El padre de Silvanoshei era Porthios, en otros tiempos orgulloso cabecilla de los qualinestis y ahora desterrado por los que fueran sus súbditos y designado con el término «elfo oscuro», alguien condenado a vivir fuera de la luz de la sociedad elfa. La madre del joven elfo era Alhana Starbreeze, líder exiliada de la nación silvanesti, que también la había desterrado pocos años después de su matrimonio con Porthios. Con su matrimonio habían intentado unir por fin a los dos reinos elfos, construir una única nación élfica que probablemente habría sido lo bastante poderosa para combatir a los malditos dragones y conservar su libertad.
Sin embargo, su matrimonio sólo había ahondado más el odio y la desconfianza. Beryl gobernaba ahora Qualinesti, que era una tierra ocupada y sometida al yugo de los Caballeros de Neraka. Silvanesti se había convertido en un reino aislado, con sus habitantes agazapados bajo su escudo como niños escondidos debajo de la manta, esperando que los protegiera de los monstruos que merodean en la oscuridad.
Silvanoshei era el único hijo de Porthios y Alhana.
—Silvan nació el año de la Guerra de Caos —solía decir Alhana—. Su padre y yo éramos fugitivos, un blanco para cualquier asesino elfo que quisiera congraciarse con los dirigentes qualinestis o silvanestis. Nació el día que enterraron a dos de los hijos de Caramon Majere. Caos fue la niñera de Silvan, y la muerte, su partera.
Silvan había crecido en un campamento armado. El matrimonio de Alhana con Porthios había sido una unión política que, con el tiempo, se había convertido en una relación de amor, amistad y respeto mutuo. Juntos, ella y su esposo habían sostenido una batalla incesante e ingrata, primero contra los caballeros negros, que en la actualidad eran los grandes señores de Qualinesti, y después contra la terrible dominación de Beryl, el dragón que había reclamado para sí aquellas tierras a cambio de respetar la vida de sus habitantes.
Cuando Alhana y Porthios supieron la noticia de que los silvanestis se las habían ingeniado para levantar un escudo mágico sobre su reino, un escudo que los protegería de los desmanes de los dragones, ambos vieron aquello como una posible salvación para su pueblo. Alhana había viajado hacia el sur con sus fuerzas, dejando a Porthios combatiendo en Qualinesti.
Envió un emisario a los silvanestis, pidiéndoles permiso para atravesar el escudo. Al emisario ni siquiera se le permitió entrar. La princesa elfa atacó el escudo con armas y magia, probando con todo cuanto había a su alcance para romperlo, pero sin éxito. Cuanto más estudiaba el escudo más le horrorizaba que su gente fuera capaz de vivir bajo él.
Todo aquello que lo tocase, perecía. En los bosques próximos al perímetro del escudo había montones de árboles muertos y moribundos. Las praderas próximas a él estaban grises y yermas. Las flores se marchitaban, morían y se descomponían en un fino polvillo gris que cubría a los muertos como un sudario. En una carta, Alhana le decía a su esposo:
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«El escudo mágico es responsable de esto. No protege las tierras. ¡Las está matando!».
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Porthios manifestaba en su respuesta:
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«A los silvanestis no les importa. Están sumidos en el miedo: miedo a los ogros, a los humanos, a los dragones, a terrores a los que ni siquiera pueden poner nombre. El escudo es sólo una manifestación externa de su temor. No es de extrañar que todo cuanto entra en contacto con él se marchite y muera».
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Aquéllas habían sido las últimas noticias que había tenido de él. Alhana había mantenido contacto con su esposo durante años a través de los mensajes que traían y llevaban los rápidos e incansables corredores elfos. Supo de los esfuerzos crecientemente inútiles de Porthios para derrotar a Beryl. Y llegó un momento en que el correo de su marido no regresó. La princesa había enviado a otro mensajero, que también desapareció. Desde entonces habían pasado meses y seguía sin tener noticias de Porthios. Por último, ante la imposibilidad de que menguaran más sus ya reducidas tropas, Alhana dejó de enviar corredores.
La tormenta había sorprendido a la princesa y a su ejército en los bosques cercanos a la frontera de Silvanesti, tras otro vano intento de penetrar el escudo. Alhana se refugió de la tronada en un antiquísimo túmulo funerario que se alzaba en las cercanías. Había descubierto la cripta hacía tiempo, cuando inició su lucha por arrebatar el control de su país de las manos de aquellos que parecían dispuestos a conducir a su pueblo al desastre.
En otras circunstancias, los elfos no habrían perturbado el descanso de los muertos, pero eran perseguidos por ogros, sus enemigos ancestrales, y buscaban desesperadamente una posición defendible. Con todo, Alhana entró en la cripta ofreciendo plegarias propiciatorias y suplicando a los espíritus de los muertos su comprensión.
Los elfos encontraron la cripta vacía; no había cadáveres momificados ni huesos ni señales de que se hubiese enterrado a nadie allí jamás. Los elfos que acompañaban a Alhana interpretaron aquello como una señal de que su causa era justa. La princesa no se lo discutió, aunque le pareció una amarga ironía que ella, la verdadera y legítima reina de los silvanestis, se viera obligada a refugiarse en un agujero en el suelo que incluso los muertos habían abandonado.
La cripta era actualmente el cuartel general de Alhana. Su guardia personal se había instalado dentro, con ella, mientras el resto del ejército acampaba en el bosque aledaño. Un perímetro de corredores se mantenía alerta ante la posible aparición de los ogros, de los que se sabía que merodeaban por la zona arrasando y saqueando. Los centinelas, escasamente armados y sin corazas, no entrarían en liza contra ellos si los localizaban, sino que regresarían corriendo a las líneas de piquete para alertar al ejército de la presencia del enemigo.
Los elfos de la Casa de Arboricultura Estética habían trabajado largo y tendido para levantar mágicamente una barricada de matorrales espinosos en torno al túmulo funerario. Dichos espinos poseían terribles púas que podían traspasar incluso el duro pellejo de un ogro. Dentro de la barricada, los soldados del ejército elfo se refugiaron como buenamente pudieron cuando llegó la torrencial tormenta. Las tiendas se vinieron abajo casi de inmediato, obligando a los elfos a resguardarse junto a peñascos o dentro de zanjas, evitando siempre los árboles altos, que eran el blanco de los mortíferos rayos.
Calados hasta los huesos, helados y sobrecogidos ante la furia desatada de los elementos, ante una tormenta como jamás habían conocido a pesar de la longevidad de su raza, los soldados vieron a Silvanoshei retozando como un lunático bajo el turbión y sacudieron las cabezas.
Era el hijo de su amada reina; no pronunciarían una sola palabra en contra de él y lo defenderían con sus vidas, pues era la esperanza de la nación élfica. Se había ganado el afecto de los soldados, aunque no lo admiraran ni lo respetaran. Silvanoshei era apuesto y agradable, encantador por naturaleza, el amigo del alma por excelencia, con una voz tan dulce y melodiosa que convencía a las aves canoras de que abandonasen los árboles para volar hasta su mano.
En eso Silvanoshei no se parecía a sus progenitores. No poseía la personalidad seria, adusta y resuelta de su padre, y algunos podrían haber insinuado que no era su hijo si su parecido con Porthios no hubiera sido tan extraordinario que no dejaba lugar a dudas sobre su parentesco. Silvanoshei, o Silvan como a su madre le gustaba llamarlo, tampoco había heredado el aire regio de Alhana Starbreeze. Tenía algo de su orgullo, pero muy poco de su compasión. Le preocupaba su pueblo, pero carecía del amor y la lealtad imperecederos que ella profesaba a sus súbditos. Consideraba la lucha de su madre por penetrar el escudo una pérdida de tiempo inútil, y no podía entender que desperdiciara tanta energía para regresar junto a unas gentes que obviamente no la querían.