Tasslehoff se acomodó al lado de Gerard y, como las manos de un kender nunca pueden estar inactivas, dio la vuelta a todos los bolsillos que había convencido a Laurana para que le cosiera en la nueva camisa. La prenda era un derroche de colores y a Gerard le dolían los ojos sólo con verla. A la tenue luz de la media luna y de incontables estrellas, Tas repasó todas las cosas interesantes que había ido reuniendo en casa de Laurana.
Desde luego, para Gerard sería una gran satisfacción dejar al mago y al kender en Solace y no tener que tratar más con ninguno de los dos.
En lo alto, el cielo empezaba a clarear gradualmente, haciendo que las estrellas se desdibujaran y la luna palideciera, pero el elfo no regresaba.
El gobernador Medan y su escolta llegaron al punto de encuentro establecido por el elfo media hora antes del amanecer. Él y los dos caballeros que lo acompañaban frenaron sus caballos. Medan no desmontó; se sabía que elfos rebeldes habitaban en esa parte del bosque. Escudriñó atentamente las sombras y la neblina arremolinada, y pensó que aquél sería un lugar excelente para una emboscada.
—Subcomandante —llamó Medan—. Ve a ver si encuentras a nuestro traidor. Dijo que estaría esperando junto a aquellas tres rocas blancas que hay allí.
El oficial desmontó; con la mano en la empuñadura de la espada, que llevaba desenvainada a medias, avanzó lentamente y haciendo el menor ruido posible. Sólo llevaba el peto y ninguna otra pieza metálica de armadura.
El caballo del gobernador se mostraba inquieto. El animal resopló y levantó las orejas. Medan le palmeó el cuello.
—¿Qué pasa, chico? —inquirió en voz queda—. ¿Qué hay ahí fuera?
El subcomandante desapareció en las sombras para reaparecer como una oscura silueta recortada contra los tres grandes peñascos blancos. Medan alcanzó a oír el áspero susurro del hombre; no oyó respuesta alguna pero dedujo que tuvo que haberla, ya que el oficial asintió y regresó para informar.
—El traidor dice que los tres se encuentran cerca de aquí, próximos a un claro donde deben reunirse con los grifos. Nos conducirá hasta allí, pero hemos de ir a pie, según él, porque los caballos hacen demasiado ruido.
El gobernador desmontó, soltó las riendas y pronunció una única palabra de mando. El caballo no se movería de donde estaba hasta que le ordenara lo contrario. El otro caballero también desmontó y cogió de la silla un arco corto y una aljaba con flechas.
Medan y sus escoltas se deslizaron sigilosamente por el bosque.
—A esto me veo reducido —rezongó Medan entre dientes mientras apartaba ramas de árboles y pisaba con cuidado entre la maleza. Apenas distinguía al hombre que iba delante; sólo los tres peñascos blancos resaltaban claramente en la oscuridad, e incluso ellos quedaban envueltos a veces en la borrosa neblina—. Caminando a hurtadillas por el bosque de noche, como un maldito ladrón. Dependiendo de la palabra de un elfo para el que no tenía la menor importancia traicionar a su señora por un puñado de monedas de acero. ¿Y todo para qué? ¡Para emboscar a un condenado hechicero!
—¿Decíais algo, señor? —susurró el subcomandante.
—Sí. Decía que preferiría encontrarme en el campo de batalla, con una lanza atravesándome el corazón, que estar aquí en este momento. ¿Y tú, subcomandante?
—¿Señor? —El oficial lo miró de hito en hito, sin tener la menor idea de a qué se refería su superior.
—Bah, olvídalo —gruñó Medan—. Sigue caminando —ordenó, haciendo un gesto con la mano.
El elfo traidor apareció, su rostro como un pálido reflejo en la oscuridad. Levantó una mano e indicó por señas a Medan que se reuniera con él. El gobernador se adelantó y miró severamente al elfo.
—¿Y bien? ¿Dónde están? —instó, sin utilizar el nombre del elfo. A su modo de ver, no se lo merecía.
—Allí —señaló el traidor—. Debajo de aquel árbol. No podéis verlo desde aquí, pero hay un claro cien pasos más allá. Planean reunirse con los grifos en él.
El cielo mostraba el tono grisáceo que precede al amanecer. Medan no alcanzó a ver nada al principio, pero después la niebla se apartó en remolinos y dejó al descubierto tres figuras oscuras. Una de ellas parecía llevar armadura, pues aunque el gobernador no la veía con claridad sí oía el ruido metálico.
—Señor —dijo el traidor, que parecía nervioso—. ¿Necesitáis algo más de mí? Si no, debería marcharme. Podría notarse mi ausencia.
—Vete, no faltaba más.
El elfo se escabulló en las sombras del bosque.
El gobernador Medan indicó por señas al caballero que tenía el arco que se acercara.
—Recuerda que el dragón los quiere vivos —advirtió—. Apunta alto, para lesionar. Y dispara cuando yo dé la orden, no antes.
El caballero asintió y ocupó su puesto entre los arbustos. Encajó una flecha en la cuerda del arco y miró al gobernador.
Medan observó y esperó.
Gerard oyó un ruido, como el aleteo de inmensas alas. Nunca había visto un grifo, pero aquello sonaba como él suponía que haría uno de esos animales. Se incorporó de un brinco.
—¿Qué ocurre? —Palin levantó la cabeza, sobresaltado por el brusco movimiento del caballero.
—Creo que he oído a los grifos, señor —contestó Gerard.
Palin se retiró un poco la capucha para oír mejor y miró hacia el claro. Todavía no se veía al grifo, ya que la bestia aún estaba entre las copas de los árboles, pero el viento causado por sus alas empezaba a arremolinar hojas secas y a levantar polvo.
—¿Dónde? ¿Dónde? —gritó Tasslehoff mientras se apresuraba a recoger todas sus valiosas pertenencias y las guardaba en cualquier hueco que encontraba en la camisa.
El grifo apareció, ahora con las enormes alas inmóviles, flotando en las corrientes de aire para hacer un suave aterrizaje. Gerard olvidó su irritación con el mago y su enojo con el kender, maravillado ante la presencia de la extraña bestia. Los elfos montaban grifos como los humanos montaban caballos, pero pocos humanos volaban en esas criaturas. Los grifos siempre habían sentido desconfianza hacia los humanos, que los cazaban y mataban.
Gerard había intentado no pensar mucho en el hecho de que muy pronto confiaría su vida a una bestia que no tenía motivos para apreciarlo, pero ahora no le quedó más remedio que enfrentarse a la idea de cabalgar a lomos de uno de esos animales, y no para viajar por una calzada sino por el aire. A mucha, mucha altura, de modo que cualquier percance haría que se precipitara a una muerte segura.
El caballero se armó de valor, decidido a afrontar aquello como haría con cualquier otra maldita tarea. Reparó en la orgullosa cabeza de águila, con sus blancas plumas, los relucientes ojos negros y el curvado pico que podía, o eso había oído decir, partir el espinazo a un hombre o arrancarle la cabeza. Las patas delanteras semejaban las de un águila, con afiladas garras, mientras que el cuerpo y los cuartos traseros recordaban los de un león y estaban cubiertos por un suave pelaje marrón. Las alas eran grandes, blancas como la nieve por el lado inferior y marrones por el superior. El grifo superaba la altura de Gerard en unos tres palmos.
—Sólo hay uno —informó el caballero con impasibilidad, como si aquel tipo de encuentro fuera un acontecimiento diario para él—. Al menos de momento. Y no hay señales del elfo.
—Qué extraño —comentó Palin mientras miraba a su alrededor—. Me pregunto dónde habrá ido. Él no suele proceder así.
El grifo agitó las alas y giró la cabeza en busca de sus jinetes. El fuerte aleteo levantaba la niebla en remolinos y sacudía las ramas de los árboles. Los compañeros esperaron unos instantes más, pero no apareció ningún otro grifo.
—Por lo visto sólo venía uno, señor —dijo Gerard, intentando que su tono no revelara el alivio que sentía—. No os preocupéis por mí. Me arreglaré para salir de Qualinesti. Tengo mi caballo...