—Creo que vuestra madre está paseando por el jardín, majestad —contestó el prefecto, a quien no se le pasaba por alto ninguna de las idas y venidas de los miembros de la Casa Real—. Dijo que necesitaba un poco de aire fresco. ¿Queréis que mande a buscarla? Vuestra majestad no tiene buen aspecto.
—No me encuentro bien —dijo Gilthas—. Gracias por vuestra amable oferta, Palthainon, pero no la molestéis. —Sus ojos se oscurecieron y contempló a los danzantes con tristeza y envidia—. ¿Creéis que alguien se tomará a mal si me retiro a mis aposentos, prefecto? —inquirió en voz baja.
—Quizás un baile animaría a vuestra majestad —sugirió Palthainon—. Ved cómo os sonríe la preciosa Amiara. —El prefecto se inclinó para susurrar al oído del monarca—. Su padre es uno de los elfos más acaudalados de todo Qualinesti. Orfebre, ya sabéis. Y la joven es absolutamente encantadora...
—Sí, lo es —convino con desinterés Gilthas—. Pero no estoy en condiciones de bailar. Me siento mareado, con náuseas. Realmente creo que debo retirarme.
—Si vuestra majestad no se encuentra bien, por supuesto —comentó de mala gana Palthainon. Medan tenía razón. Si se le había privado de carácter, no se podía reprochar al joven rey su languidez—. Vuestra majestad debería permanecer en cama mañana. Yo me encargaré de los asuntos de estado.
—Gracias, Palthainon —susurró Gilthas—. Si no me necesitáis, pasaré el día trabajando en el duodécimo canto de mi nuevo poema.
Se puso de pie; la música cesó de repente y los danzantes se interrumpieron en mitad de un giro. Los hombres hicieron una inclinación de cabeza y las mujeres una reverencia. Las doncellas lo miraron con expectación. Gilthas pareció azorarse al advertirlo. Agachó la cabeza, bajó del estrado y se encaminó a paso rápido hacia la puerta que conducía a sus aposentos privados. Su sirviente personal lo acompañó, yendo delante con un candelabro encendido para alumbrar el camino a su majestad. Las doncellas elfas se encogieron de hombros y miraron en derredor recatadamente, buscando nuevas parejas de baile. La música se reanudó y el baile prosiguió.
El prefecto, mascullando imprecaciones, fue hacia la mesa equipada con refrescos y dulces.
Gilthas miró hacia atrás fugazmente antes de abandonar el salón y sonrió para sus adentros. Luego siguió el suave brillo del candelabro a través de los oscuros pasillos de su palacio. Allí no había cortesanos halagando y adulando; no se permitía la entrada a nadie que no tuviera el permiso de Palthainon, que vivía en un constante temor de que algún día cualquier otro pudiese arrebatarle los hilos de la marioneta. Había kalanestis montando guardia en todas las entradas.
Libre de la música y las luces, del gorjeo de risitas vanas, cuchicheos y murmuraciones, Gilthas exhaló un suspiro de alivio mientras avanzaba por los bien vigilados corredores. El palacio del Orador de los Soles, de reciente construcción, era una residencia espaciosa formada por árboles vivos que habían sido alterados por la magia y transformados con amoroso cuidado en techos y paredes. Los tapices estaban hechos de flores y plantas, inducidas para que formaran bellas obras de arte que cambiaban a diario, dependiendo de lo que florecía en cada momento. Los suelos de algunas estancias, como el salón de baile y la cámara de audiencias, eran de mármol. La mayoría de las habitaciones y pasillos de la zona privada, que se amoldaban al contorno de los troncos, estaban alfombradas con plantas fragantes.
El palacio se consideraba una maravilla entre el pueblo qualinesti. Gilthas había insistido en que todos los árboles utilizados se conservaran con las formas y en el lugar donde habían crecido y no permitió que los moldeadores de árboles los indujeran a doblarse en posturas forzadas para acomodar escaleras ni que desviaran las ramas a fin de proporcionar más luz. Su propósito con tales disposiciones era mostrar su respeto a los árboles, a los que al parecer les complacía su gesto, ya que medraban y crecían con fuerza. No obstante, el resultado era un laberinto irregular de corredores frondosos, en los que los nuevos en palacio se perdían a menudo durante horas enteras.
El rey caminaba en silencio, con la cabeza gacha y las manos enlazadas en la espalda. Era una actitud en la que se lo veía con frecuencia mientras deambulaba sin descanso por las estancias de palacio. Todos sabían que en esos momentos el joven monarca cavilaba algún verso o intentaba discurrir la rima de una estrofa, y los sirvientes se guardaban mucho de molestarlo. Los que se cruzaban con él hacían una profunda reverencia sin pronunciar palabra.
Esta noche reinaba la quietud en el palacio; la música del baile se oía, pero lejana y apagada por el suave murmullo del denso follaje que formaba el techo del corredor por el que caminaban. El rey alzó la cabeza y miró alrededor. Al no ver a nadie, se acercó un paso más a su sirviente.
—Planchet —dijo en voz baja y utilizando el idioma humano, conocido sólo por muy pocos elfos—, ¿dónde está el gobernador Medan? Me pareció verlo salir al jardín.
—Lo hizo, majestad —contestó el sirviente en la misma lengua y en tono quedo, sin volverse a mirar al monarca por si había alguien observándolos. Los espías de Palthainon estaban por todas partes.
—Qué inoportuno —manifestó Gilthas, ceñudo—. ¿Y si aún sigue por ahí fuera?
—Vuestra madre lo advirtió y fue en pos de él de inmediato, majestad. Lo mantendrá ocupado.
—Tienes razón. —Gilthas esbozó una sonrisa que únicamente las contadas personas que gozaban de su confianza conocían—. Medan no nos molestará esta noche. ¿Está todo listo?
—Hemos preparado suficiente comida para una jornada de viaje, majestad. La mochila está escondida en la gruta.
—¿Y Kerian? ¿Sabe dónde ha de reunirse conmigo?
—Sí, majestad. Dejé el mensaje en el sitio habitual. No estaba allí a la mañana siguiente, cuando fui a comprobarlo. En su lugar había una rosa roja.
—Lo has hecho muy bien, como siempre, Planchet. No sé cómo me las arreglaría sin ti. Por cierto, quiero esa rosa.
—La guardé en la mochila de vuestra majestad —indicó el sirviente.
Dejaron de hablar. Habían llegado a los aposentos del Orador. Los guardias kalanestis del rey —en apariencia su guardia personal, pero en realidad carceleros— saludaron al acercarse el joven monarca. Gilthas no les hizo caso alguno. Estaban a sueldo de Palthainon e informaban de todos sus movimientos al prefecto. En el dormitorio esperaban sirvientes para ayudar al rey a desvestirse y a prepararse para irse a la cama.
—Su majestad no se siente bien —anunció Planchet a los criados mientras dejaba el candelabro sobre una mesa—. Yo me ocuparé de atenderlo. Podéis marcharos.
Gilthas, pálido y lánguido, se enjugó los labios con el pañuelo de puntillas y se tumbó de inmediato en el lecho, sin molestarse siquiera en quitarse las botas. Planchet se encargaría de ello. Los sirvientes, acostumbrados a la mala salud del rey y a su deseo de soledad, no esperaban otra cosa tras los rigores de una fiesta, de modo que hicieron reverencias y se marcharon.
—Que nadie moleste a su majestad —ordenó Planchet, que acto seguido cerró la puerta con llave. Los guardias tenían una, pero rara vez la utilizaban en la actualidad. Tiempo atrás sí lo hacían para controlar al monarca a intervalos regulares; siempre lo encontraban donde se suponía que debía estar, enfermo en la cama o absorto en sus poemas, y finalmente dejaron de vigilarlo.
Planchet escuchó junto a la puerta unos instantes hasta oír que los guardias kalanestis se relajaban y volvían a sus juegos de azar, con los que mataban el aburrimiento de las largas y tediosas horas. Satisfecho, cruzó el dormitorio, abrió las puertas que daban al balcón y se asomó a la noche.
—Todo en orden, majestad.
Gilthas se incorporó de un salto de la cama y se encaminó hacia los ventanales.
—¿Sabes lo que tienes que hacer?
—Sí, majestad. Están preparadas las almohadas que ocuparán el sitio de vuestra majestad en la cama. Yo he de encargarme de fingir que os encontráis en el dormitorio, y no permitiré que nadie os visite.