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De modo que De Molay reunió las pocas fuerzas que le quedaban y levantó la cabeza. Imbert evidentemente pensó que se disponía a hablar y acercó la cabeza.

– Malditos seáis en el infierno -susurró la víctima-. Malditos seáis vos y todos los que os ayudan en vuestra causa infernal.

Su cabeza se derrumbó sobre el pecho. Oyó que Imbert gritaba para que hicieran balancear la puerta, pero el dolor era tan intenso e invadía su cerebro procedente de tantas direcciones que fue poco lo que sintió.

Lo estaban descolgando. Cuánto tiempo había permanecido suspendido, no lo sabía, pero sus músculos no notaron el relajamiento porque hacía mucho tiempo que estaban entumecidos. Lo transportaron a cierta distancia, y entonces se dio cuenta de que lo habían devuelto a la celda. Sus captores lo dejaron sobre el jergón, y cuando su cuerpo se hundió en los blandos pliegues, un familiar hedor llenó su nariz. La cabeza estaba elevada por una almohada, y los brazos extendidos a cada lado.

– Me han dicho -dijo rápidamente Imbert- que cuando un nuevo hermano era aceptado en vuestra orden, al candidato le rodeaban los hombros con un sudario de lino. Algo que simbolizaba la muerte, y luego la resurrección a una nueva vida como templario. Vos, también, tendréis ahora ese honor. He colocado debajo de vuestro cuerpo el sudario procedente del cofre de la capilla.

Imbert alargó la mano y dobló la larga tela de punto de espiga sobre los pies de De Molay, todo a lo largo de su húmedo cuerpo. Su mirada estaba ahora tapada por la tela.

– Me han dicho que utilizabais esto en Tierra Santa, y fue traído luego aquí y colocado sobre cada iniciado en París. Sois ahora un renacido -se burló Imbert-. Yaced aquí y pensad en vuestros pecados. Volveré.

De Molay estaba demasiado débil para responder. Sabía que Imbert probablemente había dado orden de que no lo mataran, pero también se daba cuenta de que nadie iba a cuidar de él. De modo que permaneció inmóvil. El entumecimiento estaba disminuyendo, sustituido por una intensa agonía. Su corazón seguía latiendo con fuerza y sudaba profusamente. Se dijo que debía calmarse y tratar de tener pensamientos agradables. Uno que no paraba de acudir a su mente era lo que él sabía que sus captores querían conocer por encima de todo. Era el único hombre vivo que lo sabía. Ése era el sistema de la orden. Un maestre pasaba el conocimiento al siguiente, de manera que sólo ellos estaban en el secreto. Por desgracia, debido a su repentino arresto y a la purga de la orden, la transmisión esta vez tuvo que hacerse de otra manera. Él no permitiría que Felipe o la Iglesia vencieran. Sólo se enterarían de lo que él sabía cuando él quisiera que lo supieran. ¿Qué decía el Salmo? «Tu lengua inventa maldades como una navaja afilada, con efectos engañosos.»

Pero entonces se le ocurrió otro pasaje bíblico, un pasaje que daba cierto consuelo a su destrozada alma. De manera que mientras yacía envuelto en el sudario, manando sangre y sudor de su cuerpo, se acordó del Deuteronomio.

«Dejadme en paz, que pueda destruirlos.»

PARTE PRIMERA

I

Copenhague, Dinamarca

Jueves, 22 de junio, en la actualidad

2:50 pm

Cotton Malone descubrió el cuchillo al mismo tiempo que veía a Stephanie Nelle. Se encontraba sentado a una mesa en la terraza del Café Nikolaj, muy cómodo en su silla de rejilla blanca. La soleada tarde era agradable, y Höjbro Plads, la popular plaza danesa que se extendía ante él, hervía de gente. El café estaba en plena actividad, como de costumbre -una actividad frenética-, y durante la última media hora Cotton había estado esperando a Stephanie.

Ésta era una mujer chiquita, de sesenta y tantos años, aunque ella nunca revelaba su edad y los archivos de personal del departamento de Justicia que Malone viera una vez contenían sólo un desconcertante N/C (no consta) en el espacio reservado para la fecha de nacimiento. Su oscuro cabello estaba veteado de plata, y sus ojos castaños ofrecían tanto la compasiva mirada de una liberal como el fiero centelleo de una fiscal del Estado. Dos presidentes habían tratado de nombrarla secretaria de Justicia, pero ella había declinado ambas ofertas. Otro secretario de Justicia, en cambio, había ejercido dura presión para que la despidieran -especialmente después de que ella fuera reclutada por el FBI para investigarlo a él-, pero la Casa Blanca desestimó la idea, dado que, entre otras cosas, Stephanie Nelle era escrupulosamente honesta.

Por el contrario, el hombre del cuchillo era bajo y robusto, de rasgos duros y cabello cortado al cepillo. Algo atormentado destacaba en su rostro de la Europa Oriental -una expresión de desolación que preocupaba más a Malone que la resplandeciente hoja que vio-, e iba vestido informalmente con unos pantalones vaqueros y una cazadora color rojo sangre.

Malone se levantó de su silla pero mantuvo sus ojos fijos en Stephanie.

Pensó en lanzar un grito de advertencia, pero ella estaba demasiado lejos y había mucho ruido. Su visión de la mujer quedó momentáneamente bloqueada por una de las esculturas modernistas que salpicaban la Höjbro Plads… Una mujer obscenamente obesa, que yacía desnuda boca abajo, sus llamativas nalgas redondeadas como montañas barridas por el viento. Cuando Stephanie apareció desde el otro lado de la estatua de bronce, el hombre del cuchillo se había acercado y Malone observó cómo cortaba la correa que pasaba por encima del hombro izquierdo de la mujer, liberaba el bolso de piel y luego hacía caer al suelo a Stephanie.

Una mujer chilló y se produjo una conmoción a la vista de un ladrón de bolsos blandiendo un cuchillo.

«Cazadora Roja» se lanzó hacia delante, con el bolso de Stephanie en la mano, se abrió paso a empujones. Algunos le devolvieron esos empellones. El ladrón torció a la izquierda en ángulo recto, alrededor de otra de las esculturas de bronce, y finalmente echó a correr. Parecía dirigirse al Köbmagergade, un callejón peatonal que torcía hacia el norte, saliendo de la Höjbro Plads, y adentrándose en el barrio comercial de la ciudad.

Malone se levantó de un brinco de la silla, decidido a cortarle el paso al asaltante antes de que éste pudiera doblar la esquina, pero un enjambre de bicicletas se lo impidió. Rodeó las bicicletas y esprintó, girando parcialmente en torno de una fuente antes de placar a su presa.

Ambos cayeron con estrépito al suelo de dura piedra. Cazadora Roja recibió la mayor parte del impacto, y Malone advirtió inmediatamente que su oponente era musculoso. El ladrón, impávido ante el ataque, rodó por el suelo dando una vuelta más, y luego hincó la rodilla en el estómago de Malone.

Éste se quedó sin respiración y sus tripas se revolvieron.

Cazadora Roja se puso en pie de un salto y corrió hacia el Köbmagergade.

Malone se puso de pie también, pero instantáneamente se volvió a agachar e hizo un par de profundas inspiraciones.

Maldita sea. No estaba en forma.

Se recuperó y reanudó la persecución, aunque su presa le llevaba ahora una ventaja de unos quince metros. Malone no había visto el cuchillo durante la lucha, pero mientras se abría paso calle arriba entre las tiendas, sí vio que el hombre aún mantenía agarrado el bolso. El pecho le ardía, pero estaba reduciendo la distancia.

Cazadora Roja arrancó un carrito de flores a un desaseado viejo, uno de los muchos carritos que se alineaban tanto en la Höjbro Plads como en el Köbmagergade. Malone aborrecía a los vendedores ambulantes, que disfrutaban bloqueando la entrada de su librería, especialmente los sábados. Cazadora Roja empujó con fuerza el carrito en dirección a Malone. Éste no podía permitir que el carro corriera libremente -había demasiada gente en la calle, incluso niños-, de manera que salió disparado hacia él, lo sujetó con fuerza y lo detuvo.

Miró hacia atrás y vio a Stephanie doblar la esquina en dirección al Köbmagergade, junto con un policía. Se encontraban a una distancia equivalente a medio campo de fútbol, y él no tenía tiempo que perder.