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– Mi marido me dijo que era usted un hombre que podía encontrar lo inencontrable. El libro que quiero ya ha sido encontrado. Sólo necesito que se compre.

– Eso quiere decir que será vendido al mejor postor.

Malone frunció el ceño. Stephanie no sabía el peligroso terreno en que se estaba metiendo. La primera regla de un trato era no revelar nunca lo muy desesperadamente que uno deseaba algo.

– Es un libro desconocido que no interesa a nadie -dijo ella.

– Pero aparentemente a usted sí, lo que quiere decir que habrá otros.

– Asegúrese de que nosotros somos los mejores postores.

– ¿Por qué es tan importante ese libro? Nunca he oído hablar de él. Su autor es desconocido.

– ¿Cuestionará usted los motivos de mi marido?

– ¿Qué significa eso?

– Que no es asunto de su incumbencia. Hágase con el libro, y yo le pagaré sus honorarios, tal como acordamos.

– ¿Por qué no lo compra usted misma?

– No pienso dar explicaciones.

– Su marido era mucho más agradable.

– Está muerto.

Aunque aquella aclaración no delataba ninguna emoción, se produjo un momento de silencio.

– ¿Vamos a ir juntos a Roskilde? -preguntó Hansen, captando al parecer el mensaje de que no iba a conseguir nada de ella.

– Nos encontraremos allí.

– No veo el momento.

Stephanie salió de la oficina y Malone se encogió un poco más en su rincón volviendo la cara cuando ella pasaba. Oyó cerrarse de golpe la puerta del despacho de Hansen, y aprovechó la oportunidad para regresar a grandes zancadas a la entrada.

Stephanie abandonó precipitadamente la oscurecida tienda y giró a la izquierda. Malone esperó, luego se deslizó despacio tras ella y observó que su antigua jefa zigzagueaba entre los compradores de la tarde, de regreso a la Torre Redonda.

Dejó cierta distancia y la siguió.

La mujer nunca volvía la cabeza. Al parecer no prestaba atención a la posibilidad de que alguien pudiera interesarse por lo que ella hacía. Sin embargo, debería haberlo hecho, especialmente después de lo que había pasado con Cazadora Roja. Malone se preguntó por qué su protección no estaba allí. Por supuesto, ella no era un agente de campo, pero tampoco una estúpida.

En la Torre Redonda, en vez de torcer a la derecha y dirigirse hacia la Höjbro Plads, donde se encontraba la tienda de Malone, ella siguió recto. Al cabo de tres manzanas más, desapareció dentro del Hotel d’Angleterre.

Le dolía que ella tuviera intención de comprar un libro en Dinamarca y no le hubiera pedido ayuda. Evidentemente, no quería involucrarle. De hecho, después de lo ocurrido en la Torre Redonda, al parecer ni siquiera había querido hablar con él.

Consultó su reloj. Eran algo más de las cuatro y media. La subasta empezaba a las seis de la tarde, y Roskilde estaba a media hora en coche. Él no había tenido intención de asistir. El catálogo que había recibido semanas atrás no contenía nada de interés. Pero ése ya no era el caso. Stephanie estaba actuando de una manera extraña, incluso para ella. Y una voz familiar en lo más profundo de su cabeza, una voz que le había mantenido con vida durante sus doce años como agente del gobierno, le decía que ella iba a necesitarlo.

III

Abadía des Fontaines

Pirineos franceses

5:00 pm

El senescal se arrodilló al lado de la cama para confortar a su agonizante maestre. Durante semanas había rezado para que no llegara este momento. Pero pronto, después de dirigir la orden sabiamente durante veintiocho años, el anciano que yacía en el lecho alcanzaría su bien ganada paz y se uniría a sus predecesores en el Cielo. Desgraciadamente para el senescal, el tumulto del mundo continuaría, y él temía esa perspectiva.

La habitación era espaciosa. Sus viejas paredes de piedra y madera no mostraban decadencia alguna, y sólo las vigas de pino del techo aparecían ennegrecidas por el tiempo. Una solitaria ventana, como un ojo sombrío, rompía la continuidad de la pared exterior, y enmarcaba una hermosa cascada cuya belleza contrastaba con una desolada montaña gris en el fondo. El crepúsculo hacía más densa la oscuridad en los rincones de la habitación.

El senescal alargó la mano para coger la del anciano, que estaba fría y húmeda.

– ¿Puede usted oírme, maestre? -preguntó en francés.

Los cansados ojos se abrieron.

– No me he ido todavía. Pero será pronto.

Había oído a otros en su hora final haciendo similares afirmaciones, y se preguntó si el cuerpo simplemente se agotaba, careciendo de la energía para obligar a los pulmones a respirar, o al corazón a latir, la muerte ganando finalmente la partida allí donde la vida había florecido. Agarró la mano con más fuerza.

– Le echaré de menos.

Una sonrisa afloró a los finos labios del enfermo.

– Me has servido bien, como supuse que harías. Por eso te elegí.

– Habrá muchos conflictos en los días que nos aguardan.

– Estás preparado. Yo he procurado que fuera así.

Él era el senescal, el segundo tras el maestre. Había ascendido rápidamente de categoría, demasiado rápidamente para algunos, y sólo el firme liderazgo del maestre había contenido el descontento. Pero pronto la muerte reclamaría a su protector, y él temía que pudiera seguirle una abierta rebelión.

– No hay ninguna garantía de que yo le suceda.

– Te subestimas.

– Respeto el poder de nuestros adversarios.

Un silencio se abatió sobre ellos, permitiendo que las alondras y los mirlos anunciaran su presencia más allá de la ventana. Bajó la mirada hacia su maestre. El anciano llevaba una bata azul celeste salpicada de estrellas doradas. Aunque sus rasgos faciales se habían afilado por la cercanía de la muerte, seguía notándose un vigor en las magras formas del anciano. Una barba gris larga y descuidada, manos y pies oprimidos por la artritis, pero unos ojos que continuaban brillando. Sabía que veintiocho años de jefatura habían enseñado muchas cosas al viejo guerrero. Quizás la lección más vital era cómo proyectar, incluso frente a la muerte, una máscara de cortesía.

El doctor había confirmado el cáncer unos meses atrás. Tal como exigía la regla, se había permitido que la enfermedad siguiera su curso, como la consecuencia natural de la acción de Dios aceptada. Millares de hermanos a través de los siglos habían soportado el mismo final, y resultaba inimaginable que el maestre faltara a la tradición.

– Me gustaría poder oler el agua -susurró el viejo.

El senescal miró hacia la ventana. Sus hojas de vidrio del siglo xvi estaban completamente abiertas, permitiendo que el dulce aroma de la piedra mojada y la verde hierba se filtrara hasta sus ventanillas nasales. La lejana agua rugía en su burbujeante curso.

– Su habitación ofrece el lugar perfecto.

– Una de las razones por las que quise ser maestre.

El senescal sonrió, sabiendo que el viejo estaba bromeando.

Había leído las Crónicas y sabía que su mentor había ascendido gracias a su capacidad para afrontar cada giro de la fortuna con la adaptabilidad de un genio. Su mandato había sido de paz, pero todo eso pronto cambiaría.

– Debería rezar por su alma -dijo el senescal.

– Ya habrá tiempo para eso. En vez de ello, debes prepararte.

– ¿Para qué?

– Para el cónclave. Reúne tus votos. Prepárate. No permitas que tus enemigos tengan tiempo de aliarse. Recuerda todo lo que te enseñé.

La áspera voz se quebraba por la debilidad, pero seguía habiendo firmeza en el tono.

– No estoy seguro de que quiera ser maestre.

– Sí que quieres.

Su amigo le conocía bien. La modestia exigía que rehusara el manto, pero lo que más deseaba en el mundo era ser el siguiente maestre.

Sintió que la mano del viejo temblaba. Unas pocas inspiraciones superficiales fueron necesarias para que el viejo se calmara.