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El disparo de Casiopea falló.

Malone sabía que se le habían terminado los dardos. Transcurriría sólo un instante antes de que el hombre empezara a disparar.

Sintió la pistola en su mano. Aborrecía tener que usarla. La detonación alertaría no sólo a De Roquefort, sino también a los hombres de fuera. De manera que corrió como un loco a través de la iglesia, plantó las palmas de sus manos sobre el soporte del altar, y, cuando el hermano se ponía de pie, el arma preparada, arremetió contra él y empleó su inercia para lanzarlo al suelo.

– No está mal -dijo Casiopea.

– Pensaba que usted había dicho que no fallaba nunca.

– El tipo ese saltó.

Casiopea y Stephanie estaban desarmando a los hermanos caídos. Henrik se acercó y preguntó:

– ¿Estás bien?

– Hace mucho que no les pido tanto a mis reflejos.

– Es bueno saber que aún funcionan.

– ¿Cómo se las arreglaron para lo de las luces? -quiso saber Henrik.

Malone sonrió.

– Me limité a subir el voltaje. Funciona siempre. -Examinó la iglesia. Algo no andaba bien. ¿Por qué ninguno de los hermanos del exterior había acudido al oír el ruido de las bombillas?-. Deberíamos tener compañía. ¿Por qué no vienen?

Casiopea y Stephanie se acercaron, pistola en mano.

– Quizás están fuera, en las ruinas, hacia la parte de delante -dijo Stephanie.

Malone miró fijamente a la salida.

– O quizás no existen.

– Estaban ahí, se lo aseguro -dijo una voz masculina desde fuera de la iglesia.

Un hombre se deslizó lentamente ante ellos, su rostro envuelto en las sombras.

Malone levantó su arma.

– ¿Y usted quién es?

El hombre se detuvo cerca de las fogatas. Su mirada, que surgía de unos ojos serios, profundos, se detuvo en el cubierto cadáver de Geoffrey.

– ¿Le disparó el maestre?

– Sin el menor remordimiento.

La cara del hombre se contrajo y sus labios murmuraron algo. ¿Una plegaria? Luego el recién llegado dijo:

– Soy el capellán de la orden. El hermano Geoffrey me llamó también después de llamar al maestre. Vine a impedir la violencia. Pero algo nos retrasó y llegamos tarde.

Malone bajó el arma.

– ¿Formaba usted parte de lo que fuera que Geoffrey estaba haciendo?

El hermano asintió.

– Él no deseaba establecer contacto con De Roquefort, pero había dado su palabra al antiguo maestre. -El tono del capellán era afectuoso-. Ahora parece que ha dado su vida también.

Malone quería saber más.

– ¿Qué está pasando aquí?

– Comprendo su frustración.

– No, no la comprende -dijo Henrik-. Ese pobre joven ha muerto.

– Y lo siento por él. Sirvió a la orden con gran honor.

– Llamar a De Roquefort fue una estupidez -dijo Casiopea-. No hizo más que empeorar las cosas.

– Durante los últimos meses de su vida, el maestre puso en marcha una compleja cadena de acontecimientos. Me contó lo que planeaba. Me dijo quién era nuestro senescal y por qué lo había hecho entrar en la orden. Me habló del padre del senescal y de lo que estaba por venir. De manera que juré obedecer, al igual que el hermano Geoffrey. Sabíamos lo que estaba pasando. Pero el senescal no, y tampoco estaba al corriente de nuestra implicación. Me dijeron que no me involucrara hasta que el hermano Geoffrey requiriera mi ayuda.

– Su maestre está abajo con mi hijo -dijo Stephanie-. Cotton, tenemos que bajar ahí.

Malone notó la impaciencia en su voz.

– El senescal y De Roquefort no pueden coexistir -siguió diciendo el capellán-. Son los extremos opuestos de un largo espectro. Por el bien de la hermandad, sólo uno de ellos puede sobrevivir. Pero mi antiguo maestre se preguntaba si el senescal podría hacerlo solo. -El capellán miró a Stephanie-. Por eso está usted aquí. Él creía que usted le daría fuerzas al senescal.

Stephanie no parecía estar de humor para misticismos.

– Mi hijo podría morir gracias a esa estupidez.

– Durante siglos la orden sobrevivió a través de la batalla y el conflicto. Ése es nuestro estilo de vida. El antiguo maestre simplemente forzó el enfrentamiento. Sabía que De Roquefort y el senescal lucharían. Pero quería que esa lucha sirviera de algo… De manera que los encaminó hacia el Gran Legado. Sabía que estaba ahí, en alguna parte, pero dudo de que realmente creyera que ninguno de los dos iba a encontrarlo. Era consciente, sin embargo, de que se produciría un conflicto, y que de él surgiría un ganador. Sabía también que si De Roquefort era el vencedor, rápidamente provocaría el rechazo de sus aliados, y así ha sido. La muerte de hermanos pesa mucho en nosotros. Todos estamos de acuerdo en que no habrá más muertes.

– Cotton -dijo Stephanie-, voy a bajar.

El capellán no se movió.

– Los hombres de fuera han sido reducidos. Haga lo que tenga que hacer. No habrá más derramamiento de sangre aquí arriba.

Y Malone oyó las palabras que el sombrío personaje no había dicho.

«Bajo nosotros, sin embargo, es totalmente diferente.»

LXV

EL TESTIMONIO DE SIM ÓN

He permanecido en silencio, pensando que es mejor que sean otros los que dejen constancia. Sin embargo, nadie se ha adelantado. De modo que esto ha sido escrito para que vosotros sepáis lo que sucedió.

El hombre Jesús se ha pasado años difundiendo su mensaje por todas las tierras de Judea y Galilea. Yo fui el primero de sus seguidores, pero nuestro número fue creciendo, ya que muchos creyeron que sus palabras tenían gran importancia. Viajamos con él, contemplando cómo aliviaba el sufrimiento, traía la esperanza y alentaba la salvación. Siempre era él mismo, fuera cual fuese el día o el hecho. Si las masas le alababan, se enfrentaba con ellas. Cuando le rodeaba la hostilidad, él no mostraba rabia ni temor. Lo que otros pensaban de él, o decían, o hacían, no le afectaba. Dijo en una ocasión: «Todos nosotros llevamos la imagen de Dios, todos somos merecedores de ser amados, todos podemos crecer en el espíritu de Dios.» Vi cómo abrazaba a los leprosos y a los inmorales. Las mujeres y los niños eran algo precioso para él. Él me mostró que todos merecemos ser amados. Decía: «Dios es nuestro padre. Él nos cuida, nos ama y nos perdona a todos. Ninguna oveja se perderá jamás con ese pastor. Sintámonos libres de decírselo todo a Dios, porque sólo con esta franqueza puede el corazón alcanzar la paz.»

Ese hombre, Jesús, me enseñó a orar. Él hablaba de Dios, del juicio final y del fin de los tiempos. Llegué a pensar que podía incluso dominar el viento y las olas, ya que se alzaba tanto por encima de nosotros. Los ancianos del Sanedrín enseñaban que el dolor, la enfermedad y la tragedia eran el juicio de Dios, y deberíamos aceptar esa ira con el pesar de un penitente. El hombre Jesús decía que eso era falso y ofrecía a los enfermos el coraje para sanar, a los débiles la capacidad de crecer en un espíritu fuerte, y a los no creyentes la oportunidad de creer. El mundo parecía participar de su visión. El hombre Jesús tenía un propósito, vivía su vida para cumplir este propósito, y ese propósito era claro para aquellos de nosotros que lo seguíamos.