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Aunque en apariencia tranquilo y firme en su lealtad y devoción a la Reina de la Oscuridad, Steel Brightblade debía de ser un tumultuoso mar de conflictos en su interior. Al menos, es lo que sospechaba la Señora de la Noche, y tenía motivo para ello. Steel Brightblade llevaba la espada de un Caballero de Solamnia, la espada de su padre. Y también llevaba (aunque esto era un secreto muy bien guardado) una joya de manufactura elfa. Conocida como la Joya Estrella, sólo era una prenda que se intercambiaba entre enamorados. A Sturm Brightblade se la había dado Alhana Starbreeze, reina de los elfos silvanestis, durante la Guerra de la Lanza. Y Sturm Brightblade —o más bien el cadáver de Sturm Brightblade, si se daba crédito a lo que decía Steel— le había entregado la joya a su hijo.

Una piedra blanca a la izquierda, una piedra negra a la derecha, y en el centro una piedra marcada con una fortaleza. Y, por encima de ésta, una piedra marcada con fuego. Así interpretó Lillith los símbolos: el joven estaba dividido en dos y su conflicto interno desembocaría en desastre. ¿Qué otra cosa podía representar una fortaleza arrasada por las llamas?

La Señora de la Noche había argumentado largo y tendido, pero nadie la escuchó. Incluso la Señora de la Calavera, una poderosa sacerdotisa —una mujer muy, muy vieja de la que se decía era la favorita de la reina Takhisis— había recomendado que Steel fuera admitido como caballero.

—Sí, lleva la Joya Estrella —farfulló la vieja arpía a través de una boca desdentada—. Es la única grieta en su coraza de hierro. La utilizaremos para ver lo que hay en su corazón y, desde esa ventajosa perspectiva, ¡veremos lo que guardan los corazones de nuestros enemigos!

Necia vieja balbuceante.

Pero la Señora de la Noche lo comprendía ahora. Arrojó la idea sobre el negro lienzo que era su mente, del mismo modo que arrojaba sus piedras vaticinadoras. Cayó con limpieza sobre la mesa, sin rodar ni tambalearse, situada boca arriba. Meditabunda, eligiendo con cuidado sus palabras, se acercó al joven mago.

—Has mencionado a tu tío —dijo, de pie junto a Palin y mirándolo desde arriba, con los brazos cruzados sobre el pecho—. No lo llegaste a conocer, ¿verdad? No, claro que no. Eres demasiado joven.

Palin guardó silencio y aferró el Bastón de Mago con más fuerza. El joven había hecho por sus hermanos todo cuanto estaba en su mano. Ahora sólo quedaba la amarga tarea de llevarlos a casa, de dar la terrible noticia a sus padres. Se encontraba en un momento de debilidad, vulnerable. La tarea de la Señora de la Noche era casi demasiado fácil.

—Raistlin dejó este mundo antes de que nacieras.

Palin alzó la vista y, con sólo esa fugaz mirada, lo reveló todo, aunque siguió sin decir una palabra.

—Dejó este mundo y eligió permanecer en el Abismo, donde lo atormenta a diario nuestra temida señora.

—No —lo provocó a responder—. No, eso no es cierto. A mi tío le fue concedida la paz del descanso por su sacrificio. Paladine se lo reveló a mi padre.

Lillith se arrodilló para ponerse a la misma altura que el joven y se acercó a él. Era una mujer atractiva y, cuando lo quería, podía resultar encantadora, tan fascinante como una serpiente.

—Eso es lo que dice tu padre. ¿Qué otra cosa podía decir, si no?

Notó que el joven rebullía inquieto a su lado y sintió despertar la emoción en lo más profundo de su ser. Él no la miró, pero la mujer se dio cuenta de sus dudas. El chico había pensado sobre esto con anterioridad. Creía a su padre, pero una parte de él se resistía. Esta duda era la grieta en su armadura. A través de esa grieta, deslizó su cuchilla mental envenenada.

—¿Y si tu padre se equivoca? ¿Y si Raistlin Majere vive? —se acercó aún más al joven—. Te llama, ¿verdad?

Fue dar un palo de ciego, pero la Señora de la Noche supo de inmediato que había acertado en el blanco. Palin se encogió sobre sí mismo y agachó los ojos.

—Si Raistlin regresara a este mundo, te tomaría de aprendiz. Estudiarías con el mago más grande que ha caminado por este plano existencial. Tu tío ya te ha hecho un valiosísimo regalo. ¿Qué más no haría por su amado sobrino?

Palin la miró de reojo, sólo de soslayo, pero la hechicera vio en el fondo de sus ojos la chispa que encendía el fuego que acabaría consumiéndolo.

Satisfecha, la Señora de la Noche se incorporó y se alejó. Ahora podía dejar solo al prisionero. Estaba a buen recaudo, enredado en los lazos de la tentación. E, inadvertidamente, arrastraría a su primo con él. Ésa era la razón de que la Reina Oscura hubiera hecho reunirse a los dos.

Lillith metió la mano en una bolsita de terciopelo negro, agarró un puñado de piedras al azar y, musitando un encantamiento, tiró las piedras al suelo. La Señora de la Noche se estremeció.

Había acertado en su conjetura. Takhisis debía tener estas dos almas... y enseguida.

La perdición estaba próxima.

8

La ciudad de Palanthas. Una búsqueda peligrosa y poco fructífera.

El calor del sol de mediodía se derramaba como aceite hirviente sobre las aguas de la bahía de Branchala. Ésta era la hora del día con mas actividad en los muelles de Palanthas, cuando el bote de Usha se unió a la multitud de otras embarcaciones que atestaban el puerto. No estando acostumbrada a semejante calor, ruido y barullo, Usha se sentó en su barco bamboleante y echó una mirada consternada a su alrededor. Enormes galeras mercantes tripuladas por minotauros se rozaban contra los grandes barcos pesqueros pilotados por los navegantes humanos de negra piel, oriundos de Ergoth del Norte. Barcazas de «mercado» más pequeñas se abrían paso con topetazos y golpes de proa entre las apiñadas embarcaciones, ganándose una lluvia de improperios y alguno que otro cubo de agua del pantoque o cabezas de peces cuando chocaban contra una embarcación de mayor tamaño. Para empeorar el desconcierto, un barco gnomo acababa de entrar en el puerta Las otras naves levaban anclas, tratando de poner tanto mar por medio entre ellas y el barco gnomo como les fuera posible. Nadie con sentido común arriesgaría la vida o alguna parte del cuerpo quedándose en las inmediaciones de aquella monstruosidad que vomitaba vapor. El capitán de puerto, en su bote pintado de manera especial, navegaba acá y allá enjugándose la sudorosa y calva cabeza y chillando a voz en grito a los capitanes a través de una bocina.

Usha estuvo a punto de izar su vela, hacer virar su bote y regresar a casa. Las malsonantes maldiciones de los minotauros (había oído hablar de ellos, pero nunca había visto uno) la asustaban; el barco gnomo —las humeantes chimeneas cerniéndose sobre ella peligrosamente cerca— la espantaba. No sabía qué hacer ni dónde ir.

Un hombre mayor, que se mecía plácidamente en un pequeño esquife de pesca al borde de la zona del tumulto, la vio y, al darse cuenta de su apuro, recogió el sedal y remó en su dirección.

—Así que foránea por estos lares, ¿verdad? —dijo el viejo. Al cabo de un momento Usha entendió que le preguntaba a ella si era forastera.