Malone echó a correr, preguntándose adónde se dirigía el hombre. Quizás había dejado un vehículo, o le estaba esperando un conductor allí donde el Köbmagergade desembocaba en otra de las concurridas plazas de Copenhague, la Hause Plads. Confiaba en que no fuera así. Aquel lugar siempre estaba atestado de gente, más allá de la red de callejones peatonales que formaban la meca de los compradores conocida como Ströget. Los muslos le dolían tras aquella inesperada prueba; sus músculos apenas recordaban los tiempos de la Marina y el departamento de Justicia. Al cabo de un año de su retiro voluntario, su rutina de ejercicios no impresionaría a sus antiguos superiores.
Allá al frente se alzaba la Torre Redonda, arrimada contra la Iglesia de la Trinidad como un termo sujeto a una tartera. La robusta estructura cilíndrica se alzaba nueve pisos. El rey Christian IV de Dinamarca la había levantado en 1642, y el símbolo de su reino -un 4 dorado inscrito en una «C»- resplandecía en su sombrío edificio de ladrillo. Cinco eran las calles que confluían en el lugar donde se alzaba la Torre Redonda, y Cazadora Roja podía elegir cualquiera de ellas para escapar.
Aparecieron varios coches de la policía.
Uno de ellos frenó ruidosamente hasta detenerse en el costado sur de la Torre Redonda. Otro llegó por el Köbmagergade, bloqueando cualquier posible escape hacia el norte. Cazadora Roja estaba ahora acorralado en la plaza que rodeaba la Torre Redonda. La presa de Malone vaciló, pareciendo valorar la situación, luego se precipitó a la derecha y desapareció en la Torre Redonda.
¿Qué estaba haciendo aquel estúpido? Allí no había ninguna salida aparte de esa puerta. Pero quizás Cazadora Roja no lo sabía.
Malone corrió hacia la entrada. Conocía al hombre de la taquilla. El noruego se pasaba muchas horas en la librería de Malone debido a su pasión por la literatura inglesa.
– Arne, ¿dónde ha ido ese hombre?
– Ha entrado corriendo sin pagar.
– ¿Hay alguien más ahí?
– Una pareja de ancianos subió hace un ratito.
No había ningún ascensor o escalera que condujera a la cúspide. Se subía a la cima por una rampa en espiral, instalada originalmente para que los voluminosos instrumentos astronómicos del siglo xvii pudieran ser subidos en carretillas. A los guías turísticos locales les gustaba contar que Pedro el Grande de Rusia había ascendido por allí a caballo, mientras su emperatriz le seguía en un carruaje.
Malone oyó las pisadas que resonaban en el entarimado del piso superior. Movió negativamente la cabeza ante lo que sabía que le aguardaba.
– Dígale a la policía que estamos allí arriba.
Y echó a correr.
A medio camino de la pendiente en espiral, pasó frente a una puerta que daba a la Gran Sala. La acristalada entrada estaba cerrada, y las luces apagadas. Unas dobles ventanas ornamentales se alineaban en las paredes exteriores de la torre, pero cada una de ellas estaba protegida por barrotes de hierro. Volvió a escuchar, y aún pudo oír a alguien corriendo arriba.
Continuó adelante, su respiración era cada vez más pesada y dificultosa. Aminoró el paso al cruzar por delante de un planetario medieval colocado en lo alto de la pared. Sabía que la salida a la terraza estaba sólo a unos metros de distancia, al otro lado de la curva final de la rampa.
Ya no oía pasos.
Siguió adelante y cruzó la arcada. Un observatorio octogonal -no de la época de Christian IV, sino una réplica más reciente- se alzaba en el centro, con una amplia terraza que lo circundaba.
A la izquierda de Malone, una verja de hierro forjado rodeaba el observatorio, su única entrada cerrada a cal y canto. A su derecha, una intrincada celosía, también de hierro forjado, perfilaba el borde exterior de la torre. Más allá de la baja barandilla se dibujaban los tejados de rojas tejas y verdes agujas de la ciudad.
Dio la vuelta a la plataforma y descubrió a un anciano tumbado en el suelo boca abajo. Detrás del cuerpo, Cazadora Roja se encontraba de pie, con el cuchillo contra la garganta de una anciana, y rodeándole el pecho con un brazo. La mujer parecía querer gritar, pero el miedo le ahogaba la voz.
– Tranquila -le dijo Malone en danés.
Estudió luego a Cazadora Roja. La mirada atormentada seguía allí, en aquellos oscuros, casi tristes ojos. Gotas de sudor brillaban bajo el resplandeciente sol. Todo indicaba que Malone no debía acercarse más. Las pisadas de abajo indicaban a su vez que la policía llegaría en cualquier momento.
– ¿Qué le parece si nos calmamos? -preguntó, probando en inglés.
Vio que el hombre le comprendía, aunque el cuchillo seguía en su sitio. La mirada de Cazadora Roja se disparaba como una flecha hacia el cielo, y luego regresaba. Parecía inseguro, y eso preocupaba aún más a Malone. Las personas desesperadas siempre hacían cosas desesperadas.
– Suelte el cuchillo. La policía está al llegar. No hay escapatoria.
Cazadora Roja volvió a mirar el cielo, y después nuevamente a Malone. La indecisión se reflejó nuevamente en sus ojos. ¿Qué era esto?¿Un ladrón de bolsos que huye hasta la cima de una torre de treinta metros de altura sin ningún lugar adónde ir?
Los pasos de abajo se hicieron más fuertes.
– La policía ya está aquí.
Cazadora Roja retrocedió acercándose a la barandilla de hierro, aunque ni por un momento soltó a la anciana. Malone sintió la dureza de un ultimátum que forzaba a una elección, de manera que quiso dejarlo claro otra vez:
– No hay escapatoria.
Cazadora Roja apretó con más fuerza el pecho de la mujer, luego siguió retrocediendo, ahora apretándose contra la barandilla exterior, que estaba a la altura de la cintura, sin nada más allá de él y su rehén que el aire.
De pronto sus ojos se liberaron del pánico, y una repentina calma envolvió al hombre. Empujó a la anciana hacia delante, y Malone la cogió antes de que perdiera el equilibrio. Cazadora Roja se santiguó y, con el bolso de Stephanie en la mano, se subió a la barandilla, gritó una sola palabra -«Beauseant»-, y después se cortó la garganta con el cuchillo mientras su cuerpo caía al vacío.
La mujer lanzó un alarido en el mismo momento en que la policía emergía de la puerta.
Malone la soltó y corrió hacia la barandilla.
Cazadora Roja yacía tendido sobre los adoquines treinta metros más abajo.
Malone se dio la vuelta y volvió a mirar al cielo, pero el asta de bandera situada en la cúspide del observatorio, la Dannebrog -una cruz blanca sobre un fondo rojo-, colgaba plácidamente en el tranquilo aire.
Miró hacia abajo y vio a Stephanie abriéndose camino a codazos entre la creciente multitud. Su bolso de piel yacía a un par de metros. Cotton vio que ella lo recogía de los adoquines, y luego se confundía entre los curiosos. La siguió con la mirada mientras ella se abría paso entre la gente y se escabullía por una de las calles que salía de la Torre Redonda, internándose en el bullicioso Ströget sin mirar atrás.
Malone movió la cabeza negativamente ante aquella apresurada huida y murmuró:
– ¿Qué diablos?
II
Stephanie estaba alterada. Después de veintiséis años en el departamento de Justicia, los últimos quince dirigiendo la unidad llamada Magellan Billet, había aprendido que si algo andaba sobre cuatro patas, tenía trompa y olía a cacahuetes, era un elefante. No hacía falta colgarle un letrero sobre el lomo. Lo cual quería decir que el hombre de la cazadora roja no era ningún ladrón de bolsos.
Era algo completamente distinto.
Y eso quería decir que alguien estaba al tanto de su propósito.
Había visto cómo el ladrón saltaba de la torre… La primera vez que realmente era testigo de una muerte. Durante años había oído hablar a sus agentes de ello, pero hay un enorme abismo entre leer un informe y ver morir a alguien. El cuerpo había chocado contra los adoquines con un espantoso ruido sordo. ¿Saltó él?¿O le había obligado Malone a hacerlo?¿Habían peleado?¿Había dicho algo antes de saltar?