—Habrá que aflojar la presión y ser discretos para no provocar la ira del dragón al menos durante un mes.
—¡Mis guerreros no se quedarán mano sobre mano, si es eso lo que tienes en mente! —replicó, cortante, Kerian—. Además, si interrumpimos todos los ataques de repente, los caballeros sospecharán que nos traemos algo entre manos y empezarán a indagar qué es. De ese modo distraeremos su atención.
—Un mes —musitó para sí Gilthas, como una plegaria a quienquiera que hubiese allá arriba, si es que había alguien—. Dadme sólo un mes. Dadle a mi gente ese plazo.
18
Amanecer en un tiempo de tinieblas
El alba llegó a Ansalon demasiado deprisa para algunos y demasiado despacio para otros. El sol era un rojo tajo en el cielo, como si alguien le hubiese cortado la garganta a la oscuridad. Gilthas se deslizó apresuradamente por el jardín envuelto en sombras de su lujosa prisión; llegaba con cierto retraso a asumir el peligroso papel que debía seguir interpretando.
Planchet oteaba desde el balcón, esperando con ansiedad al joven monarca, cuando sonó una llamada a la puerta que anunciaba la venida del prefecto Palthainon para realizar su trabajo matinal de titiritero. El sirviente no podía alegar la indisposición de su majestad hoy, como había hecho el día anterior. Palthainon, un hombre madrugador, se encontraba allí para intimidar al rey, para ejercitar su poder sobre el joven y demostrar de manera fehaciente su dominio ante el resto de la corte.
—¡Un momento, prefecto! —gritó Planchet—. Su majestad está haciendo uso del bacín. —El sirviente captó un movimiento en el jardín—. ¡Majestad! —siseó tan alto como se atrevió—. ¡Daos prisa!
Gilthas se detuvo debajo del balcón y Planchet dejó caer la cuerda. El rey la agarró y empezó a trepar por ella ágilmente, a pulso.
Se repitió la llamada a la puerta, en esta ocasión más fuerte e impaciente.
—¡Insisto en ver a su majestad! —demandó Palthainon.
Gilthas pasó sobre la balaustrada, corrió hacia el lecho y se metió entre las sábanas sin desvestirse. Planchet le cubrió la cabeza con las mantas y abrió la puerta al tiempo que se llevaba el índice a los labios.
—Su majestad ha estado indispuesto toda la noche, y esta mañana ni siquiera ha podido retener en el estómago un bocado de pan tostado —susurró el sirviente—. Tuve que ayudarlo a volver a la cama.
El prefecto atisbo por encima del hombro de Planchet; vio al rey levantar la cabeza y mirarlo con ojos empañados.
—Lamento que su majestad se sienta mal —dijo el prefecto, con gesto ceñudo—, pero se encontraría mejor levantado y moviéndose en lugar de quedarse tumbado y compadeciéndose. Regresaré dentro de una hora, y para entonces confío en que su majestad se haya vestido para recibirme.
Palthainon se marchó y Planchet cerró la puerta. Gilthas sonrió, se desperezó y suspiró. Separarse de Kerian había sido muy doloroso. Todavía podía percibir el olor a leña quemada prendido en sus ropas, la fragancia de la esencia de rosas con la que se frotaba la piel. Percibía el aroma de la hierba aplastada sobre la que habían yacido, abrazados el uno al otro, detestando tener que decirse adiós. Volvió a suspirar y luego saltó de la cama para dirigirse al baño y lavarse de mala gana todo rastro del encuentro clandestino con su esposa.
Cuando el prefecto entró en el dormitorio una hora después, encontró al rey escribiendo afanoso un poema sobre —quien lo habría dicho— un enano. Palthainon resopló con desdén y sugirió al joven monarca que se dejase de tonterías y se pusiera a trabajar en serio.
Las nubes se extendieron sobre Qualinesti, ocultando el sol, y empezó a caer una suave llovizna.
El mismo sol matinal que brillaba sobre Gilthas hacía lo propio con su primo, Silvanoshei, quien también había pasado la noche en vela. Pero él no temía la llegada del alba, como Gilthas; Silvanoshei aguardaba la luz del día con una impaciencia y un gozo tales que se hallaba sumido en un estado de aturdida incredulidad.
En ese día, sería coronado Orador de las Estrellas. En ese día, contra todo pronóstico y esperanza, iba a ser proclamado monarca de su pueblo. Tendría éxito en aquello que sus padres no habían conseguido a pesar de todos sus intentos.
Las cosas habían sucedido tan deprisa que Silvanoshei seguía aturdido. Cerró los ojos y lo revivió todo de nuevo.
Rolan y él habían llegado el día anterior a las afueras de Silvanost, donde les salió al paso un grupo de soldados elfos.
«Adiós a mi reinado», pensó el joven, más desilusionado que asustado. Cuando los soldados desenvainaron las espadas, Silvan supuso que había llegado su hora y se preparó para morir; al menos afrontaría el trance con dignidad. No podía luchar contra los suyos; sería fiel a lo que su madre esperaba y quería de él.
Para su sorpresa, los soldados elfos alzaron las espadas y empezaron a aclamarlo, proclamándolo Orador de las Estrellas, su soberano. Aquél no era un pelotón de ejecución, comprendió Silvan, sino una guardia de honor.
Le llevaron un caballo, un hermoso semental blanco. El joven lo montó y entró triunfalmente en Silvanost. Los elfos se agolpaban en las calles aclamando y lanzando tantas flores a su paso que el suelo quedó cubierto y su perfume impregnó el aire.
Los soldados marchaban a los lados, manteniendo alejada a la multitud. Mientras Silvan saludaba con gestos elegantes, pensó en sus padres. Alhana había deseado aquello más que nada en el mundo y había estado dispuesta a dar la vida por conseguirlo. Quizá se encontraba contemplando el desfile desde dondequiera que estuviesen los muertos; tal vez sonreiría al ver que su hijo cumplía su sueño más preciado. Ojalá fuese así. Silvan ya no se sentía furioso con su madre; la había perdonado y esperaba que ella lo hubiese perdonado a él.
El desfile finalizó en la Torre de las Estrellas. Allí, un elfo alto, de aspecto severo, con el cabello algo canoso, los recibió. Se presentó como el general Konnal, e hizo lo propio con su sobrino, Kiryn, quien —Silvan descubrió con gran placer— era primo suyo. A continuación, Konnal presentó a los Cabezas de Casas, los cuales determinarían si Silvanoshei era efectivamente el nieto de Lorac Caladon (no se mencionó el nombre de su madre) y, por consiguiente, el legítimo heredero del trono de Silvanesti. Aquello, le aseguró Konnal a Silvanoshei en un aparte, era una mera formalidad.
—El pueblo desea un rey —dijo Konnal—. Los Cabezas de Casas están más que dispuestos a creer que sois un Caladon, como afirmáis.
—Soy un Caladon —manifestó el joven, ofendido por el significado implícito en el comentario de que tanto si lo era como si no los Cabezas lo aceptarían de todos modos—. Soy nieto de Lorac Caladon. E hijo de Alhana Starbreeze. —Lo dijo con orgullo, plenamente consciente de que se suponía que no debía pronunciarse el nombre de alguien considerado un elfo oscuro.
Entonces otro elfo se había aproximado a él, uno de los hombres más hermosos de su raza que Silvanoshei había visto jamás. Ese elfo, que vestía ropajes blancos, lo observaba fijamente.
—Conocí a Lorac —dijo por fin el elfo. Su voz era afable y musical—. Éste es ciertamente su nieto, no cabe la menor duda. —Se inclinó y besó a Silvanoshei en ambas mejillas, tras lo cual miró al general Konnal y repitió:— No cabe la menor duda.
—¿Quién sois, señor? —inquinó Silvan, aturdido.
—Me llamo Glauco —respondió al tiempo que hacía una profunda reverencia—. He sido nombrado regente para ayudaros en los días venideros. Si el general Konnal lo aprueba, dispondré los arreglos oportunos para que vuestra coronación se celebre mañana. El pueblo ha esperado largos años la llegada de este día jubiloso y no lo haremos esperar más.