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Tasslehoff supuso que seguirían cabalgando a pesar de haber caído la noche. No se encontraban lejos de Qualinost o, al menos, así lo recordaba de sus anteriores viajes a la capital elfa. En un par de horas habrían llegado a la ciudad. El kender ansiaba ver a sus amigos de nuevo y preguntarles si tenían idea de quién era, si es que no era él. Si había alguien capaz de curar la magnesia, ése era Palin. Tasslehoff se llevó una gran sorpresa cuando Gerard frenó de repente su caballo y, manifestando que se sentía exhausto tras la larga jornada, anunció que pasarían la noche en el bosque.

Instalaron el campamento y encendieron una lumbre, para pasmo del kender, ya que el caballero se había negado a hacer fuego hasta ese momento, argumentando que era peligroso.

«Supongo que considera que estamos a salvo ahora, dentro de las fronteras de Qualinesti —se dijo Tas para sí, ya que seguía con la mordaza puesta—. Sin embargo, me pregunto por qué nos habremos parado. Tal vez ignora lo cerca que nos encontramos de la ciudad.»

El caballero frió un trozo de cerdo curado, y el aroma se extendió por el bosque. Le quitó la mordaza a Tas para que el kender pudiese comer; al instante se arrepintió de haberlo hecho.

—¿Cómo robé el artefacto? —inquirió, anhelante, el kender—. Oh, qué excitante. Jamás había robado nada, ¿comprendes? Está mal, pero que muy mal, eso de robar. Aunque supongo que en este caso es distinto, ya que los caballeros negros son mala gente. ¿En qué posada ocurrió? Hay bastantes en la calzada a Palanthas. ¿Fue en El Pato Sucio? Qué sitio tan estupendo. Todo el mundo para allí. ¿O tal vez en El Zorro y el Unicornio? En ese establecimiento no les gustan mucho los kenders, así que probablemente no.

Tasslehoff siguió parloteando, si bien no consiguió que el caballero le contase nada. Claro que eso tampoco le importaba mucho al kender, que era perfectamente capaz de inventarse todo el incidente sin ayuda de nadie. Para cuando hubieron acabado de comer y Gerard se marchó para lavar la sartén y los cuencos de madera en un arroyo cercano, el osado Tas había robado no uno, sino un montón de maravillosos artilugios mágicos, escamoteándolos en las mismísimas narices de seis Caballeros de la Espina, quienes lo habían amenazado con seis poderosos conjuros pero a los que había despachado —a todos a la vez, del primero al último— con un diestro golpe de su jupak.

—¡Y así debió de ser como acabé sufriendo magnesia! —concluyó Tas—. ¡Uno de los Caballeros de la Espina me rompió la crisma! Y estuve inconsciente varios días. Pero, no —añadió, desilusionado—. Eso no pudo ocurrir, o no habría conseguido escapar. —Reflexionó sobre ello un buen rato—. Ya lo tengo —exclamó al cabo, mirando triunfalmente a Gerard—. ¡Tú me atizaste en la cabeza cuando me arrestaste!

—No me tientes —gruñó el caballero—. Cierra el pico y duerme un poco. —Extendió su manta cerca de la lumbre, que se había reducido a un montón de brasas relucientes, se tapó y se volvió de espaldas al kender.

Tasslehoff se relajó en su petate y contempló las estrellas. El sueño no iba a sorprenderlo esa noche. Estaba demasiado ocupado rememorando sus hazañas como el Azote de Ansalon, el Terror de Morgash, el Verdugo de Thorbardin. Era un tipo realmente malo. Sólo con oír su nombre, las mujeres se desmayarían y a los hombres fuertes se les demudaría el semblante. No sabía exactamente lo que significaba «demudar», pero había oído decir que a los hombres fuertes les ocurría eso cuando se enfrentaban a un terrible enemigo, así que parecía muy apropiado en este caso. Se estaba imaginando su llegada a una ciudad, con todas las féminas desvanecidas junto a la tina de la colada y a los hombres fuertes demudándose a diestro y siniestro, cuando oyó un ruido. Un ruido muy débil, el chasquido de una ramita.

El kender no lo habría notado a no ser porque se había acostumbrado a que no sonara ningún ruido en el bosque. Alargó la mano y dio tirones a la manga de la camisa del caballero.

—¡Gerard! —llamó en un susurro alto—. ¡Creo que hay alguien ahí!

El caballero rebulló y resopló, pero no se despertó. Se metió más entre la manta.

El kender se quedó muy quieto, aguzando el oído. En el primer momento no oyó nada, pero después oyó otro ruido, como si una bota hubiese resbalado con una piedra suelta.

—¡Gerard! —llamó de nuevo—. Me parece que esta vez no es la luna. —Tas habría querido tener a mano su jupak.

El caballero rodó sobre sí mismo en ese instante y se puso de cara a Tasslehoff, que se quedó pasmado al ver a la luz de la moribunda lumbre que su compañero de viaje se hacía el dormido, pero no lo estaba.

—¡Chitón! —instó en un siseante susurro—. ¡Finge que duermes! —Él cerró los ojos.

Obediente, Tasslehoff hizo otro tanto, aunque los abrió al instante para no perderse nada. Y estuvo acertado, ya que de otro modo no habría visto a los elfos acercándose sigilosamente a ellos desde la oscuridad del bosque.

Iba a gritar para advertir al caballero, pero una mano le tapó la boca y la punta de un cuchillo le pinchó la garganta, sin darle tiempo a decir nada más que:

—¡Ger...!

—¿Qué? —masculló el caballero con voz adormilada—. ¿Qué ocu...?

Un instante después se ponía en movimiento e intentaba asir la espada, que había dejado a su alcance.

Un elfo descargó un fuerte pisotón sobre la mano de Gerard; Tas oyó el crujido de huesos y se encogió de dolor por empatía. Otro elfo recogió la espada y la puso fuera del alcance del caballero. Gerard intentó levantarse, pero el elfo que le había pisado la mano le asestó una violenta patada en la cabeza. Gerard soltó un gemido antes de desplomarse, inconsciente.

—Los tenemos a los dos, señor —dijo uno de los elfos, dirigiéndose a las sombras—. ¿Qué hacemos con ellos?

—No matéis al kender, Kalindas —respondió una voz desde la oscuridad; era una voz humana, la de un hombre, que sonaba amortiguada, como si saliese de las profundidades de una capucha—. Lo necesito vivo. Tiene que decirnos lo que sabe.

Aparentemente, el humano no era muy ducho en moverse por el bosque; aunque Tas no podía verlo, ya que el tipo se mantuvo en las sombras, sí oyó sus pies calzados con botas aplastando hojas y rompiendo ramitas. Los elfos, por el contrario, se movían tan silenciosos como el aire nocturno.

—¿Y el caballero negro? —preguntó Kalindas.

—Matadlo —respondió, indiferente, el humano.

El elfo acercó un cuchillo a la garganta del caballero.

—¡No! —chilló Tas mientras se retorcía—. ¡No podéis! ¡No es realmente un caballero neg...! —Tasslehoff acabó la frase con un sonido estrangulado.

—Cállate, kender —advirtió el elfo que lo tenía agarrado. Apartó la punta del cuchillo del cuello de Tas y la acercó contra su cabeza—. Haz un solo ruido más y te cortaré las orejas. Eso no afectará tu utilidad para nosotros.

—Preferiría que no me las cortaras —dijo Tas, que hablaba desesperadamente a pesar de sentir el filo del arma hendiendo su piel—. Me sujetan el pelo en la cabeza. Pero si no tienes más remedio, qué se le va a hacer. Es sólo que vais a cometer un terrible error. Venimos de Solace, y Gerard no es un caballero negro, ¿comprendes? Es un solámnico...

—¿Gerard? —lo interrumpió inesperadamente el humano desde la oscuridad—. ¡Quieto, Kellevandros! No lo mates aún. Conozco a un solámnico llamado Gerard, de Solace. Deja que le eche un vistazo.

La extraña luna había vuelto a salir, aunque su luz era intermitente; asomaba y desaparecía conforme unas nubes negras pasaban frente a su redonda y vacua cara. Tas intentó vislumbrar al humano, el cual estaba aparentemente al mando de aquella operación, ya que los elfos deferían a él todo cuanto se hacía. El kender sentía curiosidad; tenía la impresión de que había oído aquella voz con anterioridad, aunque no acababa de identificarla.