—¿Señor? ¿Vuestras órdenes? —repitió el subcomandante.
El solámnico se acercaba. El hechicero y el kender estaban fuera del alcance de las flechas, perdidos entre los árboles y la niebla.
—Señor, ¿los perseguimos? —preguntó su oficial.
—No. —Medan vio una expresión de sorpresa cruzar fugaz el rostro del subcomandante.
—Pero, nuestras órdenes... —empezó el hombre.
—Conozco nuestras órdenes —barbotó el gobernador—. ¿Quieres ser recordado en una canción como el caballero que mató a un kender y a un viejo y tullido mago, o como un caballero que sostuvo un combate con un igual?
Obviamente, el oficial no quería que se lo recordara en ninguna canción.
—Pero, las órdenes... —insistió.
¡Maldito estúpido cabeza dura! Medan le asestó una mirada furibunda.
—Tienes tus órdenes, subcomandante. No me hagas que las repita.
El bosque se oscureció de nuevo. El sol había salido sólo para que unas nubes tormentosas ocultaran su luz y su calor. El trueno retumbó a lo lejos y unas cuantas gotas de lluvia se desprendieron. El kender y el mago habían desaparecido; se encontraban a lomos del grifo y alejándose de Qualinesti. Alejándose de Laurana. Ahora, con suerte, podría protegerla de cualquier sospecha de relación con el mago.
—Sal al encuentro de un caballero —dijo con un ademán—. Te reta a un combate, así que lucha con él.
El subcomandante se incorporó, espada en mano. El arquero soltó el arco y empuñó una daga, dispuesto a apuñalar por detrás mientras el oficial atacaba por el frente.
—En combate singular —añadió Medan al tiempo que agarraba al arquero—. Enfrentaos a él de uno en uno, subcomandante.
—¿Señor? —El hombre no daba crédito a sus oídos y se volvió para ver si el gobernador bromeaba.
¿Qué había sido el oficial antes de convertirse en caballero? ¿Mercenario? ¿Ladrón? ¿Matón? Bien, pues ese día recibiría una lección de honor.
—Ya me has oído —contestó Medan.
El subcomandante intercambió una mirada sombría con su compañero y después avanzó sin entusiasmo al encuentro del solámnico lanzado a la carga. Medan se puso de pie, cruzó los brazos sobre el pecho y se recostó en uno de los peñascos blancos para presenciar la liza.
El oficial era un hombre de constitución robusta, con un cuello de toro, hombros anchos y brazos musculosos. Estaba acostumbrado a depender de su fuerza y su marrullería en la batalla, propinando tajos y arremetidas a su oponente hasta que un golpe de suerte o la pura fuerza bruta acabara con el enemigo.
El hombre cargó frontalmente, como un enfurecido bisonte, blandiendo la espada con mortífera fuerza. El solámnico paró el golpe y las dos cuchillas chocaron tan brutalmente que saltaron chispas de ellas. El subcomandante continuó presionando, con las espadas trabadas, intentando derribar a su adversario. El solámnico no podía competir con semejante derroche de fuerza; lo comprendió y cambió de táctica. Retrocedió dando un traspié, dejando su cuerpo al descubierto, tentadoramente.
El subcomandante se tragó el anzuelo. Saltó hacia adelante a la par que descargaba un golpe, con la idea de acabar rápidamente con el otro hombre. Consiguió herir al caballero en el brazo izquierdo; el acero cortó el coselete y abrió un gran tajo por el que manó la sangre.
El solámnico ni siquiera pestañeó. Aguantó firme, esperando su oportunidad, y hundió fríamente la espada en el vientre de su adversario.
El caballero negro dejó caer su arma y se dobló en dos mientras que emitía un horrendo grito borboteante e intentaba sujetarse los intestinos. El solámnico sacó la espada de un tirón. La sangre manó a borbotones por la boca del hombre, que cayó de bruces al suelo.
Antes de que Medan pudiese detenerlo, el arquero había alzado el arco y disparó una flecha al solámnico. El proyectil se hundió profundamente en el muslo del caballero, que soltó un grito de dolor y trastabilló, perdido el equilibrio.
—¡Cobarde bastardo! —imprecó Medan. Le arrebató el arco a su hombre y lo estampó contra la roca, rompiéndolo.
Entonces el arquero desenvainó la espada y corrió hacia el solámnico herido. Medan se planteó detener la lucha, pero le interesaba ver cómo afrontaba ese nuevo desafío el solámnico. Observó con desapasionamiento, disfrutando de un combate a muerte como no había presenciado en años.
El arquero era un hombre más bajo y delgado, un luchador más cauteloso que el subcomandante. No se apresuró, sino que tanteó a su oponente con arremetidas breves de su espada corta, buscando una debilidad, esperando agotarlo. Logró tocar levemente al caballero en el rostro, por debajo de la visera alzada; la herida no era seria, pero la sangre manó sobre el ojo del solámnico y lo cegó parcialmente. Cojo y sangrando, el caballero hacía un gesto de dolor cada vez que se veía obligado a apoyar el peso en la pierna herida. La flecha seguía alojada en su muslo, ya que no había tenido tiempo de sacársela. Ahora se había lanzado a la ofensiva; debía acabar pronto ese combate o no tendría fuerzas para concluirlo.
Los relámpagos se sucedían y la lluvia cayó con más intensidad. Los hombres luchaban por encima del cadáver del subcomandante. El solámnico lanzaba estocadas y arremetidas; su espada parecía encontrarse en todas partes, cual una serpiente al ataque. Ahora era el arquero el que estaba bajo presión; apenas si era capaz de impedir que los colmillos de la serpiente se hundiesen en él.
—Buen golpe, solámnico —musitó Medan en más de una ocasión, contemplando complacido la exhibición de tal destreza, de un entrenamiento tan excelente.
El arquero resbaló en la hierba mojada y el solámnico arremetió hacia adelante, apoyándose en la pierna herida, y hundió la espada en el pecho de su adversario. El arquero cayó, y también el solámnico, sobre las rodillas, jadeante.
Medan se apartó del peñasco y salió a descubierto. El solámnico, al oírlo aproximarse, se incorporó trabajosamente al tiempo que soltaba un grito de dolor. La pierna herida le falló. Cojeando, apoyó la espalda contra el tronco de un árbol para tener estabilidad y alzó la espada. Miraba a la muerte cara a cara; sabía que no podía ganar esa última batalla, pero al menos moriría de pie, no de rodillas.
—Creía que la llama se había apagado en los corazones de los hombres de caballería, pero al parecer sigue viva en uno —dijo Medan, plantándose ante el solámnico. El gobernador puso la mano sobre la empuñadura de su espada, pero no la desenfundó.
El rostro del solámnico estaba cubierto de sangre; los ojos, de un sorprendente color azul, miraban a Medan sin esperanza, mas sin miedo.
Esperó el golpe de Medan.
El gobernador siguió plantado en el barro, bajo la lluvia, junto a los cadáveres de sus dos subordinados, y aguardó.
La resolución del solámnico empezó a vacilar. Se dio cuenta de lo que Medan se proponía hacer, que esperaba que se derrumbara para capturarlo vivo.
—¡Lucha, maldito seas! —El solámnico arremetió al tiempo que blandía la espada.
Medan se apartó hacia un lado.
El solámnico se olvidó y apoyó el peso en la pierna herida; ésta se dobló. El caballero perdió el equilibrio y cayó en el suelo del bosque. Incluso entonces, hizo un último intento de ponerse de pie, pero estaba demasiado débil. Había perdido mucha sangre. Sus ojos se cerraron y yació boca abajo en el barro, junto a los cadáveres de sus enemigos.
Medan lo giró boca arriba; puso la mano sobre el muslo del caballero, cogió la flecha y la sacó de un tirón. El caballero gimió de dolor, pero no recobró el sentido. El gobernador se quitó la capa y, valiéndose de la espada, cortó en tiras un buen trozo de tela. Después hizo un torniquete improvisado para contener la hemorragia y envolvió al caballero en lo que quedaba de la prenda.
—Has perdido mucha sangre —dijo mientras enfundaba su espada de nuevo—, pero eres joven y fuerte. Veremos lo que los sanadores pueden hacer por ti.