—Es cierto que antaño estos pendientes pertenecían al fallecido —le había dicho Jenna a Palin—. Sin embargo, el hechicero no los recibió en herencia. Los robó.
No abundó en el tema. Muchos magos antaño respetables —incluido el propio Palin— habían recurrido al saqueo de tumbas en su desesperada búsqueda de magia. El mago había descrito las propiedades de los pendientes, afirmando que no los habría vendido de no ser porque la extrema necesidad lo obligaba a hacerlo. Jenna le había pagado una suma cuantiosa y, en lugar de poner los pendientes a la venta en su tienda, había entregado uno a Palin y otro a Ulin, su hijo. No le dijo a Palin quiénes llevaban los demás.
Tampoco él le preguntó. Hubo un tiempo en que los magos del Cónclave confiaban unos en otros. En estos días oscuros, con la magia menguando, cada cual miraba al resto de reojo mientras se preguntaba: «¿Tiene más que yo? ¿Ha encontrado algo que yo no he descubierto? ¿Se le habrá dado un poder que a mí se me niega?».
Palin no obtuvo respuesta. Suspiró y repitió las palabras mientras frotaba el metal con sus dedos. Cuando recibió el pendiente, el conjuro funcionaba de inmediato, mientras que ahora necesitaría intentarlo tres o cuatro veces, siempre con el miedo acuciante de que esa vez podría fallar por completo.
¡Jenna!, susurró mentalmente en tono urgente.
Algo leve y delicado le tocó el rostro, como el roce de las alas de una mosca. Irritado, se apresuró agitar la mano, rota la concentración. Buscó el insecto para espantarlo, pero no lo encontró. Se disponía a hacer un nuevo intento cuando los pensamientos de Jenna respondieron a los suyos.
Palin...
El mago centró sus pensamientos, reduciendo el mensaje todo lo posible por si la magia fallaba antes de que tuviese tiempo de transmitirlo.
Necesidad urgente. Reúnete conmigo en Solace. De inmediato.
Parto ahora mismo. Jenna no dijo nada más, no perdió tiempo ni parte de su magia en hacer preguntas. Confiaba en él. No la llamaría si no tuviese una buena razón.
Palin contempló el artilugio que sostenía amorosamente en sus manos tullidas.
«¿Será la llave de mi celda? —se preguntó—. ¿O sólo otro azote del látigo»
—Está muy cambiado —comentó Gerard después de que Palin se hubiese marchado—. No lo habría reconocido. Y el modo en que habló de su padre... —Sacudió la cabeza.
—Allá donde se encuentre Caramon, no me cabe duda de que lo entenderá —dijo Laurana—. Palin ha cambiado, sí, pero ¿quién no lo habría hecho tras pasar por una experiencia tan horrible? No creo que ninguno de nosotros lleguemos a entender jamás la tortura que hubo de soportar a manos de los Túnicas Grises. Y, hablando de ellos, ¿cómo planeáis viajar hasta Solace? —preguntó, cambiando con habilidad el tema de Palin a otras consideraciones más prácticas.
—Tengo mi caballo, el negro. Pensé que quizá Palin podría ir en la yegua que alquilé para el kender.
—¡Y así yo iría montado en la grupa del corcel negro, contigo! —intervino Tas, complacido—. Aunque no estoy seguro de que a Pequeña Gris le caiga bien Palin, pero si hablo con ella, tal vez...
—Tú no vienes —lo interrumpió Gerard, sin andarse con rodeos.
—¡Que no voy! —repitió el kender, estupefacto—. ¡Pero si me necesitáis!
Gerard pasó por alto el comentario, el cual, de todas las afirmaciones hechas a lo largo del curso de la historia, podía considerarse seguramente como la que menos atención merecía.
—El viaje durará muchos días, pero eso es algo que no tiene remedio. Parece el único modo de...
—Hay otra opción que está en mi mano ofreceros —dijo Laurana—. Los grifos podrían llevaros volando a Solace. Trajeron a Palin y os transportarán de vuelta a los dos. Mi halcón, Ala Brillante, les llevará un mensaje. Los grifos podrían encontrarse aquí pasado mañana, y Palin y vos estaríais en Solace esa misma tarde.
Gerard tuvo una fugaz visión de sí mismo volando a lomos de un grifo; quizá sería más preciso decir que tuvo una fugaz visión de sí mismo precipitándose desde el lomo de un grifo, para ir a estrellarse de cabeza contra el suelo. Enrojeció y buscó desesperadamente una disculpa que no lo hiciese parecer un redomado cobarde.
—De ninguna manera podría aceptar vuestra generosa oferta. No quiero abusar de... Deberíamos partir de inmediato...
—Tonterías. El descanso os vendrá bien —contestó Laurana, que sonrió como si supiese la verdadera razón de que se mostrara reacio a su propuesta—. Así ahorraréis una semana de viaje y, como dijo Palin, debemos actuar con rapidez, antes de que Beryl descubra que hay un objeto mágico tan valioso en su territorio. Mañana, después de que anochezca, Kalindas os guiará hasta el punto de encuentro.
—Nunca he volado en un grifo —lanzó una indirecta Tas—. Al menos, no que yo recuerde. Tío Saltatrampas sí lo hizo. Decía que...
—No —se negó en redondo Gerard—. De ninguna manera. Te quedarás con la reina madre, si accede a ello. El asunto es ya bastante peligroso sin que además... —No finalizó la frase.
El ingenio mágico se hallaba de nuevo en posesión del kender. Tasslehoff se lo estaba guardando bajo la pechera de la camisa.
Lejos de Qualinost, pero no tanto como para no enterarse de lo que pasaba allí, la gran hembra Verde, Beryl, yacía en la maraña vegetal, sofocada de enredaderas, que era su cubil, rumiando los agravios que le habían hecho. Agravios que le picaban y escocían como cuando la piel está infestada de parásitos y, al igual que quien sufre esa infección, podía rascarse aquí y allí, pero el picor parecía desplazarse a otro lado, de manera que nunca se libraba completamente de él.
El meollo de todos sus problemas y desazones era una gran Roja, un monstruoso reptil al que Beryl temía más que a nada en el mundo, aunque habría permitido que le arrancaran las alas y que le hiciesen nudos en la cola antes que admitir tal cosa. Su miedo era la principal razón de que accediese a cerrar el pacto tres años atrás. Había imaginado su propio cráneo adornando el tótem de Malys. Aparte de que quería seguir conservando la cabeza, Beryl había resuelto no dar jamás esa satisfacción a su descomunal pariente.
El acuerdo de paz entre los dragones parecía una buena idea en su momento. Terminaba con la sangrienta Purga de Dragones durante la cual los reptiles no sólo habían combatido y matado a mortales, sino que también lo habían hecho entre sí. Los dragones que habían salido vivos y fortalecidos del conflicto se repartieron Ansalon, cada cual reclamando una parte sobre la que gobernar mientras se dejaban algunos territorios anteriormente disputados, como Abanasinia, sin tocar.
La paz había durado alrededor de un año antes de que empezara a desmoronarse. Cuando Beryl notó que sus poderes mágicos empezaban a menguar, culpó de ello a los elfos, culpó a los humanos, pero en el fondo sabía muy bien quién era la verdadera culpable: Malys estaba robándole su magia. ¡Así se entendía que su pariente Roja ya no tuviera necesidad de matar a los de su especie! Había hallado un modo de exprimir el poder de otros dragones hasta dejarlos sin una gota. La magia de Beryl había sido su principal arma de defensa contra su pariente más fuerte. Sin esa magia, la hembra Verde se encontraría tan indefensa como un enano gully.
Cayó la noche y Beryl seguía rumiando. La oscuridad envolvió su cubil como otra inmensa enredadera. Se quedó dormida, arrullada por la nana de sus maquinaciones e intrigas. Soñó que por fin encontraba la legendaria Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, que envolvía su inmenso corpachón alrededor del edificio y sentía fluir la magia dentro de sí, cálida y dulce como la sangre de un Dragón Dorado...
—¡Excelentísima señora! —Una voz siseante la despertó de su agradable sueño.
Beryl parpadeó y resopló, exhalando vapores venenosos que se enroscaron entre las hojas.