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Brightblade se abrió camino entre la confusión, casi ensordecido con los gritos de los oficiales, las maldiciones y gruñidos de los cafres, doblados bajo pesados fardos, los relinchos asustados de los caballos y, de vez en cuando, en lo alto, la estridente llamada de un dragón azul a otro compañero.

El sol de primera hora de la mañana brillaba con fuerza; el calor era ya intenso, y el verano acababa de empezar. El caballero se había quitado la mayor parte de la armadura una vez acabada la batalla, pero todavía llevaba el peto y los brazales, con el lirio de la muerte señalándolo como un Caballero del Lirio. Era jinete de dragones y no había tomado parte en el combate, que se había disputado en tierra. Después de la batalla, su garra había sido elegida para ocuparse de los muertos de ambos bandos y, así, aun siendo segundo al mando, había sido destinado en el puesto de corredor mensajero.

Pero a Brightblade no le molestaba esto, del mismo modo que a su comandante no le importaba que lo hubieran puesto a cargo de la ceremonia del entierro. Era parte de la disciplina de los Caballeros de Takhisis el servir a su Oscura Majestad en cualquier cometido y hacerlo para su mayor gloria.

A mitad de camino de la playa, Brightblade tuvo que parar y preguntar dónde habían instalado su cuartel general los Caballeros Grises, los Caballeros de la Espina. Lo alegró saber que habían buscado refugio en una arboleda.

—Debería haberlo imaginado —se dijo, con una leve sonrisa—. Todavía no he conocido a un hechicero que no aproveche todas las comodidades que pueda procurarse.

Brightblade dejó atrás la abarrotada, calurosa y ruidosa playa y entró en la relativa frescura que daba la sombra de los árboles. El ruido disminuyó, al igual que el calor. Se detuvo un momento para disfrutar del frescor y la quietud, y después siguió su camino, ansioso de cumplir la misión encomendada y marcharse de aquel sitio, por muy fresco y acogedor que fuera. Ahora empezaba a experimentar la acostumbrada sensación de intranquilidad y desasosiego que sienten todos aquellos que no están dotados con el don de la magia cuando se encuentran cerca de los que sí lo tienen.

Encontró a los Caballeros de la Espina a cierta distancia de la playa, en una pinada de altos árboles. En el suelo había varios baúles de madera grandes, tallados con intrincados símbolos arcanos. Unos aprendices repasaban el contenido de estos baúles e iban haciendo marcas en la lista de objetos reseñados en hojas de pergamino. El caballero dio un rodeo para no pasar cerca de los baúles. Los olores que salían de ellos eran repulsivos; se preguntó cómo podían aguantarlo los aprendices, pero supuso que acababan acostumbrándose con el tiempo. Los Caballeros de la Espina transportaban siempre sus equipos.

Hizo una mueca al sentir un hedor particularmente repugnante que emanaba de uno de los baúles. Una rápida ojeada le descubrió objetos putrefactos y hediondos que más valía no identificar. Apartó los ojos con asco y buscó su objetivo. A través de las sombras de los pinos, vio un parche blanco que brillaba bajo un rayo de sol, aunque parcialmente oscurecido con gris. Brightblade no era especialmente imaginativo, pero le recordó unas blancas y esponjosas nubes rebasadas por el gris de la tormenta. Lo interpretó como un buen augurio. Se aproximó con timidez a la cabecilla de la orden, una poderosa hechicera que ostentaba el alto rango de Señora de la Noche.

—Señora, se presenta el caballero guerrero Steel Brightblade —saludó—. He sido enviado por el subcomandante caballero Trevalin con la petición de que vuestro prisionero, el mago Túnica Blanca, sea llevado a su presencia. Lord Trevalin necesita que el prisionero identifique los cuerpos de los muertos para que puedan ser enterrados con honor. Así como —añadió en voz baja, para que no le oyeran otros— para verificar su número.

A Trevalin le gustaría saber si algún Caballero de Solamnia había escapado, uno que podía estar emboscado, quizá con la esperanza de cazar a un cabecilla.

La Señora de la Noche a la que se había dirigido no devolvió el saludo al caballero ni pareció complacida con su requerimiento. Lillith, una mujer mayor, quizá cerca de los cincuenta, había sido en otros tiempos una Túnica Negra, pero había cambiado su lealtad cuando se le presentó la oportunidad. Como Caballero de la Espina, ahora estaba considerada como una renegada por los otros hechiceros de Ansalon, incluidos aquellos que vestían túnicas negras. Esto podría parecer desconcertante a algunos, puesto que los hechiceros de una y otra organización servían a la Reina Oscura. Pero los Túnicas Negras servían primero a Lunitari, dios de la magia negra, y a su madre, Takhisis, en segundo lugar. Los Caballeros de la Espina servían a la Reina Oscura única y exclusivamente.

La Señora de la Noche miró fijamente a Steel Brightblade.

—¿Por qué Trevalin te envió a ti?

—Señora —contestó Brightblade, poniendo gran cuidado en no demostrar su irritación ante este interrogatorio que no venía a cuento—, era el único que estaba disponible en ese momento.

La Señora de la Noche frunció el ceño, con lo que se hizo más profunda la arruga que tenía entre las cejas.

—Vuelve con el subcomandante Trevalin y dile que envíe a otro.

—Disculpad, señora, pero mis órdenes vienen del subcomandante Trevalin —replicó Brightblade—. Si deseáis que las revoque, entonces debéis pedírselo a él directamente. Yo permaneceré aquí hasta que hayáis conferenciado con mi oficial al mando.

El ceño de la Señora de la Noche se hizo más profundo, pero estaba atrapada en las complejidades del protocolo. Para cambiar las órdenes de Steel tendría que enviar a uno de sus propios aprendices a través de toda la playa para hablar con Trevalin. Seguramente no se conseguiría nada con el paseo, ya que Trevalin andaba corto de hombres disponibles y no enviaría a otro caballero para hacer lo que éste podía hacer sin más problemas.

—Debe de ser voluntad de su Oscura Majestad —musitó la Señora de la Noche mientras observaba a Steel con sus ojos de color verde, de mirada penetrante—. Bien, pues, que así sea. Doy mi consentimiento. El mago que buscas está allí.

Steel no tenía idea de a qué venía toda esta conversación y tampoco sentía el menor deseo de preguntar.

—¿Para qué quiere Trevalin al mago? —preguntó la Señora de la Noche.

—Lo necesita —repitió Steel, exhortándose a tener paciencia— para identificar los cadáveres. El Túnica Blanca es el único superviviente.

Al oír esto, el prisionero levantó la cabeza. Su semblante se demudó hasta el punto de quedarse tan lívido como los cadáveres que estaban tendidos en la arena. El Túnica Blanca se incorporó de un salto, con el consiguiente sobresalto de aquellos a quienes les habían asignado su vigilancia.

—¡No, todos no! —gritó con voz quebrada—. ¡No puede ser!

Steel Brightblade hizo un saludo respetuoso aunque solemne, como le había sido enseñado: «Trata a las personas de todo rango, condición y educación con respeto, incluso si son enemigos. Sobre todo si son enemigos. Respeta siempre al enemigo; así jamás lo subestimarás».

—Creemos que así es, señor mago, aunque no podemos saberlo con seguridad. Planeamos enterrar a los muertos con honor, poner sus nombres en la tumba, y eres el único que puede identificarlos.

—Llévame hasta ellos —instó el joven mago.

Su rostro estaba rojo como si tuviera fiebre. Tenía la túnica salpicada de manchas de sangre, algunas de las cuales debían de ser de la suya propia. En un lado de la cabeza tenía un feo corte y estaba amoratado. Lo habían despojado de sus bolsas y saquillos, que estaban en el suelo, a un lado. Algún infortunado aprendiz los examinaría, arriesgándose a ser quemado —o algo peor— por los objetos arcanos que, debido a su propensión al Bien, sólo un Túnica Blanca podía usar.