Malone siguió leyendo. Persistía aquella inquietud en el fondo de su conciencia… alguna cosa que había leído al ojear el libro por primera vez unas semanas atrás. Al hacerlo, había leído algo sobre cómo, antes de la supresión en 1307, la orden se había convertido en experta en marinería, explotación de la propiedad, cría de ganado, agricultura y, lo más importante de todo, finanzas. Aunque la Iglesia prohibía la experimentación científica, los templarios aprendieron de sus enemigos, los árabes, cuya cultura alentaba el pensamiento independiente. Los templarios también acumulaban secretamente, del mismo modo que los bancos modernos dispersan la riqueza entre tantas cajas fuertes, una enorme cantidad de bienes. Se citaba incluso un verso francés medieval que describía de manera adecuada a los excesivamente solventes templarios y su repentina desaparición:
Los hermanos, los maestres del Temple, que abundaron en oro, plata y grandes riquezas, ¿dónde se hallan hoy?, ¿qué suerte han corrido? Los que tenían tal poder que nadie se atrevía a quitarles nada, ningún hombre era tan osado; que siempre compraban, y jamás vendían.
La historia no ha sido amable con la orden. Aunque captaron la imaginación de poetas y cronistas -los caballeros del Grial en Parsifal eran templarios, al igual que los malvados de Ivanhoe-, a medida que las cruzadas adquirieron la etiqueta de agresión e imperialismo, los templarios se convirtieron en parte integral de su brutal fanatismo.
Malone continuó examinando el libro hasta que finalmente encontró el pasaje que recordaba de su primera lectura. Sabía que estaba allí. Su memoria nunca le fallaba. Las palabras hablaban de cómo, en el campo de batalla, los templarios siempre exhibían una bandera vertical dividida en dos campos… uno de ellos negro para representar el pecado que los hermanos caballeros habían dejado tras de sí, el otro, blanco, para simbolizar su nueva vida dentro de la orden. La bandera estaba rotulada en francés. Traducido, significaba un estado elevado, noble, glorioso. El término también servía de grito de batalla para la orden.
Beauseant. Sé glorioso.
Justamente la palabra que Cazadora Roja había pronunciado antes de saltar de la Torre Redonda.
¿Qué estaba pasando?
Viejas motivaciones se agitaron en su interior. Sentimientos que él creía que un año de retiro habían suprimido. Los buenos agentes eran al mismo tiempo curiosos y cautos. Olvida uno de esos atributos y pasarás algo por alto… algo potencialmente desastroso. Él había cometido ese error en una ocasión años atrás en una de sus primeras misiones, y su impetuosidad le había costado la vida a un agente contratado. No sería la última persona por la que se sentiría responsable de su muerte, pero sí era la primera, y nunca olvidó su descuido.
Stephanie se encontraba en un apuro. Sin la menor duda. Ella le había ordenado que se mantuviera al margen de sus asuntos, de manera que volver a hablar con ella sería inútil. Pero quizás Peter Hansen sería una buena fuente de información.
Consultó su reloj. Era tarde, pero Hansen era un ave nocturna, y aún estaría levantado. Si no era así, lo despertaría.
Dejó el libro a un lado y se dirigió a la puerta.
XI
– ¿Dónde está el diario de Lars Nelle? -preguntó De Roquefort.
Todavía en manos de los dos hombres, Peter Hansen levantó la mirada hacia él. De Roquefort sabía que Hansen había estado antaño asociado con Lars Nelle. Cuando descubrió que Stephanie Nelle iba a venir a Dinamarca para asistir a la subasta de Roskilde, supuso que la mujer podría establecer contacto con Peter Hansen. Por eso había abordado primero al tratante de libros.
– Seguramente Stephanie Nelle mencionó lo del libro de su marido, ¿no?
Hansen movió la cabeza en un gesto negativo.
– No dijo nada. Nada en absoluto.
– Cuando Lars Nelle estaba vivo, ¿hizo mención de que llevaba un diario?
– Nunca.
– ¿Entiende usted su situación? Nada de lo que yo quería se ha producido, y, algo peor aún, me ha decepcionado usted.
– Sé que Lars tomaba notas meticulosamente. -Había resignación en la voz de Hansen.
– Dígame más.
Hansen pareció fortalecerse.
– Cuando me suelten.
De Roquefort le permitió al estúpido una victoria. Hizo un gesto, y sus hombres soltaron la presa. Hansen rápidamente ingirió un profundo trago de cerveza y luego dejó la jarra sobre la mesa.
– Lars escribió montones de libros sobre Rennes-le-Château. Todo ese material sobre pergaminos perdidos, geometría oculta y rompecabezas contribuyen a grandes ventas. -Hansen parecía recobrar el dominio de sí mismo-. Aludía a todos los tesoros que podía imaginar. Oro visigodo, riqueza templaria, botín cátaro. «Coge una hebra y teje una manta», solía decir.
De Roquefort sabía todo lo referente a Rennes-le-Château, una aldea del sur de Francia que había existido desde la época romana. Un sacerdote, durante la última parte del siglo xix, había gastado enormes sumas remodelando la iglesia local. Decenios más tarde, se iniciaron unos rumores sobre que el cura había financiado la decoración con un gran tesoro que había hallado. Lars Nelle supo del intrigante lugar treinta años antes, y escribió un libro sobre esa leyenda, que se convirtió en un éxito de ventas internacional.
– Así que hábleme de lo que estaba escrito en la libreta de notas -quiso saber-.¿Una información diferente del material publicado de Lars Nelle?
– Se lo he dicho. No sé nada de una libreta de notas. -Hansen agarró la jarra y saboreó otro trago-. Pero conociendo a Lars, dudo de que dijera nada al mundo en aquellos libros.
– ¿Y qué es lo que ocultaba?
Una astuta sonrisa asomó a los labios del danés.
– Como si usted no lo supiera. Pero, se lo aseguro, no tengo ni idea. Sólo sé lo que leí en los libros de Lars.
– Yo de usted no daría nada por supuesto.
Hansen no parecía afectado.
– Así que dígame, ¿qué es lo importante de ese libro? Ni siquiera trata de Rennes-le-Château.
– Es la clave de todo.
– ¿Cómo puede, un librito de nada, de más de ciento cincuenta años de antigüedad, ser la clave de algo?
– Muchas veces las cosas más sencillas son las más importantes.
Hansen alargó la mano en busca de un cigarrillo.
– Lars era un hombre extraño. Jamás logré entenderle. Estaba obsesionado con todo lo de Rennes. Adoraba ese lugar. Incluso se compró una casa allí. Yo fui una vez. Aburrido.
– ¿Dijo Lars si encontró algo allí?
Hansen lo valoró nuevamente con una mirada de sospecha.
– ¿Como qué?
– No sea evasivo. No estoy de humor.
– Usted debe de saber algo o no estaría aquí.
Hansen se inclinó hacia delante para dejar en equilibrio nuevamente el cigarrillo en el cenicero. Pero su mano se detuvo dirigiéndose a un cajón abierto de la mesilla lateral, y apareció un arma. Uno de los hombres de Roquefort golpeó la mano del librero para hacer caer la pistola.
– Eso ha sido una estupidez -dijo De Roquefort.
– Que le jodan -escupió Hansen, frotándose la mano.
La radio sujeta a la cintura de De Roquefort crujió en su oído, y una voz dijo: «Un hombre se está acercando.» Una pausa. «Es Malone. Va directamente hacia la tienda.»
No era nada inesperado, pero quizás ya era hora de mandar un mensaje claro a Malone de que aquél no era asunto suyo. Hizo una seña a sus dos subordinados. Éstos avanzaron y de nuevo cogieron a Peter Hansen por los brazos.