– He preparado el mensaje. Está ahí, en la mesa.
Sabía que el deber del próximo maestre sería estudiar ese testamento.
– El deber tiene que cumplirse -dijo el maestre-. Como se ha hecho desde el Inicio.
El senescal no quería oír hablar de deber. Estaba más preocupado por la emoción. Paseó su mirada por la habitación, que contenía solamente la cama, un reclinatorio situado delante de un crucifijo, un escritorio, y dos envejecidas estatuas de mármol metidas en nichos de la pared. Hubo una época en que la cámara había estado llena de cuero español, porcelana de Delft, muebles ingleses. Pero la ostentación había sido suprimida hacía mucho tiempo del carácter de la orden.
Al igual que del suyo.
El anciano jadeó en busca de aire.
El senescal bajó la mirada hacia el hombre que yacía en aquel inquieto sopor provocado por la enfermedad. El maestre cogió aire, parpadeó algunas veces y luego dijo:
– Aún no, viejo amigo. Pero será pronto.
IV
Roskilde
6:15 pm
Malone esperó hasta que la subasta se hubo iniciado para deslizarse en la sala. Estaba familiarizado con el sistema y sabía que las pujas no empezarían antes de las seis y veinte, ya que había cuestiones preliminares tocantes al registro de compradores y acuerdos de venta que habían de ser verificadas antes de que el dinero empezara a cambiar de manos.
Roskilde era una antigua ciudad situada junto a un estrecho fiordo. Fundada por los vikingos, había servido de capital de Dinamarca hasta el siglo xv y continuaba desprendiendo cierta gracia real. La subasta se celebraba en el centro de la ciudad, cerca de la Domkirke, en un edificio del Skomagergade, donde los zapateros habían dominado una vez. Vender libros era todo un arte en Dinamarca -en el país se valoraba mucho la palabra escrita-, uno que Malone, como bibliófilo de toda la vida, había llegado a admirar. Antaño los libros fueron para él simplemente un pasatiempo, una diversión de las presiones de su arriesgado oficio, ahora constituían su vida.
Tras descubrir a Peter Hansen y Stephanie en una de las filas delanteras, él se quedó en la parte trasera, detrás de una de las columnas de piedra que sostenían el abovedado techo. No tenía intención de pujar, de modo que no importaba que el subastador pudiera verlo.
Los libros venían y se iban, algunos por una respetable suma de coronas. Pero observó que Peter Hansen se animaba cuando fue mostrado el siguiente artículo.
– Pierres Gravées du Languedoc, de Eugène Stüblein. Editado en 1887 -anunció el subastador-. Una historia local, bastante corriente para la época, impresa en sólo unos centenares de ejemplares. Éste forma parte de una propiedad recientemente adquirida. Este libro tiene una elegantísima encuadernación de piel, sin marcas, y posee algunos extraordinarios grabados… Uno de ellos aparece reproducido en el catálogo. No es algo de lo que normalmente nos ocupemos, pero el volumen es bastante precioso, de modo que pensamos que podría tener algún interés. Una puja de apertura, por favor.
Se produjeron tres rápidamente, todas ellas bajas, la última de cuatrocientas coronas. Malone hizo números. Sesenta dólares. Hansen subió entonces a ochocientas. No llegaron más pujas de otros potenciales compradores hasta que uno de los intermediarios en contacto telefónico con aquellos que no podían asistir anunció una puja de un millar de coronas.
Hansen pareció preocupado por el inesperado desafío, especialmente procedente de un postor a larga distancia, y subió su oferta a mil cincuenta. El Hombre del Teléfono contraatacó con dos mil. Un tercer postor se unió a la refriega. Los gritos continuaron hasta que la postura se elevó a nueve mil coronas. Hubo más que parecieron creer que en el libro podría haber algo más. Un minuto más de intensa puja terminó con una oferta de Hansen de veinticuatro mil coronas.
Más de cuatro mil dólares.
Malone sabía que Stephanie era una funcionaria, alguien que cobraba entre setenta y ochenta mil dólares al año. Su marido había muerto unos años antes y le había dejado algunos bienes, pero no era rica y ciertamente tampoco una coleccionista de libros, por lo cual Cotton se preguntó por qué estaría ella dispuesta a pagar tanto dinero por un desconocido diario de viajes. La gente se los traía a su tienda por cajas, muchos del siglo xix y comienzos del xx, una época en la que los relatos personales de viajes a lugares remotos eran populares. La mayor parte estaba escrita en una prosa recargada, y, en general, carecían de valor.
Éste, evidentemente, parecía una excepción.
– Cincuenta mil coronas -ofreció el Hombre del Teléfono.
Más del doble de la última puja de Hansen.
Las cabezas se volvieron y Malone se retiró detrás de la columna cuando Stephanie se dio la vuelta para enfrentarse con el postor telefónico. Malone atisbo alrededor del borde y vio que Stephanie y Hansen conversaban, luego volvió a prestar su atención al subastador. Transcurrió un momento de silencio mientras Hansen parecía considerar su siguiente movimiento, pero evidentemente estaba siguiendo las instrucciones de Stephanie.
Ésta movió negativamente la cabeza.
– El artículo queda adjudicado al postor del teléfono por cincuenta mil coronas.
El subastador retiró el libro del expositor, y se anunció una pausa de quince minutos. Malone sabía que la casa iba a echar una ojeada a Pierres Gravées du Languedoc para ver qué lo hacía merecedor de ocho mil dólares. Sabía que los tratantes de Roskilde eran astutos y no estaban acostumbrados a que los tesoros se deslizaran por su lado sin advertirlos. Pero aparentemente algo había ocurrido esta vez.
Malone continuó arrimado a la columna mientras Stephanie y Hansen seguían cerca de sus asientos. Una serie de rostros familiares llenaron la sala, y él esperó que nadie lo llamara por su nombre. La mayor parte del público se encontraba holgazaneando en el otro rincón, donde estaban ofreciendo refrescos. Observó que dos hombres se acercaban a Stephanie y se presentaban. Ambos eran robustos, llevaban el pelo corto, vestían pantalones chinos y camiseta de cuello redondo bajo unas holgadas chaquetas de color marrón claro. Se inclinaron para estrechar la mano de Stephanie, Malone observó el característico bulto de un arma.
Tras un momento, los hombres se retiraron. La conversación había sido aparentemente amistosa, y, mientras Hansen se acercaba a las cervezas frías, Stephanie se acercó a uno de los asistentes, habló con él un momento, y luego abandonó la sala por una puerta lateral.
Malone se fue directamente hacia el mismo asistente, Gregos, un delgado danés al que conocía bien.
– Cotton, encantado de verle.
– Siempre al acecho de una ganga.
Gregos sonrió.
– Difícilmente las encontrará aquí.
– Parece como si el último artículo hubiera causado una conmoción.
– Yo pensé que alcanzaría las quinientas coronas. Pero ¿Cincuenta mil? Asombroso.
– ¿Alguna idea de por qué?
Gregos movió negativamente la cabeza.
– No consigo entenderlo.
Malone señaló con la cabeza la puerta lateral.
– La mujer con la que estaba usted hablando hace un momento, ¿adónde ha ido?
El asistente le lanzó una mirada de complicidad.
– ¿Está interesado en ella?
– No de esa manera. Pero sí estoy interesado.
Malone había sido un cliente predilecto de la casa de subastas desde que unos meses atrás ayudó a encontrar a un vendedor irregular que había ofrecido tres volúmenes de Jane Eyre, edición de 1847, que resultaron ser robados. Cuando la policía confiscó los libros al nuevo comprador, la casa de subastas tuvo que devolver hasta la última corona, pero el vendedor había ya ingresado el cheque de la casa. Como un favor, Malone encontró al hombre en Inglaterra y recuperó el dinero. Con todo ello, Malone hizo algunos agradecidos amigos en su nuevo hogar.