A la gente que conoce a los gullys pero que nunca ha probado sus guisos le resulta imposible imaginar siquiera comer algo preparado por uno de estos enanos. Si se tiene en cuenta que uno de los platos preferidos —y que se considera una delicia— de los gullys es la carne de rata, hay quien equipara la idea de tener un cocinero aghar con el deseo de morirse.
Los gullys son los marginados de la raza enana. Aunque pertenecen a ella, los demás enanos lo niegan y hacen lo imposible por explicar por qué los gullys son enanos sólo de nombre. Los aghars son extremadamente estúpidos, al menos, así lo cree la mayoría de la gente. Son incapaces de contar más de dos, por lo que su sistema de cálculo se reduce a «uno» y «dos». Una enana gully llamada Bupu, convertida en una leyenda entre los aghars, de hecho llegó a contar más allá de dos en cierta ocasión, utilizando el término «un montón».
Los gullys no son conocidos precisamente por su interés en matemáticas superiores, sino por su cobardía, su suciedad, su afición por la miseria y —cosa chocante— su cocina. Resultan unos cocineros extraordinarios siempre y cuando el comensal establezca unas normas sobre qué se puede servir en la mesa y qué no, y se abstenga de entrar en la cocina para ver cómo se preparan los platos.
Tragos y Eructos servía un excelente asado de pierna de venado cubierta con cebolla y bañada en salsa de su propio jugo. La cerveza era aceptable, no tan buena como en otros establecimientos, pero su precio estaba en consonancia. El aguardiente enano, realmente excepcional, daba renombre a la taberna. Los gullys lo destilaban de los hongos cultivados en sus dormitorios. (Un buen consejo para quienes tomasen dicho brebaje sería que no pensaran demasiado en ese hecho.)
El establecimiento era frecuentado sobre todo por humanos que no podían permitirse pagar precios más altos, por kenders que se alegraban de encontrar a un tabernero que no los echase a la calle nada más verlos, y por los que actuaban al margen de la ley y que enseguida descubrían que los Caballeros de Neraka rara vez patrullaban por el camino carretero lleno de rodadas y mal llamado calzada que conducía a la taberna.
Tragos y Eructos era también la guarida y el cuartel general de la guerrera conocida como La Leona, una mujer que era asimismo, de haberlo sabido alguien, reina de Qualinesti, la esposa secreta del Orador de los Soles, Gilthas.
El soberano elfo se hallaba sentado en la penumbra del fondo de la taberna, intentando dominar su impaciencia. Los elfos nunca se impacientaban; muy longevos, sabían que el agua cocería, que la masa del pan subiría, que la encina germinaría, que el roble crecería y que todo ese afán, esa intranquilidad y esos intentos de apresurar el proceso de las cosas sólo servían para ocasionar trastornos en el estómago. Gilthas había heredado la impaciencia de su padre semihumano, y aunque se esforzaba en disimularlo, sus dedos tamborileaban en la mesa y su pie daba golpecitos en el suelo.
Kerian lo miró y sonrió. Una vela ardía entre ambos, sobre el tablero. La llama se reflejaba en los ojos castaños de ella, brillaba cálidamente en su tez suave y morena, y arrancaba destellos del lustroso cabello dorado. Kerian era una kalanesti o Elfa Salvaje, una raza de elfos que, a diferencia de sus parientes que moraban en las ciudades, los qualinestis y los silvanestis, vivía en plena naturaleza. Como no intentaban cambiarla o moldearla, estaban considerados como bárbaros por sus parientes más sofisticados, que incluso habían llegado a esclavizar a los kalanestis y los obligaban trabajar como sirvientes en las casas ricas; todo ello por su propio bien, naturalmente.
Kerian había sido esclava en la casa del senador Rashas y estaba presente cuando Gilthas fue llevado allí por primera vez, en apariencia como un huésped, pero en realidad como prisionero. Los dos se habían enamorado nada más verse, aunque pasaron meses, incluso años, antes de que se confesaran sus sentimientos e intercambiaran las promesas de su matrimonio secreto.
Únicamente otras dos personas, Planchet y la madre de Gilthas, Laurana, sabían que el rey estaba casado con una muchacha que antaño había sido una esclava y que en la actualidad era conocida como La Leona, la intrépida cabecilla de los khansaris, o los Nocturnos.
Al advertir la mirada de Kerian, Gilthas cayó de inmediato en la cuenta de lo que estaba haciendo. Apretó los puños para dejar de tamborilear con los dedos y cruzó los pies a fin de obligarse a mantenerlos quietos.
—Ea —dijo, pesaroso—. ¿Mejor así?
—Acabarás mal de los nervios si no tienes cuidado —lo reprendió Kerian con una sonrisa—. El enano vendrá, dio su palabra.
—Es tanto lo que depende de eso —comentó Gilthas. Estiró las piernas para aliviar los músculos agarrotados por el desacostumbrado ejercicio—. Quizás incluso nuestra supervivencia como un... —Calló bruscamente y miró hacia el suelo—. ¿Has notado eso?
—¿El temblor? Sí. Los vengo sintiendo desde hace un par de horas. Seguramente son los gullys, que amplían sus túneles. Les encanta excavar. En cuanto a lo que decías, no hay «quizás» en lo relativo a nuestra total destrucción —repuso resueltamente.
Su voz, con aquel acento que los elfos civilizados consideraban tosco, era como el canto de un pájaro, de una dulzura conmovedora con una nota de melancolía.
—Los qualinestis han dado al dragón todo lo que les ha exigido. Han sacrificado su libertad, su orgullo, su honor. En ciertos casos, incluso han sacrificado a su propia gente. Todo a cambio de que el dragón les permita vivir. Pero llegará un momento en que Beryl hará una demanda que los tuyos no podrán cumplir, y cuando llegue ese día y la Verde vea contrariada su voluntad, destruirá Qualinesti.
—A veces me pregunto por qué te preocupa —dijo Gilthas, que observaba seriamente a su esposa—. Los qualinestis te esclavizaron, te arrancaron a la fuerza de tu familia. Tienes todo el derecho a sentir rencor, a desaparecer en los bosques y dejar a quienes te hicieron daño a su suerte, que tienen tan merecida. Pero no lo haces. Arriesgas la vida a diario luchando para obligar a nuestro pueblo a que vea la verdad por desagradable e ingrata que sea.
—Ése es el problema —contestó ella—. Debemos dejar de pensar en los elfos como «los tuyos» y «los míos». Esas distinciones y exclusiones son las que nos han llevado donde hoy estamos, las que fortalecen a nuestros enemigos.
—No veo intenciones de que cambien las cosas —adujo Gilthas en tono sombrío—. No a menos que se abata sobre nosotros una calamidad y nos obligue a ello, y puede que ni siquiera entonces lo hagamos. La Guerra de Caos, que tendría que habernos unido, sólo tuvo por resultado que nuestro pueblo se fragmentara más. No pasa un solo día en que algún senador no pronuncie un discurso sobre cómo nuestros parientes de Silvanesti nos han dejado fuera de su seguro refugio, bajo el escudo, y que lo que quieren es que todos muramos para así ocupar nuestra tierra. O que alguien se lance a una diatriba contra los kalanestis, de cómo sus costumbres bárbaras acabarán con todo aquello para lo que hemos tardado siglos en construir. Y están los que aprueban que el dragón haya cerrado las calzadas porque, según ellos, será mejor no tener contacto con los humanos. Los Caballeros de Neraka los animan, desde luego. Les encantan tales peroratas, porque les facilitan la labor a ellos.
—Por lo que he oído, quizá los silvanestis descubran que su tan cacareado escudo mágico es en realidad una tumba.
Gilthas reaccionó con sorpresa y se sentó más erguido.
—¿Dónde oíste eso? No me habías contado nada.
—Hace un mes que no te veía —contestó Kerian con un dejo amargo—. Sólo hace unos días que me llegó el rumor, de boca del corredor Kellevandros, a quien tu madre envía de manera regular para mantener el contacto con tu tía Alhana Starbreeze. Alhana y sus fuerzas se han instalado en la frontera de Silvanesti, cerca del escudo. Se han aliado con los humanos que pertenecen a la Legión de Acero. Según Alhana, la tierra que rodea el escudo se ha quedado yerma, la vegetación ha muerto y un horrible polvo gris lo cubre todo. Teme que esa misma enfermedad esté infectando todo el país.