—Muy bien. No has de preocuparte por Palthainon. No aparecerá por aquí en todo el día. Estará muy ocupado firmando con mi nombre y poniendo mi sello en documentos importantes.
Gilthas se detuvo junto a la balaustrada, a la que Planchet ató firmemente una cuerda.
—Que tengáis un provechoso viaje, majestad. ¿Cuándo regresáis?
—Si todo va bien, Planchet, estaré de vuelta mañana a medianoche.
—Todo irá bien —afirmó el elfo. Era varios años mayor que Gilthas y había sido escogido personal y cuidadosamente por Laurana para que entrara al servicio de su hijo. El prefecto había aprobado la elección; si se hubiese molestado en investigar a Planchet y su vida precedente, que incluía muchos años de leales servicios al elfo oscuro Porthios, el prefecto no habría dado su consentimiento—. La suerte sonríe a vuestra majestad.
Gilthas, que escudriñaba el jardín en busca de alguna señal de movimiento, le dirigió una breve ojeada.
—Hubo un tiempo en que te habría discutido esa afirmación, Planchet. Solía considerarme el ser más infortunado de este mundo, pillado en la trampa de mi propia vanidad y presunción, presa de mi propio miedo. Sí, hubo un tiempo en que veía la muerte como mi única salida. —Siguiendo un impulso asió la mano de su sirviente.
»Tú me obligaste a apartar la mirada del espejo, Planchet. Me empujaste a que dejara de contemplarme a mí mismo y volviese los ojos hacia el mundo. Cuando lo hice, vi a mi pueblo sufriendo, aplastado bajo el tacón de negras botas, viviendo bajo la sombra de negras alas, enfrentándose a un futuro sin esperanza y a una destrucción segura.
—Ya no vive sin esperanza —musitó Planchet mientras retiraba suavemente su mano, azorado por la consideración del rey—. El plan de vuestra majestad tendrá éxito.
—Esperemos que sí, Planchet. —Gilthas suspiró—. Esperemos que la suerte no sólo me sonría a mí. Esperemos que sonría a mi pueblo.
Descendió por la cuerda con destreza, palmo a palmo, y saltó al jardín sin hacer ruido. Planchet lo siguió con la mirada desde el balcón hasta que desapareció en la noche. Después cerró el ventanal y regresó junto a la cama, sobre la que arregló las almohadas y la colcha de manera que, si alguien se asomaba, viera lo que parecía un cuerpo tendido en ella.
—Y ahora, majestad —dijo en voz alta mientras cogía una pequeña arpa y tañía ligeramente las cuerdas—, tomaos vuestra pócima para dormir. Yo tocaré una música suave para arrullaros hasta que llegue el sueño.
15
El único y sin par Tasslehoff
A despecho del dolor y del gran malestar, sir Gerard se sentía satisfecho de cómo iban las cosas hasta el momento. Tenía una espantosa jaqueca a causa de la patada propinada por el elfo. Iba atado a su caballo, colgado boca abajo, sobre la silla; la sangre le martilleaba en las sienes, el peto le oprimía el pecho y le dificultaba la respiración, las ataduras de cuero se le clavaban en la carne y no sentía los pies. No había visto a sus aprehensores, primero debido a la oscuridad y ahora por llevar los ojos vendados. Habían estado a punto de matarlo; sólo gracias al kender conservaba la vida.
Sí, las cosas marchaban como las había planeado.
Viajaron una distancia considerable y a Gerard el trayecto se le hizo eterno, hasta el punto de que al cabo de un tiempo empezó a pensar que llevaban cabalgado décadas, lo suficiente como para circunvalar Krynn seis veces. No tenía ni idea de cómo le iba al kender, pero a juzgar por los agudos gruñidos de indignación que sonaban de vez en cuando cerca de él, Gerard supuso que Tasslehoff estaba relativamente indemne. El caballero debió de quedarse dormido o tal vez se desmayó, pues se despertó de repente cuando el caballo se detuvo.
El humano, a quien Gerard identificaba como el cabecilla del grupo, estaba hablando. Lo hacía en elfo, un lenguaje que el caballero no comprendía, pero parecía que habían llegado a su destino, ya que los elfos empezaron a cortar las ataduras que lo sujetaban a la silla. Uno de ellos lo agarró por el espaldar, lo bajó del caballo de un tirón y lo dejó caer al suelo.
—¡Levántate, cerdo! —espetó duramente, en Común—. No pienso llevarte en brazos. —El elfo le quitó la venda de los ojos—. Ve hacia esa cueva de allí. Muévete.
Habían viajado durante toda la noche. El alba pintaba de rosa el cielo. Gerard no vio ninguna cueva, sólo el denso e impenetrable bosque, hasta que uno de los elfos levantó lo que parecía un grupo de plantones y entonces quedó a la vista una oscura gruta en la cara de una roca. El elfo dejó a un lado la cortina de arbolillos.
El caballero se incorporó trabajosamente y echó a andar, renqueando. El cielo se aclaraba paulatinamente y ahora mostraba un tinte anaranjado intenso sobre un azul profundo. Gerard miró en derredor buscando a su compañero de aventura y vio los pies del kender asomando por la boca de un saco, encima de la silla de la yegua. El cabecilla humano se hallaba cerca de la entrada de la cueva, observando. Llevaba capa y embozo, pero Gerard captó fugazmente una oscura túnica debajo de la capa; el tipo de túnica que vestiría un hechicero. Cada vez se convencía más de que su plan estaba funcionando. Ahora sólo le quedaba esperar que los elfos no lo mataran antes de que tuviese oportunidad de explicarse.
La cueva se hallaba en un pequeño cerro, en una zona muy boscosa; sin embargo, Gerard tenía la sensación de que se encontraban cerca de una población, no en pleno territorio salvaje. La brisa le traía el lejano sonido de campaniles, las flores cuyas corolas producían un sonido musical cuando las agitaba el viento. También percibía el olor a pan recién cocido. Volvió la vista hacia el sol naciente y confirmó que habían viajado hacia el oeste durante la noche. Si no se encontraban en Qualinost, debían de estar muy cerca de la ciudad.
El humano entró en la caverna, seguido por dos elfos, uno de ellos cargado con el kender, que forcejeaba dentro del saco, y el otro escoltando a Gerard, al que azuzaba en la espalda con su espada. Los otros elfos que los habían acompañado no entraron en la gruta, sino que desaparecieron en la fronda con el caballo de Gerard y la yegua de Tas. El caballero vaciló un momento ante de meterse en la cueva, pero el elfo le propinó un empellón y entró dando traspiés.
Un angosto y oscuro túnel desembocaba en una pequeña cámara, iluminada por una lamparilla que flotaba en aceite aromático, dentro de un cuenco. El elfo que transportaba al kender dejó caer el saco al suelo; Tas empezó a emitir sonidos ahogados y a retorcerse. El elfo le dio un golpe suave con el pie y le dijo que se callara, que lo sacarían del saco a su debido tiempo y sólo si se comportaba como era debido. El elfo que vigilaba a Gerard volvió a azuzarlo en la espalda.
—De rodillas, cerdo —espetó.
El caballero hizo lo que le mandaba y alzó la cabeza. Entonces pudo ver bien el rostro del humano al mirar desde abajo. El hombre de la capa lo observaba con gesto severo.
—Palin Majere —dijo Gerard con un suspiro de alivio—. He viajado un largo trecho buscándoos.
Palin acercó una antorcha.
—Gerard Uth Mondor. Me pareció que eras tú. Pero ¿desde cuándo te has convertido en un Caballero de Neraka? Más vale que te expliques, y rápido. —Frunció el entrecejo—. Como sabes, no siento aprecio alguno por esa execrable Orden.
—Sí, señor. —Gerard dirigió una mirada inquieta a los elfos—. ¿Hablan el idioma humano, señor?
—Y el enano y el Común —respondió Palin—. Puedo ordenarles que te maten en varias lenguas. Te lo diré otra vez: explícate. Te doy un minuto para que lo hagas.
—Muy bien, señor. Visto esta armadura por necesidad, no por elección. Os traigo noticias importantes y, al saber a través de vuestra hermana Laura que os encontrabais en Qualinesti, me disfracé como un caballero del enemigo para poder llegar hasta vos.