Clavó su mirada en De Roquefort, y preguntó lo que realmente quería saber.
– ¿Mató usted a mi padre?
Malone observó cómo Stephanie se apresuraba hacia la escalera, con el arma de uno de los hermanos en su mano.
– ¿Va usted a alguna parte?
– Quizás me deteste, pero sigue siendo mi hijo.
Malone comprendió que la mujer tenía que ir, pero no iría sola.
– Yo también voy.
– Prefiero hacer esto sola.
– Me importa un bledo lo que usted prefiera. Yo voy.
– Y yo -dijo Casiopea.
Henrik agarró el arma de la mujer.
– No. Déjeles hacerlo. Tienen que resolver esto.
– ¿Resolver qué? -preguntó Casiopea.
El capellán dio un paso adelante.
– El senescal y el maestre deben desafiarse. La señora fue implicada por alguna razón. Déjenla que vaya. Su destino está abajo, con ellos.
Stephanie desapareció por la escalera, y Malone la observó desde arriba mientras ella se hacía a un lado, evitando el pozo. Luego la siguió, con la linterna en una mano y el arma en la otra.
– ¿Por dónde? -susurró Stephanie.
Malone le indicó que guardara silencio. Entonces oyó voces. Procedentes de su izquierda, de la cámara que él y Casiopea habían hallado.
– Por ahí -señaló.
Sabía que el pasadizo estaba libre de trampas hasta casi la entrada de la cámara. Sin embargo, avanzaron lentamente. Cuando descubrieron el esqueleto y las palabras que estaban grabadas en la pared, supo que justo a partir de allí tendrían que andar con mucha precaución.
Las voces se oían más claramente ahora.
– Le he preguntado si mató usted a mi padre -dijo Mark en un tono más alto.
– Tu padre fue un alma débil.
– Eso no es una respuesta.
– Yo estaba allí la noche en que puso fin a su vida. Le seguí hasta el puente. Hablamos.
Mark estaba escuchando.
– Estaba frustrado. Furioso. Había resuelto el criptograma, el que aparecía en su diario, y no le decía nada. A tu padre simplemente le faltó fuerza para seguir adelante.
– Usted no sabe nada de mi padre.
– Al contrario. Le estuve vigilando durante años. Saltaba de problema en problema sin llegar a resolver ninguno. Eso le provocó un conflicto, profesional y personalmente.
– Al parecer encontró lo suficiente para traernos a nosotros hasta aquí.
– No. Fueron otros.
– ¿No hizo usted ningún intento para evitar que se ahorcara?
De Roquefort se encogió de hombros.
– ¿Por qué? Tenía intención de morir, y yo no vi ninguna ventaja en detenerlo.
– ¿De manera que usted simplemente se marchó y lo dejó morir?
– Yo no interferí en algo que no me concernía.
– Hijo de puta. -Mark dio un paso adelante. De Roquefort levantó el arma. El joven aún sostenía el libro del osario-. Vamos, adelante. Dispáreme.
De Roquefort no parecía desconcertado.
– Mataste a un hermano. Ya sabes el castigo.
– Él murió por su causa. Usted lo envió.
– Ya vuelves con ésas. Unas reglas para ti, otras para el resto de nosotros. Tú apretaste el gatillo.
– En defensa propia.
– Suelta el libro.
– ¿Y qué va usted a hacer con él?
– Lo que hicieron los maestres al Inicio. Lo usaré contra Roma. Siempre me pregunté cómo se había expandido la orden tan rápidamente. Cuando los papas trataron de que nos uniéramos con los Caballeros Hospitalarios, una y otra vez los detuvimos. Y todo debido a ese libro y a esos huesos. La Iglesia romana no podía correr el riesgo de que esto se hiciera público.
«Imagínate lo que aquellos papas medievales pensaron cuando se enteraron de que la resurrección de Cristo era un mito. Naturalmente, no podían estar seguros. Ese testimonio podía ser tan falso como los Evangelios. Sin embargo, las palabras son convincentes y los huesos, imposibles de ignorar. Había miles de reliquias por ahí en aquella época. Restos de santos adornaban cada iglesia. Todo el mundo mostraba una fácil credulidad. Todo el mudo hubiera creído en la autenticidad de esos huesos. Y éstas eran las más grandes reliquias de todas. De manera que los maestres usaron lo que ellos sabían, y la amenaza surtió efecto.
– ¿Y hoy?
– Todo lo contrario. Muchas personas no creen en nada. Existen montones de preguntas en la mente moderna, y pocas respuestas en los Evangelios. Ese testimonio, sin embargo, ya es otra cuestión. Tendría sentido para muchísimas personas.
– De manera que usted va a ser un Felipe IV actual.
De Roquefort escupió en el suelo.
– Eso es lo que yo pienso de él. El rey quería ese conocimiento para poder controlar a la Iglesia… y para que sus herederos pudieran controlarla también. Pero pagó por su codicia. Él y toda su familia.
– ¿Acaso piensa que usted podría controlar algo?
– Yo no siento ningún deseo de controlar. Pero me gustaría ver las caras de esos pomposos prelados cuando expliquen el testimonio de Simón Pedro. A fin de cuentas, sus huesos descansan en el corazón del Vaticano. Construyeron una catedral sobre su tumba y le dieron su nombre a la basílica. Es el primero de sus santos, su primer papa. ¿Cómo explicarán sus palabras?¿No te gustaría oírlo cuando lo intenten?
– ¿Quién dice que son sus palabras?
– ¿Quién dice que las palabras de Mateo, Marcos, Lucas o Juan son de ellos?
– Cambiarlo todo podría no ser tan bueno.
– Eres débil como tu padre. No tienes estómago para luchar. ¿Tú enterrarías esto?¿No se lo dirías a nadie?¿Permitirías que la orden languideciera en la clandestinidad, manchada por la calumnia de un rey codicioso? Los hombres débiles como tú son la causa de que nos encontremos en esta situación. Tú y el antiguo maestre estabais hechos el uno para el otro. Él también era un hombre débil.
Ya había oído bastante y, sin previa advertencia, levantó la mano izquierda, que sostenía la linterna, enfocando el brillante tubo, de forma que su brillo momentáneamente cegara a De Roquefort. El instante de incomodidad hizo que éste entrecerrara los ojos, y la mano que sostenía el arma bajó, mientras levantaba el otro brazo para cubrirse los ojos.
Mark dio un puntapié al arma de De Roquefort, y luego corrió fuera de la cámara. Torció hacia la escalera, pero sólo dio unos pasos.
Unos tres metros ante él vio otra luz y divisó a Malone y a su madre.
Tras él, salió De Roquefort.
– Alto -llegó la orden, y Mark se detuvo.
De Roquefort se acercó.
Mark vio que su madre alzaba el arma.
– Al suelo, Mark -gritó ella.
Pero él permaneció de pie.
De Roquefort estaba ahora justo detrás de él. Sintió el cañón del arma en el cogote.
– Baje su arma -le dijo De Roquefort a Stephanie.
Malone mostró la suya.
– No puede dispararnos a los dos.
– No. Pero puedo dispararle a él.
Malone considero sus opciones. No podía disparar a De Roquefort sin herir a Mark. Pero ¿Por qué Mark se había detenido?
¿Por qué había dado a De Roquefort la oportunidad de acorralarlo?
– Baje el arma -le dijo suavemente Malone a Stephanie.
– No.
– Yo haría lo que él dice -dijo De Roquefort.
Stephanie no hizo ningún movimiento.
– De todos modos, le va a disparar.
– Quizás -dijo Malone-. Pero no lo provoque.
Sabía que ella había perdido a su hijo en una ocasión por una serie de errores. No estaba dispuesta a que se lo quitaran nuevamente. Estudió la cara de Mark. Ni el menor signo de temor. Hizo un movimiento con su linterna hacia el libro que Mark sujetaba.
– ¿Es de eso de lo que se trataba?
Mark asintió.
– El Gran Legado, juntamente con un enorme tesoro y documentos.
– ¿Valía la pena?