Las crecidas aguas inundaron las salas inferiores de la recién construida fortaleza de los caballeros negros en Nuevo Puerto, obligándolos a hacer lo que ningún ejército enemigo había conseguido: abandonar sus puestos.
La tormenta despertó incluso a los grandes dragones que dormitaban, atiborrados hasta el hartazgo, en sus cubiles rebosantes de riquezas obtenidas con los tributos. El temporal sacudió el Pico de Malys, guarida de Malystrix, la colosal hembra de Dragón Rojo que se tenía por la reina de Ansalon y que pronto se convertiría en la diosa del continente si se salía con la suya. La lluvia formó ríos caudalosos que invadieron el hogar volcánico de Malys, el agua se derramó en los estanques de lava y creó inmensas nubes de vapor tóxico que llenaron corredores y salas. Mojada, medio ciega y asfixiada, Malys rugió de indignación y voló de cámara en cámara en busca de una que estuviese lo bastante seca para volver a dormirse. Por último se vio obligada a descender a los niveles más bajos de su hogar de la montaña. Malys era un dragón muy viejo con una sabiduría malévola; percibió algo poco natural en aquella tormenta y ello la intranquilizó. Rezongando para sí, entró en la Cámara del Tótem; allí, sobre un afloramiento de roca negra, Malys había apilado los cráneos de los dragones menores que había devorado cuando llegó al mundo. Calaveras de Plateados, Dorados, Rojos y Azules se amontonaban unas sobre otras en un monumento a su grandeza. La imagen de los cráneos reconfortó a la gran Roja, ya que cada uno de ellos traía el recuerdo de una batalla ganada, un enemigo derrotado y devorado. La lluvia no podía llegar a tanta profundidad en su hogar montañoso; allí no oía el aullido del viento, y los destellos de los relámpagos no molestarían su sueño.
Malys contempló las calaveras con placer y quizá se quedó dormida un instante, porque de repente le pareció que los ojos de los cráneos estaban vivos y la observaban. Resopló y alzó la cabeza para mirar los despojos fijamente. El estanque de lava en el corazón de la montaña arrojaba un fulgor cárdeno sobre las calaveras, creando sombras que parpadeaban en las vacías cuencas de los ojos. Tras reprenderse por su excesiva imaginación, se enroscó cómodamente en torno al tótem y se quedó dormida.
Otro de los grandes dragones, una Verde conocida por el nombre de Beryllinthranox, tampoco pudo dormir durante la tormenta. El cubil de Beryl estaba formado por árboles vivos —jabíes y secuoyas— e inmensas enredaderas. Éstas y las ramas de los árboles formaban un entramado tan denso que ni una sola gota de agua había logrado jamás abrirse paso entre la maraña. Sin embargo, la lluvia que se desprendió de los tumultuosos nubarrones negros de esa tormenta sí la penetró, y una vez que la primera gota consiguió colarse, abrió el camino a miles más. Beryl despertó sorprendida al sentir agua goteando sobre su hocico. Una de las grandes secuoyas que formaba el pilar de su cubil fue alcanzada por un rayo. El árbol estalló en llamas, que se extendieron rápidamente alimentándose de la lluvia como si fuese aceite.
El rugido de alarma de la gran Verde atrajo a sus siervos, que acudieron a toda prisa para apagar el fuego. Dragones Rojos y Azules que habían preferido unirse a Beryl en lugar de ser devorados por ella hicieron frente a las llamas para arrancar los árboles incendiados y arrojarlos al mar. Los draconianos tiraron de las enredaderas prendidas, sofocando el fuego con tierra y barro. Rehenes y prisioneros fueron puestos a trabajar en la extinción del incendio. Muchos murieron en el proceso, pero finalmente el cubil de Beryl se salvó. La Verde tuvo un humor de mil demonios durante días después de llegar a la conclusión de que la tormenta había sido un ataque mágico llevado a cabo por Malys. Beryl tenía la intención de ocupar el puesto de dirigente de la Roja. Se valió de su magia —un poder que últimamente se estaba debilitando y por lo que también culpaba a Malys— para reconstruir los desperfectos ocasionados por el incendio mientras rumiaba los agravios sufridos y maquinaba la venganza.
Khellendros, el Azul (había reemplazado el nombre de Skie por ese otro apelativo, mucho más magnífico, que significaba Tormenta sobre Krynn), era uno de los contados dragones nativos de Krynn que había salido indemne de la Purga de Dragones. En la actualidad regía Solamnia y las tierras limítrofes; ejercía control sobre Schallsea y la Ciudadela de la Luz, la cual había permitido que siguiera en pie porque —según él— encontraba divertido observar cómo los patéticos humanos bregaban inútilmente contra la creciente oscuridad. La verdadera razón de que permitiese que la Ciudadela prosperara sin impedimentos era su guardián, un Dragón Plateado llamado Espejo. Éste y Skie, antagonistas de toda la vida por sus orígenes, ahora, a causa de su odio compartido por los nuevos dragones venidos de lejos que habían matado a tantos de sus congéneres, no se habían convertido en amigos, pero tampoco eran exactamente enemigos.
A Khellendros la tormenta lo perturbó más que a cualquiera de los grandes dragones, aunque —cosa extraña— apenas causó daños a su cubil. El Azul no dejó de pasear impacientemente de arriba abajo por su enorme cueva, situada a gran altura en las montañas Vingaard, observando cómo los guerreros relampagueantes descargaban su furia sobre las almenas de la Torre del Sumo Sacerdote, y creyó oír una voz en el viento que entonaba un canto de muerte. Khellendros no durmió, sino que permaneció en vigilia hasta que la tormenta terminó.
La tronada llegó con toda su fuerza demoledora al antiguo reino de Silvanesti. Los elfos habían levantado un escudo mágico sobre sus tierras, con el cual habían logrado hasta el momento impedir que los dragones merodeadores invadiesen el reino, así como cerrar el paso a todas las demás razas. Los elfos habían alcanzado por fin su meta histórica de quedarse aislados de los problemas del resto del mundo. Sin embargo, el escudo no consiguió dejar fuera al trueno y a la lluvia, al viento y al rayo.
Ardieron árboles, la fuerza del vendaval destrozó casas, el río Thon-Thalas se desbordó, obligando a quienes vivían cerca de sus orillas a huir precipitadamente en busca de terrenos más altos. El agua entró en el parque de palacio, los Jardines de Astarin, donde crecía el árbol mágico que era, en creencia de muchos, responsable de mantener operativo el escudo y, por consiguiente, la seguridad del reino. De hecho, cuando la tormenta hubo terminado se descubrió que la tierra en torno al árbol estaba completamente seca. Todo lo demás en los jardines fue arrastrado o anegado. Los jardineros y moldeadores de árboles elfos —que profesaban el mismo amor por sus plantas y flores, árboles ornamentales, hierbas y macizos de rosas que por sus propios hijos— se quedaron desolados al ver tal destrucción.
Repoblaron los Jardines de Astarin después de la tormenta, para lo cual llevaron plantas de sus propios jardines a fin de rehacer el otrora maravilloso parque. Por primera vez desde que se levantó el escudo, las plantas no habían agarrado y ahora se pudrían en la tierra enlodada que, aparentemente, nunca sería capaz de absorber suficiente luz del sol para secarse.
La extraña y terrible tormenta abandonó por fin el continente, alejándose victoriosa del campo de batalla y dejando tras de sí devastación y destrucción. A la mañana siguiente, las gentes de Ansalon acudieron, aturdidas, a ver los destrozos causados, a consolar a los damnificados, a enterrar a los muertos y a hacer cabalas del ominoso portento de aquella espantosa noche.
Sin embargo, hubo alguien que disfrutó aquella noche. Su nombre era Silvanoshei, un joven elfo, que se regocijó con la tormenta. El estampido de los guerreros relampagueantes, los rayos que caían como chispas al entrechocar espadas de truenos, encendían su sangre y hacían que su pulso latiese como el sonido de unos tambores de guerra. Silvanoshei no buscó refugiarse de la tormenta, sino que salió a ella. Permaneció en un claro del bosque con el rostro alzado hacia el tumultuoso fragor, empapándose bajo la lluvia, calmando el ardor de ansias y deseos vagamente percibidos. Contempló el deslumbrante despliegue del relámpago, se maravilló ante el estruendo del trueno que hacía temblar el suelo, rió con las ráfagas de viento que doblaban grandes árboles haciéndoles inclinar sus soberbias cabezas.