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Sufrió una desilusión. El humano, que se arrodilló al lado de Gerard, llevaba una amplia capa y se cubría con la capucha. La cabeza del caballero cayó flaccidamente hacia un lado; la sangre le cubría la cara y respiraba con un sonido rasposo. El humano estudió su rostro.

—Lo llevamos con nosotros —ordenó.

—Pero, señor... —empezó a protestar el elfo llamado Kellevandros.

—En última instancia podrás matarlo después —dijo el humano, que se incorporó, giró sobre sus talones y se internó en el bosque.

Uno de los elfos apagó las brasas de la lumbre. Otro fue a tranquilizar a los caballos, en especial al corcel negro, que se había encabritado al aparecer los intrusos. Un tercer elfo puso una mordaza a Tas y le pinchó la oreja con el cuchillo en el momento en que el kender hizo intención de protestar.

Los elfos manejaron el cuerpo del caballero con eficiencia y rapidez. Le ataron pies y manos con cordones de cuero, lo amordazaron y le vendaron los ojos. Después lo alzaron en vilo, lo llevaron hasta el caballo y lo echaron atravesado sobre la silla. Negrillo se había asustado por la repentina invasión del campamento, pero ahora se mostraba tranquilo y aceptaba de buen grado las caricias del elfo, con la cabeza apoyada sobre su hombro mientras le rozaba con el hocico la oreja. Ataron las manos de Gerard con los pies, pasando la cuerda por debajo del vientre del caballo, y lo aseguraron bien a la silla.

El humano no dejaba de mirar al kender, pero Tas no alcanzó a vislumbrar su rostro porque en ese momento un elfo le metió un saco de arpillera por la cabeza y ya sólo pudo ver el áspero tejido. También le ataron los pies. Unas fuertes manos lo alzaron, lo echaron atravesado en la silla, y al Azote de Ansalon se lo llevaron atado como un fardo, metido en un saco, hacia el interior del oscuro bosque.

14

El baile de máscaras

Mientras el Azote de Ansalon era conducido al bosque, cubierto de ignominia además de por un saco, a sólo unos cuantos kilómetros de distancia, en Qualinost, el Orador de los Soles, soberano del pueblo qualinesti, ofrecía un baile de disfraces. Este tipo de acontecimientos era algo relativamente nuevo para los elfos, ya que se trataba de una costumbre humana implantada por su Orador, que llevaba una pequeña parte de esa raza en su sangre, una maldición transmitida por su padre, Tanis el Semielfo. Por lo general, los elfos despreciaban las costumbres de los humanos tanto como a ellos mismos, pero habían acogido con agrado la del baile de disfraces, que Gilthas había instaurado el año 21 con ocasión de celebrar el vigésimo aniversario de su ascensión al trono. Todos los años por esa misma fecha ofrecía un baile de máscaras, y en la actualidad se había convertido en el acontecimiento anual más destacado.

Las invitaciones para este importante acontecimiento eran codiciadas. Asistían los miembros de la Casa Real, los del Thalas-Enthia —el senado elfo—, las familias Cabezas de Casas, así como los oficiales de más alto rango de los caballeros negros, verdaderos dirigentes de Qualinesti. Además, concurrían veinte doncellas elfas cuidadosamente seleccionadas por el ilustre Palthainon, un antiguo miembro del senado elfo y recientemente designado prefecto por los Caballeros de Neraka para supervisar Qualinesti. Palthainon era nominalmente asesor y consejero de Gilthas, aunque en la capital se referían a él con el irónico apodo de «el titiritero».

El joven dirigente Gilthas no se había casado aún. No tenía heredero para el trono ni había perspectivas de que lo tuviese. Gilthas no sentía una particular aversión por el matrimonio, pero era incapaz de decidirse a dar ese paso, simplemente. Casarse era una decisión enormemente importante, argumentaba con sus cortesanos, y no debería tomarse sin la debida reflexión. ¿Y si cometía un error y elegía a la persona equivocada? Arruinaría toda su vida, así como la de la pobre mujer. En ningún momento se mencionó el amor. No se esperaba que el rey estuviese enamorado de su esposa. Su matrimonio sería únicamente por fines políticos; eso lo había establecido el prefecto Palthainon, quien había elegido varias candidatas idóneas entre las familias elfas más ilustres (y más ricas) de Qualinesti.

Todos los años, durante los últimos cinco, Palthainon había reunido a veinte de esas elfas cuidadosamente seleccionadas y las había presentado al Orador de los Soles para su aprobación. Gilthas bailaba con todas, manifestaba que todas eran de su agrado, que veía buenas cualidades en ellas, pero que no podía decidirse por ninguna. El prefecto controlaba gran parte de la vida del Orador —llamado desdeñosamente el «rey títere» por sus súbditos—, pero Palthainon no podía obligar a su majestad a tomar esposa.

Ahora, pasaba una hora de la medianoche; el Orador de los Soles había bailado con las veinte candidatas por deferencia al prefecto, pero no había bailado más de una vez con ninguna de las doncellas, ya que sería interpretado como una elección. Después de terminar cada baile, el rey se sentaba en el trono y contemplaba la celebración con aire meditabundo, como si la elección de la siguiente encantadora joven para el próximo baile supusiese un pesado deber para él, que echaba a perder totalmente su placer por la fiesta.

Las veinte doncellas lo observaban de reojo, cada una esperando alguna señal que indicara que era la preferida. Gilthas era apuesto. Su ascendencia humana no resultaba muy aparente en sus rasgos, excepto, conforme había madurado, por cierta angulosidad en la línea de la mandíbula y la barbilla que rara vez se veía en un varón elfo. Su cabello, del que se decía se sentía envanecido, le llegaba hasta los hombros y tenía un color rubio como la miel. Sus ojos eran grandes y almendrados. Su tez era pálida; se sabía que no gozaba de buena salud la mayor parte del tiempo. Rara vez sonreía y nadie podía culparlo por ello, ya que era de todos conocido que llevaba una vida como la de un pájaro enjaulado al que enseñan a repetir palabras y cuándo decirlas, y cuya jaula se cubre con un paño cuando debe guardar silencio.

No era pues de extrañar que Gilthas tuviese fama de indeciso, de irresoluto, amante de la soledad y de leer y escribir poesía, un arte que había empezado a desarrollar hacía tres años y para el que poseía un innegable talento. Sentado en su trono, un solio de manufactura y diseño antiguos, con el respaldo tallado y dorado a imagen del sol, Gilthas observaba a las parejas que bailaban con aire impaciente, dando la impresión de estar deseoso de regresar a la intimidad de sus aposentos y al placer de sus rimas.

—Su majestad parece inusitadamente animado esta noche —observó el prefecto Palthainon—. ¿Habéis reparado en cómo está pendiente de la hija mayor del jefe de gremio de la Casa de Orfebres?

—No en especial —contestó el gobernador militar Medan, cabecilla de las fuerzas de ocupación de los Caballeros de Neraka.

—Sí, os aseguro que lo hace —argumentó Palthainon con irritación—. Ved cómo la sigue con los ojos.

—A mí me parece que su majestad mira el suelo cuando no mira sus zapatos —comentó Medan—. Si queréis que haya un heredero al trono, Palthainon, tendréis que arreglar el enlace vos mismo.

—Lo haría con gusto —rezongó el prefecto—, pero la ley elfa establece que sólo la familia puede concertar un matrimonio, y su madre se niega categóricamente a intervenir a menos que el rey se decida.

—Entonces, más os vale esperar que su majestad viva mucho, mucho tiempo —dijo Medan—. Me decanto por que así será, ya que lo veláis con tanto celo y atendéis tan diligentemente sus necesidades. En realidad, no podéis culpar por ello al rey, Palthainon —añadió el gobernador militar—. Su majestad es, después de todo, exactamente lo que vos y el difunto senador Rashas habéis hecho de éclass="underline" un joven que ni se atreve a hacer pis sin antes pediros permiso.