—Qué asco, está caliente.
—Dejaste el odre al sol, así que no te extrañe que lo este.
—¿Y dónde demonios se supone que lo iba a dejar? No había sombra en el maldito bote. Parece como si no hubiera sombra en ningún sitio del maldito mundo. No me gusta este sitio ni un pelo. Esta isla me da mala espina, como si estuviera embrujada o algo por el estilo.
—Sé lo que quieres decir —se mostró de acuerdo su compañero con actitud sombría. No dejaba de echar ojeadas aquí y allí, hacia los árboles, a uno y otro lado de la playa. Sólo veía a los cafres, quienes, evidentemente, no estaban desasosegados por ninguna sensación extraña. Claro que no eran más que unos bárbaros—. Se nos advirtió que no viniéramos aquí, ¿sabes?
—¿Qué? —El otro caballero estaba perplejo—. Lo ignoraba. ¿Quién te lo dijo?
—Brightblade. Lo supo por el propio lord Ariakan en persona.
—Pues si lo dice Brightblade, es cierto. Es del estado mayor de Ariakan, aunque he oído comentar que ha pedido ser trasladado a una fuerza de combate. Además, Ariakan fue su padrino cuando ingresó en la orden. —El caballero parecía nervioso y preguntó en voz queda:— Esa información no es secreta, ¿verdad?
Al otro caballero pareció divertirle la pregunta.
—No conoces muy bien a Steel Brightblade si crees que rompería cualquier juramento revelando información que le hubieran dicho que guardara para sí. Antes le arrancarían la lengua con tenazas al rojo vivo. No, lord Ariakan discute abiertamente los asuntos con todos los comandantes de regimiento antes de tomar una decisión y actuar en consecuencia. —El caballero cogió un puñado de guijarros y empezó a arrojarlos al agua ociosamente.
»Los Caballeros Grises fueron quienes empezaron todo. Alguna clase de augurio reveló la localización de esta isla y que estaba habitada por un gran número de personas.
—Entonces ¿quién nos advirtió que no viniéramos?
—Los Caballeros Grises. El mismo augurio que les reveló la existencia de la isla los previno de no aproximarse a ella. Intentaron persuadir a Ariakan para que la dejara en paz. Dijeron que este sitio podía significar el desastre.
El otro caballero frunció el ceño y echó una ojeada alrededor con creciente inquietud.
—Entonces ¿por qué nos enviaron aquí? —preguntó.
—Por la inminente invasión de Ansalon. Lord Ariakan creyó que esta maniobra era necesaria para proteger sus flancos. Los Caballeros Grises fueron incapaces de precisar qué tipo de desastre ocurriría con nuestra venida a la isla. Como dijo lord Ariakan, el desastre podría sobrevenir incluso si no hacíamos nada. Así que decidió seguir el viejo dicho enano: es mejor ir a buscar al dragón que el dragón vaya a buscarte.
—Buen razonamiento —se mostró conforme su compañero—. Si hay un ejército de Caballeros de Solamnia en esta isla, más vale que nos las entendamos con ellos ahora. Aunque no parece muy probable. —Señaló con un ademán la amplia extensión de la arenosa playa, las dunas cubiertas con hierba verde grisácea, y, más hacia el interior, un bosque de feos árboles deformes que se recortaban contra la silueta de las colinas semejantes a garras.
»No consigo imaginar por qué querrían venir aquí los solámnicos. Ni ninguna otra persona. Los elfos no vivirían en un sitio tan feo.
—No hay cuevas, así que tampoco les gustaría a los enanos. Si hubiera minotauros ya nos habrían atacado a estas alturas. Y en el caso de los kenders, ya se habrían largado con el bote y nuestras armaduras. Los gnomos nos habrían salido al encuentro con algún tipo de máquina atrapapeces manejada por demonios. Los humanos somos la única raza lo bastante necia para vivir en una isla tan horrible —concluyó el caballero con guasa. Recogió otro puñado de piedrecillas.
—Quizás una banda de delincuentes draconianos o goblins. O incluso de ogros. De los que escaparon hace veintitantos años, después de la Guerra de la Lanza, y huyeron hacia el norte, a través del mar, para evitar que los capturaran los Caballeros de Solamnia.
—Sí, pero ellos estarían de nuestra parte —respondió su compañero—. Y nuestros caballeros hechiceros con sus túnicas grises no estarían tan interesados en ello. Ah, ahí llegan nuestros exploradores para informar. Ahora lo sabremos.
Los caballeros se pusieron de pie. Los cafres que habían ido al interior de la isla se acercaron presurosos a sus jefes. Los bárbaros sonreían de oreja a oreja. Sus cuerpos casi desnudos brillaban por el sudor, y la pintura azul con que se cubrían y que se suponía poseía alguna clase de propiedades mágicas —como por ejemplo hacer que las flechas salieran rebotadas— se escurría en reguerillos por sus musculosos cuerpos. Largos mechones de pelo, decorados con plumas de llamativos colores, brincaban sobre sus espaldas mientras corrían ágilmente por las dunas de arena.
Los dos caballeros intercambiaron una mirada de tranquilidad.
—¿Qué encontrasteis? —preguntó el caballero al líder del grupo, un tipo gigantesco, pelirrojo, que sobrepasaba con creces la estatura de los caballeros y que probablemente habría podido cogerlos a ambos y levantarlos sobre su cabeza, pero que miraba a los dos caballeros con veneración y respeto ilimitados.
—Hombres —contestó el cafre. Aprendían con rapidez, y no les había costado trabajo adaptarse al Común, que era el lenguaje utilizado por la mayoría de las razas de Krynn. Desafortunadamente, los cafres denominaban «hombres» a toda la gente que no perteneciera a su raza.
El cafre bajó la mano hacia el suelo para indicar hombres pequeños, lo que podía significar enanos, pero que más probablemente se refería a niños. Luego la subió hasta su cintura, con lo que seguramente indicaba mujeres. Esto último lo confirmó el cafre poniendo las manos ahuecadas sobre el pecho y meneando las caderas, con lo que sus compañeros se echaron a reír mientras se daban codazos unos a otros.
—Hombres, mujeres y niños —dijo el caballero—. ¿Muchos hombres? ¿Montones de hombres? ¿Edificios grandes? ¿Ciudades?
Al parecer, esto les resultó muy divertido a los cafres, pues prorrumpieron en escandalosas carcajadas.
—¿Qué encontrasteis? —repitió el caballero con tono cortante, y el ceño fruncido—. Basta de tonterías.
Los cafres recobraron la seriedad rápidamente.
—Muchos hombres —dijo el líder—, pero no murallas. Casas. —Hizo un gesto raro, se encogió de hombros, sacudió la cabeza y añadió algo en su propia lengua.
—¿Qué significa eso? —preguntó el caballero a su compañero.
—Tiene algo que ver con los perros —contestó el otro, que ya había estado al mando de cafres con anterioridad y había aprendido algunas palabras de su idioma—. Creo que quiere decir que esos hombres viven en casas en las que sólo vivirían los perros.
Varios de los cafres empezaron a caminar de aquí para allí con los hombros hundidos, balanceando los brazos alrededor de las rodillas y gruñendo. Luego todos se irguieron, se miraron unos a otros y de nuevo se echaron a reír.
—Por su Oscura Majestad, ¿qué demonios hacen ahora? —inquirió el caballero.
—Que me aspen si lo entiendo —dijo su compañero—. Creo que deberíamos ir a echar un vistazo nosotros. —Desenvainó su espada parcialmente de la vaina de cuero negro—. ¿Peligro? —preguntó al cafre—. ¿Necesitamos armas?
El cafre se rió otra vez, cogió su propia espada corta (los cafres combatían con dos, larga y corta, así como con arcos y flechas) la hincó en el tronco de un árbol y le dio la espalda.
Alentado por el gesto, el caballero enfundó de nuevo su arma, y su compañero y él siguieron a sus guías. Dejaron la playa y se internaron en el bosque de árboles deformes. Caminaron casi un kilómetro a lo largo de lo que parecía una senda de animales y al fin llegaron al poblado.
A pesar de la grotesca pantomima representada por los cafres, los caballeros no estaban preparados para lo que encontraron. Parecía que habían topado con una gente que se hubiera quedado varada en los bajíos mientras el gran río del Tiempo seguía fluyendo y los dejaba atrás, sin tocarlos.