Konnal no dijo nada, sabedor de que el otro no había acabado.
—Hace tiempo que sospecho que el escudo ha estado reaccionando de acuerdo a mis deseos no expresados —continuó el hechicero—. Deseos que ni siquiera yo sabía que estaba formulando. Llevo mucho esperando que un rey se siente en el trono, y el escudo conocía ese inconsciente deseo mío. En consecuencia, cuando Silvanoshei se acercó a él por casualidad, el escudo lo abrazó.
El general quería creerle, pero seguía albergando dudas. «¿Por qué no ha dicho Glauco nada de esto hasta ahora? —se preguntó—. ¿Por qué sus ojos rehuyen los míos cuando habla de ello? Sabe algo. No me lo ha contado todo.»
Konnal se volvió hacia el hechicero.
—¿Puedes asegurarme que nadie más traspasará el escudo? —inquirió.
—Eso tenedlo por seguro, mi querido general —respondió Glauco—. Empeño en ello la vida.
19
El mendigo ciego
Las tropas de Mina partieron de Sanction con excelente ánimo, entonando canciones a voz en grito para marcar el paso de la marcha y charlando sobre las osadas hazañas que realizarían en Silvanesti en nombre de su idolatrada comandante. Cada vez que Mina aparecía montada en su caballo rojo, los soldados la aclamaban con entusiasmo y a menudo rompían filas (afrontando la ira de sus oficiales) para agruparse alrededor y tocarla a fin de que les diese suerte.
Galdar no viajaba con ellos. Se había marchado varios días antes hacia Khur, llevando las órdenes de Mina al general Dogah, y en ausencia del minotauro era el capitán Samuval quien estaba al mando. Su tarea no presentaba dificultades hasta el momento; el sol brillaba y los días de verano eran cálidos. La marcha en esta etapa era segura y fácil ya que los caballeros se encontraban sólo a unos cuantos días de Sanction y seguían en territorio amigo. Pronto entrarían en la tierra de los ogros, antaño aliados y en la actualidad enemigos. Ni siquiera la posibilidad de tener que luchar contra aquellos monstruos salvajes empañaba los ánimos de las tropas. Mina iluminaba las sombras cual un sol frío y pálido.
Samuval, combatiente veterano, sabía que cuando el tiempo empeorase y apareciera la lluvia, cuando la calzada se estrechara, el viento aullara y el enemigo les pisara los talones, los soldados empezarían a albergar dudas sobre esta aventura. Comenzarían a refunfuñar y a quejarse, y unos pocos tal vez originarían problemas. Pero, por el momento, su tarea era fácil. Marchaba al lado de Mina, para envidia de toda la columna. Estaba junto a ella cuando la joven pasaba revista a las tropas conforme pasaban las filas. Se hallaba en su tienda todas las noches para estudiar el mapa y planear la ruta del día siguiente. Dormía cerca de su tienda, arropado en la capa, con la mano en la empuñadura de la espada, presto para correr a defenderla si necesitaba de su ayuda.
Sin embargo, no temía que ninguno de los hombres intentara hacer daño a la mujer. Una noche, tendido sobre su capa, se planteó aquello mientras contemplaba las estrellas que brillaban en el cielo despejado. Mina era una mujer joven, muy atractiva. Él era un hombre al que le encantaban las mujeres, cualquier tipo de mujeres. Había perdido la cuenta de todas las que habían yacido con él. Por lo general, ver a una doncella, casi una adolescente, tan bonita como Mina habría hecho que le hirviera la sangre y que la pasión atenazara dolorosamente sus entrañas, pero no sentía la punzada del deseo en presencia de Mina y, por lo que había oído en las conversaciones sostenidas alrededor de las hogueras de campamento, sabía que los otros hombres sentían lo mismo que él. La amaban, la adoraban, les inspiraba respeto y temor reverencial, pero no la deseaban, y el capitán no sabía de nadie que experimentase ese tipo de atracción hacia ella.
A la mañana siguiente emprendieron la marcha al igual que los días anteriores. Samuval calculaba que si a Galdar todo le iba bien en Khur, los alcanzaría al cabo de un par de jornadas. Con anterioridad, al capitán nunca le habían gustado los minotauros, pero lo cierto era que estaba deseando ver de nuevo a Galdar.
—¡Señor! ¡Detened a los hombres! —gritó un explorador.
Samuval hizo que la columna se parara y se adelantó al encuentro del explorador.
—¿Qué ocurre? —demandó—. ¿Ogros?
—No, señor. —El soldado saludó—. Hay un mendigo ciego en el camino, un poco más adelante.
—¿Has hecho que detenga la marcha por un condenado mendigo? —instó, iracundo.
—Bueno, señor —vaciló el explorador, turbado—, está obstruyendo el paso.
—¡Pues apártalo de un empujón! —espetó Samuval, fuera de sí.
—Hay algo extraño en él, señor. —El explorador parecía inquieto—. No es un mendigo corriente. Creo que deberíais venir a hablar con él, señor. Dice que... Dice que está esperando a Mina —concluyó el soldado con los ojos muy abiertos.
Samuval se frotó la barbilla. No le extrañaba que se conociera a Mina fuera de las fronteras, pero sí le sorprendía mucho y no le hacía gracia que la noticia sobre la marcha y la ruta que seguían se les hubiese adelantado.
—Yo me encargaré de esto —dijo y se dispuso a seguir al explorador. Planeaba interrogar al mendigo para descubrir qué más sabía y cómo lo sabía. Con suerte, podría encargarse del tipo antes de que Mina se enterase de nada.
Había dado tres pasos cuando oyó la voz de la mujer a su espalda.
—Capitán Samuval —llamó mientras se acercaba montada en Fuego Fatuo—. ¿Qué problema hay? ¿Por qué nos hemos detenido?
Samuval iba a contestar que la calzada se hallaba obstruida por un peñasco pero, antes de que tuviese tiempo de abrir la boca, el explorador había soltado la verdad y en voz lo bastante alta para que se enterara toda la columna:
—¡Mina! Hay un mendigo ciego un poco más adelante. Dice que te está esperando.
El capitán vio que los hombres asentían complacidos pues les parecía natural que Mina despertara tanta atención. ¡Necios! ¡Cualquiera diría que iban desfilando por las calles de Jelek!
Se imaginó toda la calzada jalonada con los enfermos infecciosos de todos los puebluchos por los que pasaba su ruta, suplicando a Mina que los curase.
—Capitán, tráeme a ese hombre —ordenó la mujer.
Samuval se acercó al caballo y se detuvo junto al estribo.
—Escúchame un momento, Mina —argüyó—, sé que tu intención es buena, pero si te paras para curar a cada tullido y enfermo que encontremos desde aquí hasta Silvanost, llegaremos al reino elfo a tiempo de celebrar Yule con ellos. Eso, si es que llegamos. Cada instante que perdemos es un tiempo que los ogros tienen para reunir a sus fuerzas y salimos al paso.
—El hombre ha preguntado por mí. Lo veré —insistió la mujer, que bajó del caballo—. Hemos marchado bastante tiempo y a los hombres no les vendrá mal un descanso. ¿Dónde está el mendigo, Rolof?
—A corta distancia —señaló el explorador—. Menos de un kilómetro más adelante, en lo alto de la colina.
—Samuval, ven conmigo —dijo Mina—. Los demás esperad aquí.
El capitán avistó al hombre antes de llegar a donde se encontraba. La calzada que seguían subía y bajaba pequeños montículos y, como había informado el explorador, el mendigo esperaba en lo alto de uno de ellos. Estaba sentado, con la espalda apoyada en un peñasco y un grueso y largo bastón en la mano. Al oírlos acercarse se puso de pie y se giró lentamente en su dirección.
Era más joven de lo que había imaginado el capitán. Su cabello largo brillaba con un matiz plateado bajo el sol matinal y le llegaba a los hombros. Su rostro era terso y juvenil. En otros tiempos debía de haber sido apuesto. Vestía una túnica de color gris perla, algo ajada y con el repulgo deshilachado, pero limpia. Todos esos detalles los advirtió Samuval después; de entrada, sólo fue capaz de contemplar la horrible cicatriz que desfiguraba el rostro del hombre. Parecía la marca de una quemadura.