—Tonterías —lo interrumpió el mago, a quien lo contrariaba cualquier cambio en los planes—. El grifo puede transportarnos a los tres. El kender no cuenta.
—¡Pues claro que cuento! —protestó, ofendido, Tasslehoff.
—Señor, de verdad que no me importa —empezó Gerard.
En ese momento, una flecha se clavó en el tronco del árbol que había detrás de él, y una segunda pasó silbando sobre su cabeza. El caballero se zambulló al suelo, arrastrando consigo al kender.
—¡Señor, poneos a cubierto! —gritó a Palin.
—Son elfos rebeldes —manifestó Palin mientras escudriñaba las sombras—. Han visto tu armadura. ¡Somos amigos! —gritó en elfo al tiempo que alzaba la mano.
Una flecha atravesó la manga de su túnica y el mago contempló el agujero con furiosa estupefacción. Gerard se incorporó de un salto, agarró al hechicero y tiró de él para resguardarse detrás de un gran roble.
—¡No son elfos, señor! —dijo, y señaló con aire sombrío una de las flechas. Tenía la punta de acero y el penacho era de plumas negras—. Son Caballeros de Neraka.
—Lo mismo que tú —adujo Palin, mirando el peto adornado con la calavera y el lirio de la muerte—. Al menos en lo que a ellos respecta.
—Oh, saben que no lo soy —repuso Gerard, sombrío—. Recordad que el elfo no ha regresado. Creo que hemos sido traicionados.
—No es posible... —empezó Palin.
—¡Los veo! —gritó Tas al tiempo que señalaba—. Entre aquellos arbustos. Hay tres, y llevan armaduras negras.
—Tienes una vista muy aguda, kender —admitió Gerard, que era incapaz de distinguir nada en las sombras y la neblina matinal.
—No podemos quedarnos aquí. ¡Hemos de llegar corriendo hasta el grifo! —manifestó Palin, que hizo intención de incorporarse.
—Esos arqueros rara vez erran el tiro, señor. ¡No llegaríais vivo! —advirtió Gerard, impidiendo que se moviera.
—Cierto, no fallan —replicó el mago—. Y, sin embargo, han disparado tres flechas y seguimos con vida. ¡Si nos han traicionado, saben que tenemos el artefacto mágico! Eso es lo que quieren. Se proponen capturarnos vivos para interrogarnos. —Apretó con fuerza el brazo de Gerard, y sus dedos deformados hincaron dolorosamente la cota de malla en la carne del caballero—. No se lo entregaré. ¡No me cogerán vivo! ¡Otra vez no! ¿Me has oído? Jamás!
Otras dos flechas se clavaron en el tronco obligando al kender, que había alzado la cabeza para mirar, a agacharse rápidamente.
—¡Caray! —exclamó mientras tanteaba su copete con inquietud—. ¡Qué cerca estuvo! ¿Sigo teniendo mi pelo?
Gerard miró a Palin; el rostro del mago estaba pálido y sus labios prietos, formando una fina línea. El caballero recordó el comentario de Laurana sobre que sólo quien había pasado por la terrible experiencia de la cautividad comprendía lo que se sentía.
—Idos, señor. Vos y el kender.
—No seas necio. Nos marchamos juntos. Me quieren vivo a mí porque les soy útil, pero a vosotros no os necesitan. Seréis torturados y asesinados.
Detrás de ellos el áspero grito del grifo resonó alto, estridente e impaciente.
—El necio no soy yo, señor, sino vos si no me hacéis caso —repuso el caballero mirando a Palin a los ojos—. Puedo distraerlos y puedo defenderme bien, al contrario que vos. A menos, claro, que tengáis algún conjuro en las puntas de los dedos.
El semblante pálido y crispado del mago fue respuesta suficiente.
—Entonces, estamos de acuerdo —continuó Gerard—. ¡Coged al kender y vuestro preciado ingenio mágico y marchaos de aquí!
Palin vaciló un momento, con la mirada fija en la dirección donde se hallaba el enemigo. Su rostro estaba rígido, como el de un cadáver. Lentamente retiró la mano del brazo de Gerard.
—En esto me he convertido —murmuró—. En un inútil. Un desgraciado que se ve forzado a huir en lugar de plantar cara a mis enemigos...
—Señor, si vais a marcharos, hacedlo ya —apremió el caballero al tiempo que desenvainaba la espada—. Manteneos agachados y usad los árboles como cobertura. ¡Deprisa!
Se incorporó y, blandiendo la espada, cargó sin vacilar contra los caballeros agazapados entre la maleza al tiempo que lanzaba su grito de batalla para atraer sobre sí la atención.
Palin se puso de pie y, manteniéndose agachado, agarró a Tasslehoff por el cuello de la camisa y lo levantó de un tirón.
—Tú vienes conmigo —ordenó.
—¿Y qué pasa con Gerard? —instó el kender, resistiéndose.
—Ya lo oíste —contestó el mago, y arrastró a Tas a la fuerza—. Puede cuidar de sí mismo. Además, los caballeros no deben apoderarse del ingenio.
—¡Pero si no pueden quitármelo! —protestó Tas mientras tiraba de la camisa para soltarse de Palin—. ¡Siempre regresa a mí!
—No lo hará si estás muerto —replicó secamente Palin, como si mordiese las palabras.
Tasslehoff se frenó de repente y giró sobre sus talones. Tenía los ojos desorbitados.
—¿Ve... ves un dragón en alguna parte? —balbuceó, muy nervioso.
—¡Deja de remolonear! —Palin asió al kender por el brazo esta vez y, valiéndose de la fuerza otorgada por la descarga de adrenalina, arrastró a Tasslehoff a través de los árboles en dirección al grifo.
—No remoloneo. Me siento mal, con náuseas —manifestó Tas—. Creo que la maldición me está haciendo efecto otra vez.
Palin no hizo caso a los gimoteos del kender. Oía a Gerard lanzar gritos de desafío a sus enemigos. Otra flecha le pasó cerca, silbando, pero cayó a un metro de distancia. Su oscura túnica se confundía con las sombras del bosque, y él representaba una diana en movimiento que se desplazaba entre la niebla y la penumbra, manteniéndose agachado como Gerard le había recomendado, poniendo los troncos de los árboles entre él y el enemigo siempre que era posible.
Detrás se oyó el entrechocar de acero contra acero. Las flechas dejaron de surcar el aire. Gerard combatía contra los caballeros. Solo.
Palin siguió corriendo, arrastrando consigo al kender, que no cesaba en sus protestas. El mago no se sentía orgulloso de sí mismo. Su miedo y su vergüenza lo herían, le dolían más que si una flecha lo hubiese alcanzado. Echó una ojeada atrás, pero no distinguió nada a causa de las sombras y la niebla.
Se encontraban cerca del grifo. De la huida. Aflojó la velocidad de la carrera, vaciló, se giró a medias...
Una negrura se apoderó de él, y de nuevo se encontró en la celda del campamento de los Túnicas Grises, en la frontera de Qualinesti. Estaba acuclillado en el fondo de un agujero estrecho y profundo que se había excavado en el suelo. Las paredes del agujero eran lisas, resbaladizas, y no podía trepar por ellas. En la boca del pozo había una rejilla por la que entraba el aire, junto con la lluvia, que caía monótonamente y llenaba de agua el fondo del agujero.
Estaba solo, forzado a vivir con sus propias inmundicias. Nadie le hablaba. No había guardias; eran innecesarios. Estaba atrapado y ellos lo sabían. Ni siquiera oyó el sonido de una voz humana durante días interminables, y casi llegó a agradecer aquellos ratos en los que sus aprehensores dejaban caer una escala al agujero y lo hacían salir para «interrogarlo». Casi.
De nuevo sintió el dolor desgarrador. La rotura de los dedos, uno a uno; las uñas arrancadas. La espalda flagelada con látigos que le cortaban la carne hasta el hueso.
Un estremecimiento lo sacudió. Se mordió la lengua y notó el sabor a sangre y a bilis que le habían subido desde el atenazado estómago. El sudor le resbaló por la cara.
—¡Lo siento, Gerard! —jadeó—. ¡Lo siento!
Asió a Tas por el pescuezo, lo levantó y lo echó sobre el lomo del grifo.
—¡Agárrate fuerte! —ordenó al kender.
—Creo que voy a vomitar —gritó Tas, que se retorcía para soltarse—. ¡Esperemos a Gerard!
Pero Palin no tenía tiempo para aguantar artimañas de kender.