerta, con mala cara. Esos mismos posaderos se habrían negado en redondo a acoger a un kender antes de que el dragón cerrase las calzadas. Ahora, por el contrario, habían salido apresuradamente para ofrecerles alojamiento y comida por el insólito precio de una pieza de acero.
Gerard no les hizo el menor caso y siguió cabalgando sin dirigirles siquiera una mirada. Tasslehoff había soltado un profundo suspiro mientras dirigía una ojeada anhelante a las posadas que dejaban atrás. Cuando insinuó que una jarra de cerveza fría y un plato de comida caliente sería un cambio agradable, Gerard contestó que no y que cuanto menos llamaran la atención mejor para todos.
Así pues, continuaron hacia el sur siguiendo una nueva calzada que pasaba cerca del río y que, según Gerard, había sido construida por los Caballeros de Neraka para mantener las líneas de suministro a Qualinesti. Tas se había preguntado por qué los Caballeros de Neraka estaban interesados en abastecer a los qualinestis, pero dedujo que debía de tratarse de un nuevo proyecto que el rey Gilthas había establecido.
El kender y el caballero habían dormido al aire libre, bajo la llovizna, durante las últimas cuatro noches. La quinta noche hizo buen tiempo. Como era habitual, el sueño sorprendió al kender antes de que éste se encontrara preparado para recibirlo. Se despertó en mitad de la noche, con brusquedad, a causa de una luz que le daba en los ojos.
—¡Eh! ¿Qué es eso? —demandó en voz alta. Apartó la manta, se levantó de un brinco y empezó a sacudir al caballero por el hombro—. ¡Sir Gerard, despierta! —gritó Tasslehoff—. ¡Sir Gerard!
El hombre se despertó al instante y asió su espada.
—¿Qué pasa? —Miró en derredor, alerta a cualquier peligro—. ¿Has oído algo? ¿Has visto algo?
—¡Eso, ahí mismo! —Tasslehoff cogió la barbilla del caballero y señaló.
Gerard dirigió una mirada extremadamente severa al kender.
—¿Te parece gracioso?
—Oh, no. Me parecería gracioso si, por ejemplo, yo dijera «¡Cuidado, Gerard!», y tú «¿Qué pasa, qué has visto?», y yo «¡Esa hez de minotauro!», y tú «¡Canalla! ¿Dónde?», y yo comentara «Ahí mismo. Vaya, acabas de pisarla». Para mí, eso es gracioso. A lo que me refiero ahora es a esa luz extraña que hay en el cielo.
—Es la luna —replicó Gerard, prietos los dientes.
—¡No! —Tasslehoff no salía de su asombro—. ¿De verdad?
Volvió a mirarla. Tenía cierta semejanza con la luna: era redonda, se encontraba suspendida en el cielo, junto con las estrellas, y brillaba. Pero ahí terminaba todo parecido.
—Si ésa es Solinari —dijo al tiempo que observaba el satélite con escepticismo—, entonces ¿qué le ha pasado al dios? ¿Está enfermo?
Gerard no respondió. Volvió a tumbarse, dejó la espada al alcance de la mano y, agarrando el pico de la manta, se enrolló en ella.