Acercó los dos caballos de sus subordinados y echó los cuerpos sobre las sillas sin contemplaciones, tras lo cual los ató para que no se cayeran. A continuación llamó a su corcel con un silbido; el animal acudió trotando en respuesta a la orden de su amo y se detuvo junto a Medan.
El gobernador levantó al solámnico y subió al caballero herido a la silla. Examinó la herida y le complació comprobar que el torniquete había detenido la hemorragia. Lo aflojó ligeramente para evitar que la sangre dejara de fluir por completo a la pierna y después montó detrás del caballero herido, a quien rodeó con un brazo, sosteniéndolo suave pero firmemente sobre la silla. Cogió las riendas de los otros dos caballos e inició el largo camino de regreso a Qualinost.
21
El ingenio para viajar en el tiempo
La desenfrenada y aterradora escapada huyendo del dragón acabó bajo un cielo azul radiante. El vuelo se prolongó más de lo normal, ya que la tormenta había desviado al grifo de su curso, y la bestia aterrizó en algún punto de las agrestes montañas Kharolis para alimentarse con un venado; el retraso contrariaba a Palin, pero todas sus súplicas de apresurar el viaje no fueron atendidas. Después de saciar el apetito, el grifo se echó un sueño mientras el mago paseaba de aquí para allá con impaciencia, si bien no soltó a Tas un solo momento. Cuando cayó la noche, el animal manifestó que no pensaba volar después de haber oscurecido. El grifo y Tasslehoff durmieron, pero el mago estuvo sentado, echando chispas y esperando que saliese el sol.
Reanudaron el viaje al día siguiente. A media mañana, el grifo depositó a Palin y a Tasslehoff en un campo vacío que se encontraba a corta distancia de lo que antaño fuera la Escuela de Hechicería. Los muros de piedra del edificio seguían en pie, pero estaban ennegrecidos y desmoronándose, en tanto que el techo semejaba un esqueleto de vigas calcinadas y la torre que en otro tiempo había sido un símbolo de esperanza para el mundo —esperanza de que la magia había regresado— había quedado reducida a un montón de escombros, demolida por la explosión que había arrancado su corazón.
Hubo un tiempo en que Palin planeó reconstruir la escuela, aunque sólo fuese en señal de desafío a Beryl, pero cuando empezó a fallarle la magia, a sentir que se le escapaba como agua entre los dedos, descartó la idea por considerarlo una pérdida de tiempo y de esfuerzo. Sería mejor que empleara sus energías en buscar artefactos de la Cuarta Era, objetos que todavía conservasen la magia en su interior y que pudieran utilizarlos aquellos que supiesen cómo hacerlo.
—¿Qué es ese sitio? —preguntó Tasslehoff mientras bajaba de la grupa del grifo. Contempló con interés los muros destruidos y los vacíos vanos de las ventanas—. ¿Qué le ocurrió?
—Nada, olvídalo —repuso Palin, que no deseaba entrar en largas explicaciones relativas a la muerte de un sueño—. Vamos, no tenemos tiempo que per...
—¡Mira! —gritó Tas, señalando—. Hay alguien caminando por allí. ¡Voy a mirar!
Salió disparado, con la chillona camisa ondeando tras de sí y el copete brincando, la viva imagen de puro gozo.
—Vuelve... —empezó el mago y entonces comprendió que sería gastar saliva inútilmente.
Tas tenía razón. Había alguien merodeando por las ruinas de la escuela y Palin se preguntó quién sería. Los residentes de Solace tenían el paraje por un lugar embrujado y no se acercaban a él en ninguna circunstancia. La persona vestía túnica; Palin captó un atisbo de tela carmesí debajo de la capa beige con ribetes dorados. Podía tratarse, naturalmente, de un antiguo alumno que hubiese regresado para mirar con nostalgia el derruido centro de aprendizaje, pero Palin lo dudaba. A juzgar por su garboso caminar y las ricas ropas, comprendió que era Jenna.
La señora Jenna de Palanthas había sido una poderosa hechicera Túnica Roja en los tiempos precedentes a la Guerra de Caos. Mujer de extraordinaria belleza, se decía que había sido la amante de Dalamar el Oscuro, pupilo de Raistlin Majere y antaño Señor de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas. Jenna se ganaba la vida dirigiendo una tienda de productos para magos en Palanthas. Su establecimiento había funcionado moderadamente bien durante la Cuarta Era, cuando la magia era un don concedido a la gente por los tres dioses, Solinari, Lunitari y Nuitari. Vendía el habitual surtido de ingredientes mágicos: guano de murciélago, alas de mariposas, azufre, pétalos de rosa (tanto enteros como pulverizados), huevos de araña, etc. Tenía una buena provisión de pociones y se sabía que poseía la mejor colección de pergaminos y libros de conjuros que sólo superaba la Torre de Wayreth, todo ello asequible por un precio, pero principalmente se la conocía por su colección de artefactos mágicos: anillos, brazaletes, dagas, espadas, colgantes, fetiches y amuletos. Tales eran los objetos exhibidos en estanterías y expositores. Tenía otros más potentes, peligrosos y poderosos que mantenía guardados para enseñarlos únicamente a clientes serios y siempre con cita concertada de antemano.
Cuando estalló la Guerra de Caos, Jenna se había unido a Dalamar y un Túnica Blanca en una peligrosa misión para ayudar a derrotar al destructivo Padre de Todo y de Nada, creador de los dioses. La hechicera jamás contó lo que aconteció en aquel terrible viaje. Lo único que Palin sabía era que, mientras regresaban, Dalamar fue herido gravemente y estuvo a las puertas de la muerte durante muchas semanas en su torre.
Jenna no se había apartado de su lado y lo había cuidado hasta el día en que salió de la oscura mole para no volver nunca más a ella, ya que aquella noche la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas quedó destruida por una explosión mágica. Nadie volvió a ver a Dalamar. Cuando ya habían pasado muchos años sin que el hechicero diese señales de vida, el Cónclave lo declaró oficialmente muerto. La señora Jenna abrió de nuevo su tienda de productos mágicos y se encontró con que estaba sentada sobre un tesoro oculto.
Con la magia de los dioses desaparecida, los desesperados hechiceros buscaron denodadamente cualquier medio de conservar sus poderes, y descubrieron que los objetos mágicos creados en la Cuarta Era retenían su poder. El único inconveniente era que en ocasiones dicho poder se tornaba imprevisible, y no actuaba como se suponía que debía hacer. Una espada mágica, en tiempos un artefacto del Bien, de repente empezaba a matar a quienes supuestamente debía proteger. Un anillo de invisibilidad le fallaba a su dueño en un momento crítico, con el resultado de que el perjudicado daba con sus huesos en una mazmorra de Sanction durante cinco años. Algunos decían que tal inestabilidad se debía a que los dioses ya no tenían influencia sobre los objetos, mientras que otros afirmaban que no tenía nada que ver con las deidades. En resumen, que los artefactos eran objetos difíciles de manejar.
Los compradores, sin embargo, estaban más que dispuestos a correr el riesgo, y la demanda de artefactos de la Cuarta Era subió más que las tortitas cocinadas en un ingenio mecánico a vapor inventado por los gnomos para tal menester. (De hecho, más que hacer subir la masa, lo que hacía era lanzarlas al aire.) Los precios de la señora Jenna subieron en consonancia con la demanda, así, a sus sesenta y tantos años, era una de las mujeres más ricas de Ansalon. Todavía hermosa, aunque su belleza había madurado, había mantenido la influencia y el poder incluso bajo el dominio de los Caballeros de Neraka, cuyos comandantes la encontraban encantadora, fascinante, misteriosa y complaciente. Jenna no hacía caso a quienes la tildaban de «colaboradora»; estaba sobradamente acostumbrada a bailar el agua a los extremos en contra del centro y viceversa, y sabía cómo engatusar al centro y a los extremos para que pensaran que cada cual estaba sacando la mejor tajada del asunto.
La señora Jenna era también una reconocida experta en artefactos mágicos de la Cuarta Era.