Más allá de la entrada había los mismos dos recodos. Muy lentamente, avanzó. Dentro del dorado brillo de su lámpara no se veía otra cosa que roca.
Dobló la primera esquina, luego la segunda. De Roquefort seguía detrás de él, y sus luces combinadas revelaron otra galería, ésta más ancha que la primera cámara del tesoro.
La habitación estaba llena de plintos de piedra de diversas formas y tamaños. Encima de ellos se veían libros, todos limpiamente apilados. Centenares de volúmenes.
Mark sintió un vacío en el estómago al darse cuenta de que los manuscritos estarían probablemente muy estropeados. Aunque la cámara era fría y seca, el tiempo se habría cobrado su tributo tanto en las hojas de papel como en la tinta. Habría sido mucho mejor dejarlos encerrados en otro contenedor. Pero los hermanos que los habían guardado sin duda jamás imaginaron que pasarían centenares de años antes de que fueran recuperados.
Se acercó a una de las pilas y examinó la tapa del volumen superior. Lo que antaño fueran seguramente unas tablillas de madera recubiertas de plata para cubrir la parte de arriba se habían vuelto negras. Estudió los grabados de Cristo y lo que parecían ser san Pedro y san Pablo, que sabía que estaban hechos de arcilla y cera bajo el oropel. Artesanía italiana. Ingenio alemán. Suavemente levantó la tapa y acercó la luz. Sus sospechas se confirmaron. No podía distinguir muchas de las palabras.
– ¿Puedes leerlo? -preguntó De Roquefort.
Mark negó con la cabeza.
– Tendrán que ir a un laboratorio. Habrá que hacer una restauración profesional. No deberíamos tocarlos.
– Parece como si alguien ya lo hubiera hecho.
Y Mark se fijó donde enfocaba De Roquefort, descubriendo una pila de libros esparcidos por el suelo. Restos de páginas aparecían por todas partes como papel chamuscado por una llama.
– Nuevamente Saunière -dijo Mark-. Llevará años sacar algo útil de todo esto. Y eso suponiendo que haya algo que encontrar. Más allá de su valor histórico, probablemente son inútiles.
– Esto es nuestro.
«Y qué -pensó Mark-. Para lo que van a servir…»
Pero su mente repasaba rápidamente las posibilidades. Saunière había venido a este lugar. De eso no cabía duda. La cámara del tesoro le había proporcionado su riqueza… Habría sido cosa fácil regresar de vez en cuando y llevarse oro y plata sin acuñar. Las monedas hubieran suscitado preguntas. Los funcionarios de bancos o los tasadores podrían querer saber su origen. Pero el metal en bruto hubiera sido la moneda perfecta en la primera parte del siglo xx, cuando muchas economías se basaban en el oro y la plata.
No obstante, el abate había ido un paso más lejos.
Había empleado la riqueza para construir una iglesia cargada de indicios que apuntaban a algo en lo que Saunière claramente creía. Algo sobre lo que estaba tan seguro que hacía alarde de su conocimiento. «Con este signo lo vencerás.» Unas palabras grabadas no solamente aquí, bajo tierra, sino en la iglesia de Rennes también. Se imaginó la inscripción pintada encima de la entrada. «He sentido desprecio por el reino de este mundo, y todos los adornos temporales, por el amor de mi Señor Jesucristo, al cual vi, a quien amé, en el que creí y al que adoré.»¿Oscuras palabras de un antiguo responsorio? Quizás. Sin embargo, Saunière las había elegido intencionadamente.
«Al cual vi.»
Paseó los tubos de neón alrededor de la sala y estudió los plintos.
Entonces lo vio.
«¿Dónde esconder un guijarro?»
Dónde, realmente.
Malone regresó junto al generador, donde Stephanie y Henrik se hallaban. Casiopea seguía «trabajando» en el trípode. Se inclinó y se aseguró de que hubiera gasolina en la máquina.
– ¿Va a hacer mucho ruido esto? -preguntó en voz baja.
– Confiemos en que sí. Pero, por desgracia, hoy en día se fabrican unas máquinas muy silenciosas.
No tocaron la bolsa de herramientas, pues no querían llamar la atención hacia ella. Hasta el momento ninguno de los guardianes se había preocupado de comprobar dentro. Al parecer el adiestramiento de la abadía dejaba mucho que desear. Pero ¿Cuán eficaz podía ser? Claro, uno podía aprender el combate cuerpo a cuerpo, a disparar, cómo manejar un cuchillo. Pero la elección de reclutas tenía que ser limitada y no se le podían pedir peras al olmo.
– Todo listo -dijo Casiopea, lo bastante alto para que todos lo oyeran.
– Necesito encontrar a Mark -susurró Stephanie.
– Lo comprendo -dijo Malone-. Pero tenemos que ir paso a paso.
– ¿Cree usted que De Roquefort le va a permitir salir de allí? Le disparó a Geoffrey sin vacilar.
Malone se daba cuenta de la agitación de la mujer.
– Todos somos conscientes de la situación -murmuró-. Pero mantenga la cabeza fría.
Él también quería vérselas con De Roquefort. Por Geoffrey.
– Necesito estar un segundo con la bolsa de herramientas -susurró Casiopea mientras se agachaba y metía en su interior el destornillador que había estado usando.
Cuatro de los guardianes permanecían al otro lado de la iglesia, más allá de una de las fogatas. Otros dos deambulaban a su izquierda, cerca del otro fuego. Ninguno de ellos parecía estar prestándoles mucha atención, confiando en que la jaula era segura.
Casiopea permanecía agachada junto a la bolsa de herramientas, su mano todavía en su interior y le hizo un ligero asentimiento con la cabeza a Malone. Lista. Él se puso de pie y gritó:
– Vamos a arrancar el generador.
El hombre que estaba al frente le hizo una seña de que siguiera adelante.
Malone se dio la vuelta y le susurró a Stephanie:
– Después de arrancarlo, nos echaremos sobre los dos hombres que están juntos. Yo me encargaré de uno; usted del otro.
– Con sumo placer.
La mujer estaba ansiosa, y él lo supo.
– Tranquila, tigre. No es tan sencillo como usted piensa.
– Usted obsérveme.
Mark se acercó a uno de los plintos de piedra que se destacaba entre todos. Había observado algo. Mientras que la parte superior de los otros estaba sostenida por columnas, algunas singulares, la mayoría geminadas, a ésta lo sostenía un soporte de forma rectangular, parecido al del altar de arriba. Y lo que le llamaba la atención era la manera en que estaba dispuesta la piedra. Nueve bloques cuadrados compactos de través, otros siete hacia arriba.
Se inclinó y alumbró con la linterna la parte inferior. No se veía ninguna unión de mortero encima de la fila superior del bloque. Igual que en el altar.
– Hay que quitar estos libros -dijo.
– Ha dicho usted antes que no había que moverlos.
– Lo importante está aquí dentro.
Dejó a un lado el tubo de luz y agarró un puñado de los viejos manuscritos. Esta acción levantó una nube de polvo. Suavemente los dejó en el suelo. De Roquefort hizo lo mismo. Seis viajes fueron suficientes para despejar la losa.
– Tendría que deslizarse -dijo Mark.
Juntos agarraron por un extremo y la losa se movió, mucho más fácilmente de lo que lo había hecho el altar, ya que el plinto tenía la mitad de tamaño. Empujaron y la losa de piedra arenisca cayó al suelo con estrépito y se rompió en pedazos. Dentro del plinto, Mark vio un contenedor, más pequeño, de unos setenta centímetros de largo, por la mitad de ancho, y de cincuenta y cinco centímetros de alto más o menos. Hecho de una roca entre beige y grisácea, y en notable buen estado.
Agarró el tubo de luz y lo metió dentro. Tal como había sospechado, apareció una inscripción en el costado.
– Esto es un osario -dijo De Roquefort-.¿Está identificado?
Estudió la escritura y observó encantado que se trataba de arameo. Eso confirmaba su autenticidad. La costumbre de dejar a los muertos en criptas subterráneas hasta que todos los restos se convirtieran en huesos secos, y luego recoger esos huesos y depositarlos en una caja de piedra, fue popular entre los judíos en el siglo i. Sabía que habían sobrevivido algunos miles de osarios. Pero sólo una cuarta parte de ellos llevaba inscripciones que identificaran su contenido… Muy probablemente esto se explicaba por el hecho de que la mayoría de las personas de aquella época era analfabeta. Muchas falsificaciones habían aparecido a lo largo de los siglos… Una, en particular, unos años atrás, había pretendido que contenía los huesos de Santiago, el medio hermano de Jesús. Otra prueba de autenticidad sería el tipo de material usado -piedra caliza de unas canteras próximas a Jerusalén-, junto con el estilo de las tallas, el examen microscópico de la pátina y la prueba del carbono.