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Silvan yacía en el lecho, el mismo que antaño había pertenecido a su abuelo, Lorac. Los pilares de la cama eran de oro y plata entretejidos para semejar enredaderas y estaban decorados con flores realizadas con gemas relucientes. Delicadas sábanas, perfumadas con espliego, cubrían el colchón relleno con plumas de cisnes. Una colcha de seda escarlata lo protegía del relente nocturno. El techo era de cristal; tendido en la cama podía recibir en audiencia a la luna y las estrellas que acudían a rendirle homenaje todas las noches.

El joven soltó una risita queda, de puro deleite. Pensó que debería pellizcarse para despertar de ese sueño maravilloso, pero luego decidió no correr el riesgo. Si estaba soñando, no quería despertar jamás y encontrarse tiritando en alguna húmeda cueva, comiendo bayas secas y pan ácimo y bebiendo agua salobre. No quería despertar para ver guerreros elfos cayendo muertos a sus pies, traspasados por flechas de ogros. No quería despertar nunca. Que ese sueño perdurara el resto de su vida.

Sentía hambre, un hambre maravillosa de la que disfrutaba porque sabía que sería saciada. Imaginó lo que pediría de desayuno; pastelillos de miel, quizá. Pétalos de rosa azucarados. Nata rociada con nuez moscada y canela. Podía tomar cualquier cosa que quisiera y, si no le gustaba, ordenaría retirarla y pediría otra.

Extendió perezosamente la mano hacia la campanilla de plata que había sobre la mesilla ornamentada con oro y plata y llamó a sus sirvientes. Se tumbó de nuevo a esperar la avalancha de ayudantes elfos que entraría en sus aposentos; lo sacarían de la cama para bañarlo y vestirlo, peinarlo y perfumarlo, adornarlo con joyas y prepararlo para la coronación.

El rostro de Alhana Starbreeze, su madre, acudió a su mente. Le deseaba lo mejor, pero éste era su sueño, un sueño en el que ella no era arte ni parte. Había tenido éxito en lo que ella había fracasado. Restauraría lo que ella había roto.

—Majestad.

Los elfos de la Casa de la Servidumbre hicieron una profunda reverencia. Silvan respondió con una sonrisa encantadora y dejó que mulleran los almohadones y estiraran la colcha. Se sentó en la cama y aguardó lánguidamente para ver qué le traían de desayuno.

—Majestad —dijo un elfo que había sido escogido para el puesto de chambelán por el regente Glauco—. El príncipe Kiryn espera para presentaros sus respetos.

Silvanoshei se volvió del espejo en el que admiraba sus nuevas galas. Las costureras habían trabajado la víspera y durante todo ese día en una frenética actividad para hacer la túnica y la capa que el joven monarca luciría en la ceremonia.

—¡Mi primo! Por favor, hacedlo pasar sin dilación.

—Vuestra majestad nunca debe decir «por favor» —lo reprendió el chambelán con una sonrisa—. Cuando vuestra majestad desee algo, pedidlo y se hará.

—Sí, así lo haré. Gracias. —Silvan comprendió su nuevo error y se sonrojó—. Supongo que tampoco debo decir «gracias», ¿verdad?

El chambelán sacudió la cabeza y se marchó para regresar poco después acompañado por un elfo joven, varios años mayor que Silvan. La víspera sólo se habían saludado brevemente, y ésta era la primera vez que estaban juntos solos. Los dos jóvenes se observaron de hito en hito, buscando alguna señal que denotara su relación familiar y, con gran placer de ambos, la hallaron.

—¿Qué os parece todo esto, primo? —preguntó Kiryn, después de intercambiarse los cumplidos y cortesías establecidos por la etiqueta—. Disculpad, quise decir «majestad». —Hizo otra reverencia.

—Por favor, llámame «primo» —pidió afectuosamente Silvan—. Nunca había tenido un primo. Es decir, no conocía a mi primo. Es el soberano de Qualinesti, ya sabes. Al menos, así es como se refieren a él.

—Vuestro primo Gilthas, hijo de Lauralanthalasa y del semihumano Tanis. Lo conozco. Porthios hablaba de él. Decía que el Orador Gilthas tenía una salud frágil.

—No es necesario que te muestres cortés, primo. Todos sabemos que sufre una melancolía enfermiza, un trastorno de la razón. No es culpa suya, pero ahí está. ¿Es correcto que te llame «primo»?

—Quizá no en público, majestad —respondió Kiryn, sonriente—. Como habréis notado, a los silvanestis nos encantan las formalidades. Sin embargo, en privado podéis hacerlo y me sentiré muy honrado. —Hizo una breve pausa y luego se apresuró a añadir—: Me enteré de la muerte de vuestros padres y deseo manifestaros mi profundo dolor. Los admiraba mucho a los dos.

—Gracias. —Tras un intervalo decoroso, Silvan cambió de tema—. Para responder a tu anterior pregunta, he de admitir que encuentro todo esto muy impresionante. Maravilloso, pero impresionante. Hace un mes vivía en una cueva y dormía en el suelo. Ahora tengo este hermoso lecho en el que mi abuelo durmió. El regente Glauco dispuso que su cama se trajera a este dormitorio, pensando que me complacería. Y tengo estas ropas. Y todo cuanto desee de comer y de beber. Parece un sueño.

Silvan se giró para mirarse de nuevo en el espejo. Le encantaba su nueva vestimenta, su nuevo aspecto. Estaba limpio, con el cabello cepillado y perfumado, los dedos adornados con joyas. Ahora no estaba mugriento, ni agarrotado por haber dormido con una piedra por almohada. Se juró para sus adentros no volver a pasar por lo mismo jamás. Absorto, no advirtió que la expresión de Kiryn pareció tornarse seria cuando nombró al regente. El gesto grave se fue intensificando en su primo a medida que Silvan abundaba en el tema.

—Y hablando de Glauco, ¡qué hombre tan estimable! Me complace mucho tenerlo como regente. Es tan educado y condescendiente. Pide mi opinión con respecto a todo. Al principio, no me importa decírtelo, primo, me molestó un poco que el general Konnal sugiriese a los Cabezas de Casas que se nombrase a un regente para que me guíe hasta que sea mayor de edad. Conforme a los criterios qualinestis ya se me considera así. —Su expresión se endureció.

»Y estoy decidido a no convertirme en un rey marioneta como mi pobre primo Gilthas. No obstante, el regente Glauco me dio a entender que no será el gobernante, sino la persona que allanará el camino para que mis deseos y órdenes se lleven a cabo.

Kiryn guardó silencio, no respondió ni hizo comentario alguno. Miró en derredor como si quisiera tomar una decisión sobre algo. Luego adelantó otro paso hacia Silvan y dijo en voz baja:

—¿Puedo sugerir a vuestra majestad que despida a los sirvientes?

Silvanoshei miró a su primo con sorpresa y preocupación, asaltado por un repentino recelo. Glauco le había contado que Kiryn tenía los ojos puestos en el trono. ¿Y si era una maniobra para sorprenderlo solo e indefenso...?

Observó a Kiryn, cuya constitución era esbelta y delicada y tenía las manos finas y suaves de un estudioso. Comparó a su primo consigo mismo, que tenía el cuerpo musculoso, endurecido por los rigores de la vida que había llevado. Además, Kiryn no iba armado; difícilmente podía representar una amenaza para él.

—De acuerdo —accedió y despidió a los criados, que se hallaban ocupados en ordenar la habitación y preparar las ropas que llevaría en el baile que se daría en su honor aquella noche.

—Bueno, primo, estamos solos. ¿Qué es lo que quieres decirme? —Tanto su voz como su actitud eran frías.

—Majestad. Primo —comenzó seriamente Kiryn en tono bajo a pesar de que no había nadie con ellos en la amplia estancia—. Vine aquí hoy con un propósito, y es advertiros contra Glauco.

—Ah —dijo Silvan con aire enterado—. Entiendo.

—No parecéis sorprendido, majestad.

—No lo estoy, primo. Decepcionado, sí, lo confieso, pero no sorprendido. El propio Glauco me previno de que podrías estar celoso de los dos, de él y de mí. Me contó, haciendo gala de gran franqueza, que parecía que no te caía bien. Y ese sentimiento no es mutuo. Glauco habla de ti con la mayor consideración y estima, y lo entristece profundamente que los dos no podáis ser amigos.

—Me temo que me es imposible devolver el cumplido —repuso Kiryn—. Ese hombre no merece ser regente, majestad. No pertenece a la Casa Real. Es, o más bien dicho, era un hechicero que servía en la Torre de Shalost. Sé que mi tío Konnal lo propuso para el puesto, pero... —Calló, como si le costara trabajo continuar—. Os diré algo que jamás he dicho a nadie, majestad. Creo que el tal Glauco ejerce algún tipo de dominio sobre mi tío.