—Sólo una. —Tarn dejó la jarra en la mesa y se limpió la barbilla con la manga—. Algunos clanes, en especial los neidars, un puñado de desconfiados si se me permite decirlo, han repetido hasta la saciedad que si dejamos entrar a los elfos en Thorbardin se volverán contra nosotros, se apoderarán del reino y lo convertirán en su nuevo hogar. Vos y yo sabemos que tal cosa no sucederá —Tarn levantó la mano para frenar la pronta protesta de Gilthas—, pero ¿qué les diríais a los míos para convencerlos de que esa tragedia no ocurriría?
—Pues les preguntaría si ellos construirían sus casas en árboles —contestó el elfo, sonriendo—. ¿Cuál creéis que sería su respuesta?
—¡Ja, ja! Antes se colgarían de sus propias barbas —repuso Tarn entre risas.
—Entonces, de igual modo, nosotros los elfos antes nos colgaríamos de las orejas que vivir en un agujero en el suelo. Lo digo sin ánimo de ofender a Thorbardin —agregó cortésmente.
—No lo tomo como ofensa. Repetiré a los neidars exactamente lo que habéis dicho. ¡Eso dejará sin espuma su cerveza! —Tarn siguió riendo de buena gana.
—Para dejarlo muy claro, juro por mi honor y mi vida que los qualinestis utilizarán los túneles sólo con el propósito de evacuar a aquellos que corran peligro por la ira del dragón. Hemos hecho preparativos con el pueblo de las Llanuras para que cobijen a los refugiados hasta el día en que podamos darles la bienvenida de vuelta a su hogar.
—Ojalá dicho día amanezca muy pronto —deseó en tono grave el enano, que había dejado de reír y miraba intensamente a Gilthas—. Os preguntaría por qué no enviáis a los refugiados a la tierra de vuestros parientes, en Silvanesti, pero he oído que no tenéis acceso a ella, que los elfos de allí han instalado una fortaleza mágica alrededor.
—Las fuerzas de Alhana Starbreeze siguen intentando encontrar el modo de penetrar el escudo —informó Gilthas—. Sólo nos queda esperar y desear que lo hallen, no sólo por nuestro propio bien, sino por el de ellos mismos. ¿Cuánto tiempo calculáis que se tardará en construir el túnel hasta Qualinost?
—Una quincena, no más —contestó con tranquilidad Tarn.
—¡Una quincena! ¿Excavar un túnel de cien kilómetros a través de sólida roca? Sé que los enanos son maestros en tales menesteres, pero he de confesar que esto me deja estupefacto.
—Como dije antes, ya hemos empezado a trabajar. Y contamos con ayuda —dijo Tarn—. ¿Habéis oído hablar de los urkhans? ¿No? Bueno, no me sorprende. Pocos forasteros saben de ellos. Los urkhans son gusanos gigantes que comen piedra. Les ponemos arreos y ellos mastican y se abren paso a través del granito como si fuese pan recién horneado. ¿Quiénes creéis que construyeron los miles de túneles de Thorbardin? —Tarn sonrió—. Los urkhans, por supuesto. ¡Los gusanos hacen el trabajo y nosotros, los enanos, nos llevamos los laureles!
Gilthas expresó su admiración por los extraordinarios gusanos y escuchó con cortesía las explicaciones sobre las costumbres de los urkhans, su naturaleza dócil y lo que ocurría con la piedra una vez que había pasado por el sistema digestivo de los gusanos.
—Bueno, dejemos el tema. ¿Os gustaría verlos en acción? —preguntó de repente el enano.
—Me encantaría, pero quizás en otro momento. Como he mencionado antes, he de regresar a Qualinost con las primeras luces del...
—Y lo haréis, joven Orador. Lo haréis —contestó Tarn con una amplia sonrisa—. Observad. —Dio dos golpes con el pie en el suelo.
Al cabo de un instante, sonaron otros dos golpes, procedentes del piso.
Gilthas miró a Kerian, que parecía enfadada y alarmada. Enfadada por no habérsele ocurrido investigar los extraños ruidos subterráneos, y alarmada porque, si aquello era una trampa, habían caído en ella de lleno. Tarn rió con ganas al advertir su inquietud.
—¡Los urkhans! —dijo, a modo de explicación—. ¡Están justo debajo de nosotros!
—¿Aquí? ¿De verdad? —Gilthas se quedó boquiabierto—. ¿Tan lejos han llegado ya? Noté que el suelo temblaba, pero...
El enano asentía con la cabeza, de manera que la barba se agitaba arriba y abajo.
—Y hemos llegado más lejos incluso. ¿Os gustaría bajar al túnel?
Gilthas miró a su esposa.
—En el resto de Qualinesti soy el rey, pero aquí es La Leona quien manda —adujo, sonriente—. ¿Qué decís vos, señora? ¿Bajamos a ver a esos fabulosos gusanos?
Kerian no hizo objeciones, aunque el inesperado giro de los acontecimientos había despertado su cautela. No dijo nada en ese momento que pudiese ofender a los enanos, pero Gilthas advirtió que cada vez que se encontraba con uno de los Elfos Salvajes le hacía una señal, ya fuese con una mirada, ladeando la cabeza o con un leve gesto de la mano. Los elfos desaparecían, pero Gilthas suponía que no se hallaban lejos y que estaban alertas, a la espera, con las manos en sus armas.
Salieron de Tragos y Eructos; resultaba obvio que algunos de los enanos de la escolta de Tarn lo hacían de mala gana, limpiándose los labios y lanzando suspiros impregnados de penetrante aroma del aguardiente. Tarn no siguió ningún sendero, sino que se abrió paso por el bosque apartando y pisando la maleza que se interponía en su camino. Gilthas echó un vistazo atrás y vio que los enanos dejaban a su paso una franja de ramas rotas, hierba pisoteada y enredaderas colgando.
Kerian miró a Gilthas y puso los ojos en blanco. El Orador sabía exactamente lo que la mujer estaba pensando. No había que preocuparse de que los enanos oyeran algún ruido de los sigilosos elfos que los seguían. Les habría costado oír un trueno con tanto pataleo y chasquidos de la vegetación. Tarn aminoró el paso, como si buscase algo. Les dijo unas palabras en el lenguaje enano a sus compañeros, quienes también empezaron a escudriñar en derredor.
—Busca la entrada al túnel —susurró Gilthas a Kerian—. Dice que se supone que los suyos tendrían que haber dejado una aquí, pero no la encuentra.
—Ni la encontrará —manifestó, ceñuda, la elfa, que seguía irritada por el hecho de que los enanos la hubiesen engañado—. Conozco cada palmo de esta tierra, y si hubiese habido cualquier clase de... —Enmudeció, con la mirada fija en un punto.
—¿De entrada? —finalizó Gilthas, divertido—. La habrías descubierto, claro.
Habían llegado a un amplio afloramiento granítico de unos diez metros de altura, que emergía del suelo del bosque y cuyas estrías se extendían en diagonal. Pimpollos, flores silvestres y hierba crecían entre las capas rocosas. Numerosos pedruscos, partes del afloramiento que se habían resquebrajado y habían caído rodando, yacían amontonados a su pie. Eran de gran tamaño; algunos le llegaban a Gilthas a la cintura y muchos superaban en altura a los enanos. Sin salir de su asombro, el elfo vio a Tarn trepar por uno de ellos, poner la mano en su superficie y empujar. El peñasco se desplazó hacia un lado, como si estuviese hueco.
Y así era.
Tarn y sus compañeros despejaron el aparente derrumbe y dejaron a la vista un enorme agujero abierto en el afloramiento.
—¡Por aquí! —gritó Tarn agitando la mano.
Gilthas miró a Kerian, que se limitó a negar con la cabeza y a esbozar una sonrisa desganada. Se paró para examinar el peñasco, al que se había vaciado por dentro como una sandía en un festín.
—¿Los gusanos hicieron esto? —inquirió, asombrada.
—Los urkhans, sí —asintió, orgulloso, Tarn—. Los pequeños —añadió—. Ellos mordisquean. Los grandes se habrían tragado el peñasco entero. No son muy listos, me temo, y siempre tienen mucho apetito.
—Enfócalo por el lado positivo, querida —dijo Gilthas a su mujer mientras pasaban del bosque iluminado por las estrellas a la frescura de la cueva excavada por los enanos—. Si los enanos han logrado ocultar la entrada del túnel a ti y a los tuyos, no les costará ningún esfuerzo evitar que lo descubran los malditos caballeros.