—Me avergüenzo de mí mismo —dijo—. Ignoraba que pudiera experimentar un miedo así.
—Pues yo no estaba asustado —anunció Tas en una voz que parecía haberse contagiado del temblor de su cuerpo—. Ni pizca.
—Lo habrías estado si tuvieses un mínimo de sentido común —replicó Gerard.
—Lo que pasa es que, aunque en mis tiempos vi algunos dragones horrendos, jamás había visto uno tan...
La mirada torva de Gerard hizo que Tasslehoff dejase la frase sin terminar.
—Tan... imponente —rectificó el kender en voz alta, por si acaso alguno de los espías del dragón estaba escuchando—. Imponente —repitió. Luego susurró a Gerard:— Eso es una especie de cumplido, ¿verdad?
El caballero no contestó. Tranquilos ya él y su caballo, cogió de nuevo las riendas de la yegua y montó en el negro corcel. No se puso en marcha de inmediato, sino que continuó parado en mitad de la calzada un tiempo, con la mirada prendida en el oeste.
—Nunca había visto uno de los grandes dragones hasta ahora —dijo en voz queda—. No imaginaba que se pasaba tan mal.
Siguió inmóvil unos segundos más y luego, prietas las mandíbulas y pálida la tez, emprendió la marcha.
Tasslehoff lo siguió porque no podía hacer otra cosa, ya que el caballero llevaba las riendas de su yegua.
—¿Era ése el dragón que mató a los kenders? —preguntó con un hilo de voz.
—No. Aquél era uno más grande aún. Una hembra Roja llamada Malys.
Un dragón aún más grande. Tas no podía imaginárselo y se disponía a decir que le gustaría ver a un reptil tan descomunal, cuando comprendió con absoluta certeza que, para ser sincero, no le apetecía nada.
—¿Qué demonios me pasa? —gimió, consternado—. Tengo que haber contraído alguna enfermedad. ¡No siento curiosidad! ¡No quiero ver un Dragón Rojo que podría ser más grande que Palanthas! No parezco yo.
Eso último desembocó en una idea sorprendente, tanto que Tas casi se cayó de la yegua.
—¡A lo mejor no soy yo!
Tasslehoff meditó sobre ello. Después de todo, nadie había creído que era él, salvo Caramon, que para entonces estaba bastante viejo y casi muerto, así que quizá su opinión no contaba. Laura había dicho que creía que Tasslehoff era Tasslehoff, pero probablemente sólo lo dijo por educación, de modo que tampoco ella contaba. Gerard había manifestado que era de todo punto imposible que fuese Tasslehoff, y lord Vivar había asegurado lo mismo; los dos eran Caballeros de Solamnia, lo que significaba que eran listos y seguramente sabían lo que decían.
—Eso lo explicaría todo —se dijo Tas, cada vez más alegre conforme lo pensaba—. Explicaría por qué nada de lo que me pasó la primera vez que asistí al funeral de Caramon ocurrió la segunda vez: porque no era a mí a quien le estaba pasando, sino a alguien completamente distinto. Pero, en ese caso —añadió, hecho un lío—, si no soy yo, ¿quién soy?
Reflexionó sobre aquello durante casi un kilómetro.
—Una cosa es segura —concluyó—. No puedo seguir llamándome Tasslehoff Burrfoot. Si topo con el verdadero, se enfadará por haber cogido su nombre, como me pasó a mí cuando descubrí que había otros treinta y siete Tasslehoff Burrfoot. Treinta y nueve, contando los perros. Supongo que tendré que devolverle el ingenio mágico de viajar en el tiempo. Me pregunto cómo habrá acabado en mi poder. Ah, claro. Se le debió de caer.
Tas taconeó a la yegua en los flancos. El animal saltó y trotó hasta llegar a la altura del caballero.
—Discúlpame, sir Gerard —empezó.
El caballero lo miró y frunció el entrecejo.
—¿Qué quieres? —inquirió fríamente.
—Sólo quería decirte que he cometido un error —anunció con mansedumbre—. No soy la persona que dije que era.
—¡Menuda novedad! —gruñó Gerard—. ¿Quieres decir que no eres Tasslehoff Burrfoot, que lleva muerto varias décadas?
—Creía que lo era —contestó, melancólico. La idea le resultaba más difícil de admitir de lo que pensaba—. Pero el caso es que no puedo serlo. Verás, Tasslehoff Burrfoot era un héroe, no tenía miedo de nada. Y no creo que él hubiese experimentado esa sensación tan rara que tuve cuando el dragón nos sobrevoló. Pero sé lo que me pasa.
Esperó a que el caballero preguntara cortésmente, pero no ocurrió nada, de modo que Tas le dio la información por propia iniciativa.
—Tengo magnesia —anunció solemnemente.
—¿Que tienes qué? —dijo Gerard esta vez, aunque no lo hizo de un modo muy cortés.
—Magnesia. —Tas se llevó la mano a la frente para comprobar si podía sentirla—. No sé bien cómo coge magnesia la gente. Creo que tiene algo que ver con la leche. Pero recuerdo que Raistlin decía que una vez conoció a alguien que la sufría y que esa persona no podía recordar quién era o por qué estaba donde estaba o dónde había dejado las gafas o ninguna otra cosa. Así que debo de tener magnesia, porque ésa es exactamente mi situación.
Resuelto aquello, Tasslehoff —o, más bien, el kender que solía pensar que era Tasslehoff— se sintió muy orgulloso de saber que había llegado a una conclusión tan importante.
—Claro que —añadió con un suspiro—, mucha gente como tú, que espera que sea Tasslehoff, va a sufrir una triste desilusión cuando descubra que no lo soy. Pero tendréis que asumirlo.
—Intentaré sobrellevarlo —replicó secamente Gerard—. Y ahora, ¿por qué no haces un esfuerzo y lo piensas bien para ver si puedes «recordar» la verdad sobre quién eres?
—No me importaría recordar la verdad —repuso Tas—. Pero tengo la sensación de que la verdad no quiere recordarme a mí.
Los dos siguieron viajando a través de un mundo silencioso hasta que por fin, para alivio de Tasslehoff, se oyó un sonido, el sordo retumbo de las aguas violentas de un río que espumeaba y bullía, como ofendido por estar aprisionado entre sus rocosas riberas. Los humanos lo llamaban el río de la Rabia Blanca. Su curso marcaba la frontera septentrional del reino elfo de Qualinesti.
Gerard aflojó la marcha; al girar un recodo de la calzada tuvieron el río a la vista, una ancha corriente espumajosa que saltaba por encima y alrededor de negras rocas, brillantes por la humedad.
El día tocaba a su fin y los bosques se envolvían en la oscuridad que anunciaba la noche. Sobre el río seguía habiendo luz y el agua brillaba con el arrebol; merced a su reflejo avistaron a lo lejos un angosto puente que salvaba el río. Una barrera bajada protegía el puente, y los guardias vestían la misma armadura negra que llevaba Gerard.
—¡Ésos son caballeros negros! —exclamó, estupefacto, Tasslehoff.
—¡Baja la voz! —ordenó severamente Gerard. Desmontó, sacó la mordaza que llevaba guardada en el cinturón y se acercó al kender—. Recuerda que el único modo de que podamos ver a tu presunto amigo Palin Majere es que nos dejen pasar.
—Pero ¿por qué hay caballeros negros aquí, en Qualinesti? —preguntó Tas, que habló muy deprisa, antes de que Gerard tuviese tiempo de amordazarlo.
—Beryl gobierna el reino. Esos caballeros son sus supervisores. Hacen cumplir sus leyes y recaudan los impuestos y el tributo que los elfos pagan para seguir con vida.
—Oh, no —se lamentó el kender, que sacudió la cabeza—. Tiene que haber algún error. Los caballeros negros fueron expulsados por las fuerzas combinadas de Porthios y Gilthas, en el año...
Todo lo demás que dijo Tas quedó reducido a unos ruidos ahogados, ya que el caballero le puso la mordaza en la boca y se la ató con un nudo fuerte detrás de la cabeza.
—Sigue diciendo cosas así y ya no tendré que amordazarte. Todo el mundo pensará que estás loco.
—Si me contaras lo que ha pasado, entonces no tendría que hacer preguntas —argumentó Tas, que se había quitado la mordaza.
Gerard, exasperado volvió a ponérsela.