– ¿Estaba usted en la catedral en misión oficial del gobierno de Estados Unidos? -preguntó el inspector.
– Eso no puedo decirlo. Lo comprenderá usted.
– ¿Su trabajo implica actividades que no pueden ser comentadas? Pensé que era usted abogada.
– Lo soy. Pero mi unidad está de forma rutinaria implicada en investigaciones que afectan a nuestra seguridad nacional. De hecho, ése es el fin principal de nuestra existencia.
El inspector no parecía impresionado.
– ¿Cuál es el propósito de su visita a Dinamarca, señora Nelle?
– Vine a visitar al señor Malone. Llevaba sin verlo más de un año.
– ¿Ése era su único propósito?
– ¿Por qué no esperamos al ministro del Interior?
– Es un milagro que nadie fuera herido en esa mélange. Algunos monumentos sagrados han sido dañados, pero no hay heridos.
– Yo disparé a uno de los hombres -dijo Malone.
– Si lo hizo, no está herido.
Lo que significaba que llevaba chaleco antibalas. El equipo había venido preparado, pero ¿Para qué?
– ¿Cuánto tiempo pensaba usted quedarse en Dinamarca? -le preguntó el inspector a Stephanie.
– Me marcho mañana.
La puerta se abrió y un oficial uniformado tendió al inspector una hoja de papel. El hombre la leyó y luego dijo:
– Al parecer tiene usted algunos amigos bien situados, señora Nelle. Mis superiores me dicen que la deje ir y no haga preguntas.
Stephanie se dirigió a la puerta.
Malone se puso de pie, también.
– ¿Ese papel me menciona?
– Voy a liberarle a usted también.
Malone alargó la mano en busca del arma. El hombre no se la ofreció.
– No tengo instrucciones de que tenga que devolver el arma.
Malone decidió no discutir. Podía tratar ese asunto más tarde. Por el momento, necesitaba hablar con Stephanie.
Salió apresuradamente y la encontró fuera.
Ella se dio la vuelta para hacerle frente, sus rasgos muy serios.
– Cotton, aprecio lo que hizo usted en la catedral. Pero escúcheme, y escúcheme bien. Manténgase al margen de mis asuntos.
– No tiene usted idea de lo que está haciendo. En la catedral, se fue usted directamente hacia algo sin preparación alguna. Aquellos tres hombres querían matarla.
– ¿Por qué no lo hicieron, entonces? Tuvieron todas las oportunidades antes de que llegara usted.
– Lo cual suscita aún más preguntas.
– ¿No tiene usted bastantes cosas que hacer en su librería?
– Un montón.
– Entonces hágalas. Cuando se marchó usted el año pasado, dejó claro que se estaba cansando de que le dispararan. Creo que dijo que su nuevo benefactor danés le ofrecía una vida que siempre había deseado. Pues vaya a disfrutarla.
– Fue usted la que me llamó diciendo que quería pasar a visitarme.
– Lo cual fue una mala idea.
– Lo de hoy no fue ningún ladrón de bolsos.
– No se meta en esto.
– Me lo debe. Le salvé el cuello.
– Nadie le dijo que lo hiciera.
– Stephanie…
– Maldito sea, Cotton. No voy a decírselo otra vez. Si insiste usted, no me dejará más elección que tomar medidas.
Ahora fue el cuello de Malone el que se puso rígido.
– ¿Y qué piensa usted hacer?
– Su amigo danés no es el único que tiene relaciones. Yo puedo hacer que pasen cosas también.
– ¡Pues hágalo! -le espetó Cotton, sintiendo que crecía su ira.
Pero ella no replicó. En vez de ello, se dio la vuelta y se marchó hecha una furia.
Malone quería seguirla y terminar lo que había empezado, pero decidió que ella tenía razón. Todo aquello no era asunto suyo. Y ya había tenido bastantes problemas por una noche.
Era hora de volver a casa.
IX
Copenhague
10:30 pm
De Roquefort se acercó a la librería. La calle peatonal que tenía ante sí estaba desierta. La mayor parte de los múltiples cafés y restaurantes del barrio se encontraban a varias manzanas de distancia… Esa parte del Ströget estaba cerrada durante la noche. Después de atender a sus otras dos tareas, tenía intención de irse de Dinamarca. Su descripción física, junto con sus compatriotas, a estas alturas debía ya de haber sido obtenida de los testigos de la catedral. De manera que era importante no demorarse más de lo estrictamente necesario.
Había traído consigo a sus cuatro subordinados de Roskilde y pensaba supervisar cada uno de los detalles de su acción. Ya había habido bastante improvisación por un día, parte de la cual había costado la vida de uno de sus hombres por la mañana en la Torre Redonda. No quería perder a ninguno más. Dos de sus colaboradores estaban ya reconociendo la parte trasera de la librería. Los otros dos se encontraban a su lado, preparados. Se encendieron las luces en el piso superior del edificio.
Bien.
Él y el propietario tenían que charlar.
Malone cogió una Pepsi light de la nevera y bajó cuatro tramos de escalones, hasta la planta baja. Su tienda ocupaba todo el edificio, la planta baja para libros y clientes, otras dos para almacén, y la cuarta, un pequeño apartamento que él llamaba casa.
Había llegado a acostumbrarse al exiguo espacio vital, disfrutando mucho más con él que con los casi doscientos metros cuadrados de casa que antaño había poseído en el norte de Atlanta. En el último año, sus ventas habían superado los trescientos mil dólares, dejándole un beneficio de sesenta mil para invertir en su nueva vida, una vida ofrecida por, tal como Stephanie le había reprochado, su nuevo benefactor danés, un extraño hombrecillo llamado Henrik Thorvaldsen.
Un completo extraño catorce meses antes, se había convertido ahora en su amigo más íntimo.
Habían conectado desde el principio, viendo el hombre más viejo algo en el más joven -el qué, Malone no estaba seguro, pero era algo-, y su primer encuentro en Atlanta, un lluvioso jueves por la tarde, había sellado el futuro de ambos. Stephanie había insistido en que se tomara un mes libre después de que el juicio de tres acusados en Ciudad de México -que implicaba contrabando internacional de drogas y el asesinato a modo de ejecución del supervisor de la DEA que había resultado ser un amigo personal del presidente de Estados Unidos- se hubiera convertido en una carnicería. Al regresar al tribunal durante una pausa para el almuerzo, Malone había sido pillado en el fuego cruzado de un asesinato, un acto que nada tenía que ver con el proceso, aunque era algo que él había tratado de detener. Había vuelto a casa con una bala en el hombro izquierdo. El balance final del tiroteo: siete muertos y nueve heridos, siendo uno de los fallecidos un joven diplomático danés llamado Cai Thorvaldsen.
– Vine a hablar con usted en persona -había dicho Henrik Thorvaldsen.
Estaban sentados en la madriguera de Malone. El hombro le dolía espantosamente. No se preocupó de preguntar cómo le había localizado Thorvaldsen, o cómo el viejo sabía que él hablaba danés.
– Mi hijo era algo precioso para mí -dijo Thorvaldsen-. Cuando ingresó en nuestro cuerpo diplomático, me emocioné. Pidió un destino en Ciudad de México. Estudiaba a los aztecas. Habría sido un miembro respetable de nuestro Parlamento algún día. Un estadista.
Un torbellino de primeras impresiones recorrió la mente de Malone. Thorvaldsen era sin duda de alta cuna, con un aire de distinción, a la vez elegante y desenvuelto. Pero aquella sofisticación constituía un total contraste con un cuerpo deformado, su espalda curvada en una joroba grotescamente exagerada y rígida, como la de una garceta. Una vida de elecciones difíciles había dejado como herencia un rostro curtido, con unas arrugas que más parecían profundas grietas, y unas patas de gallo de las que parecían brotar pies, así como manchas de vejez y venas varicosas que manchaban brazos y manos. Su cabello, de color gris oscuro, era tupido y grueso, y casaba con sus cejas… unas pálidas briznas plateadas que le daban al viejo un aspecto ansioso. Sólo en los ojos se notaba la pasión. De un azul grisáceo, extrañamente clarividentes, uno de ellos sufría una catarata en forma de estrella.