Pero, en sus viajes, el hombre Jesús hizo enemigos. Los ancianos lo consideraban una amenaza, en el sentido que ofrecía unos valores diferentes, unas reglas nuevas, y amenazaba su autoridad. Les preocupaba que si a Jesús se le permitía vagar libremente y predicar el cambio, Roma podría estrechar su control, y todos sufrirían, especialmente el sumo sacerdote que servía a la voluntad de Roma. De modo que Jesús fue arrestado por blasfemia y Pilatos decretó que debía subir a la cruz. Yo estaba allí aquel día, y Pilatos no obtuvo ningún placer con esta decisión, pero los ancianos exigían justicia y Pilatos no podía negársela.
En Jerusalén, el hombre Jesús y otros seis fueron llevados a un lugar sobre la colina y atados a la cruz con tiras de cuero. Avanzado el día, las piernas de los hombres fueron rotas, y éstos sucumbieron al anochecer. Otros dos murieron al día siguiente. Al hombre Jesús se le permitió conservar la vida hasta la hora nona, cuando finalmente fueron rotas sus piernas. Yo no estuve a su lado mientras sufría. Los demás que le seguíamos huimos, temerosos de que pudiéramos ser los siguientes. Después de morir, el hombre Jesús fue dejado en la cruz durante seis días más mientras los pájaros picoteaban su carne. Finalmente fue bajado de la cruz y depositado en un agujero excavado en la tierra. Yo observé este hecho, y luego abandoné Jerusalén por el desierto, deteniéndome en Betania, en la casa de María llamada Magdalena y su hermana Marta. Éstas habían conocido al hombre Jesús y estaban entristecidas por su muerte. Se enfurecieron conmigo por no haberle defendido, por no reconocerle, por huir cuando estaba sufriendo. Les pregunté qué hubieran querido ellas que hiciera y su respuesta fue clara: «Unirte a él.» Pero ese pensamiento jamás se me ocurrió. En vez de ello, a todos los que preguntaron, yo negué al hombre Jesús y todo lo que él representaba. Me marché de su hogar, regresando días más tarde a Galilea y al consuelo de lo que me era conocido.
Dos que habían viajado con el hombre Jesús, Santiago y Juan, también regresaron a Galilea. Juntos, compartimos nuestra pena por la pérdida de Jesús y reanudamos nuestra vida como pescadores. La oscuridad que todos sentíamos nos consumía, y el tiempo no alivió nuestro dolor. Mientras pescábamos en el mar de Galilea, hablábamos del hombre Jesús y de todo lo que hizo y todo lo que habíamos contemplado. Fue en aquel mar, años atrás, cuando le conocimos. Su recuerdo aparecía por todas partes sobre las aguas, lo que hacía más difícil eludir nuestra pena. Una noche, mientras una tempestad azotaba el lago y nosotros estábamos sentados en la orilla comiendo pan y pescado, me pareció ver al hombre Jesús en la niebla. Pero cuando me metí en el agua, supe que aquella visión estaba sólo en mi mente. Cada mañana partíamos pan y comíamos pescado. Recordando lo que el hombre Jesús hizo en una ocasión, uno de nosotros bendecía el pan y lo ofrecía como alabanza a Dios. Esta acción nos hacía sentirnos a todos mejor. Un día Juan comentó que el pan partido era como si fuera el cuerpo roto del hombre Jesús. Después de eso, todos empezamos a asociar el pan con el cuerpo.
Pasaron cuatro meses, y un día Santiago nos recordó que la Torah proclamaba que el que es colgado de un árbol es maldito, le dije que eso no podía ser cierto de ese hombre Jesús. ¿Cómo sabría un escriba tan antiguo que todos los que eran colgados de un árbol eran malditos? No podía. En una batalla entre el hombre Jesús y las antiguas palabras, el hombre Jesús era el vencedor.
Nuestra pena continuaba atormentándonos. El hombre Jesús se había ido. Su voz ya no se oía. Los ancianos sobrevivían y su mensaje pervivía. No porque tuvieran razón, sino simplemente porque estaban vivos y hablaban. Los ancianos habían triunfado sobre el hombre Jesús. Pero ¿Cómo podía ser malo algo tan bueno?¿Por qué permitiría Dios que tanta bondad desapareciera?
El verano terminó y llegó la fiesta del Tabernáculo, que era una época para celebrar la alegría de la cosecha. Pensamos que era seguro viajar a Jerusalén y participar en ella. Una vez allí, durante la procesión al altar, se leyó en los Salmos que el Mesías no morirá, sino que vivirá y volverá para contar las hazañas del Señor. Uno de los ancianos proclamó que el Señor ha castigado al Mesías severamente. Pero Él no le ha entregado a la muerte. Sino, más bien, la piedra que los constructores rechazaron se ha convertido en la piedra angular. En el Templo escuchamos las lecturas de Zacarías, que decían que algún día el Señor se convertiría en rey de toda la tierra. Entonces una tarde me tropecé con otra lectura de Zacarías. Hablaba de una efusión de la casa de David y de un espíritu de compasión y de súplica. Se decía que cuando contemplemos a aquel al que han atravesado lloraremos de pena por él como se llora de gozo ante un recién nacido.