Admitió que lo era y le preguntó dónde podría atracar su bote.
—Aquí, no —dijo él al tiempo que chupaba una desgastada pipa. Se la quitó de la boca y señaló hacia las barcazas—. Demasiados granjeros.
En ese momento, un clíper minotauro se le puso al pairo y estuvo a punto de hundirla. El capitán, inclinándose por el costado, prometió hacer astillas su barco —y pedacitos a ella— si los dos no se quitaban de en medio.
Usha, llena de pánico, cogió los remos, pero el viejo la detuvo.
De pie en su propio bote —una hazaña prodigiosa, pensó Usha, considerando que la embarcación se bamboleaba violentamente— el viejo respondió al capitán en lo que debía de ser el propio lenguaje de los minotauros, ya que sonaba como si alguien estuviera partiendo huesos. Usha nunca supo lo que dijo exactamente el viejo, pero el capitán minotauro terminó por gruñir y ordenar a su tripulación que hiciera virar el barco.
—Bravucones —rezongó el viejo mientras volvía a sentarse—. Pero como marinos son condenadamente buenos. Si lo sabré yo, que navegué con ellos de manera regular. —Miró el bote de la muchacha con curiosidad—. Buena embarcación, sí señor. Construida por minotauros, si no me equivoco. ¿Dónde la conseguiste?
Usha eludió la pregunta. Antes de partir, el Protector le había aconsejado que no revelara nada sobre sí misma a nadie. Simuló no haber oído al viejo, cosa fácil de que ocurriera en medio del estruendo de remos entrechocando, maldiciones, y los gritos del capitán de puerto por la bocina. Le dio las gracias por su ayuda y volvió a preguntarle dónde podría atracar.
—En la zona del este. —El viejo señaló con el cañón de la pipa—. Es un muelle público. Por lo general se paga una tasa, pero... —ahora la miraba a ella, no al bote—, con esa cara y los ojos de ellos, seguramente te dejarán atracar gratis.
Usha se puso colorada de rabia y vergüenza, y contuvo una réplica cáustica. El viejo había sido amable y la había ayudado. Si quería burlarse de su escaso atractivo, se había ganado el derecho a hacerlo. En cuanto a lo demás que había dicho sobre una «tasa» y dejarla atracar «gratis», no tenía ni idea de lo que hablaba. Escudriñando a través de la maraña de mástiles localizó el muelle al que se refería, y le pareció un remanso de paz comparado con los muelles principales. Dándole de nuevo las gracias al viejo —con un tono bastante frío— Usha condujo su bote en aquella dirección.
El puerto público se encontraba mucho menos abarrotado dado que estaba restringido a botes pequeños, principalmente embarcaciones de recreo de los potentados. Usha arrió las velas, remó hasta encontrar un muelle, y echó el ancla. Recogió sus pertenencias, careando una de las bolsas a la espalda y la otra sujeta a la cintura, y desembarcó. Amarró el bote al muelle y echó a andar, pero se detuvo para echarle una última ojeada.
La embarcación era el último vínculo con su tierra, con el Protector, con todos a los que amaba. Cuando se separara de ella, estaría alejándose de su vida pasada. Recordó el extraño fulgor rojizo en el cielo la noche anterior y de repente odió tener que marcharse. Pasó la mano por el cabo que la unía al bote que, a su vez, la unía con su país. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Medio cegada, se volvió y chocó con algo oscuro y sólido que la agarró por una manga.
Una voz, que venía de alguna parte a la altura de su cintura, barbotó:
—¿Dónde crees que vas, muchachita? Está el asuntillo de la tasa de atraque.
Usha, avergonzada de que la hubieran sorprendido llorando, se limpió los ojos rápidamente. El que la acosaba era un enano de barba canosa y desaliñada, y con la cara arrugada y los ojos entrecerrados de los que han pasado la vida contemplando el sol reflejándose en el agua.
—¿Tasa? No sé a qué te refieres —contestó Usha, que intentaba no mirarlo fijamente. Tampoco había visto nunca un enano, aunque los conocía por las historias que le contaba el Protector.
—¡Una tasa para poder dejar tu bote donde lo has amarrado! No creerás que la gente de Palanthas dirige esta actividad por su buen corazón, ¿verdad, muchachita? ¡Hay una tasa! ¿Durante cuánto tiempo vas a dejar el bote? ¿Un día, una semana, un mes? La tasa varía.
—Yo... no lo sé —dijo Usha desvalidamente.
Para los irdas no existía el concepto de dinero. Al ser sus necesidades sencillas, cada irda producía lo que le hacía falta, ya sea de manera artesanal o mediante la magia. A un irda nunca se le ocurriría intercambiar algo con otro. Tal acción sería equivalente a una intromisión en el alma del otro.
Usha empezaba a recordar ciertas historias que el Protector le había contado acerca de los enanos.
—¿Quieres decir que si te doy algo me permitirás que deje el bote aquí a cambio?
El enano la miró fijamente, entrecerrando los ojos hasta dejar una estrecha rendija.
—¿Qué te pasa, muchachita? ¿La botavara te golpeó en la cabeza? —Cambió la voz y empezó a hablarle en un tono más agudo, como quien habla con un niño—. Sí, pequeña, tú das al buen enano algo, preferentemente monedas de frío y duro acero, y el buen enano te permitirá que dejes el bote donde está. Si no le das algo bonito al buen enano, preferentemente monedas de frío y duro acero, el buen enano tendrá que embargar tu condenado bote. ¿Lo coges?
El rostro de Usha se puso rojo como la grana. No tenía monedas; ni siquiera estaba segura de lo que significaba esa palabra. Pero una multitud de hombres sonrientes, algunos de ellos de mala catadura, empezaba a arremolinarse alrededor de los dos. Usha sólo quería marcharse de allí. Manoseando torpemente en el interior de las bolsas, sus dedos cogieron un objeto. Lo sacó y se lo echó al enano.
—No tengo monedas. ¿Te vale eso?
El enano lo cogió y lo examinó atentamente. Los ojos entrecerrados se abrieron más de lo que probablemente lo habían hecho en un centenar de años. Entonces, al reparar en el interés de los hombres que había alrededor, el enano les lanzó una mirada furibunda al tiempo que cerraba la mano sobre el objeto.
—Platino, por la barba de Reorx. Y con un rubí —se lo oyó musitar. Agitó la mano en dirección a los hombres—. ¡Largaos, fisgones mamelucos! ¡Ocupaos de vuestros asuntos o haré que los guardias caigan sobre vosotros!
Los hombres se echaron a reír, hicieron unos cuantos comentarios chuscos, y se alejaron. El enano cogió a Usha por la manga e hizo que se agachara hasta estar a su altura.
—¿Sabe qué es esto, señorita? —Ahora se mostraba mucho más educado.
—Un anillo —contestó Usha, pensando que tal vez él no sabía lo que era.
—Sí. —El enano se lamió los labios. Su mirada se dirigió anhelante hacia la bolsa—. Un anillo. Puede que... puede que haya más de donde ha salido éste, ¿no?
A Usha no le gustó su mirada y apretó la mano sobre la bolsa, acercándola más a su cuerpo.
—¿Es bastante con eso para dejar el bote a tu cuidado? —replicó.
—¡Oh, sí, señorita! Durante tanto tiempo como quiera. Lo cuidaré realmente bien. Fregaré y restregaré la cubierta, ¿eh? O rasparé los escaramujos del casco. O repasaré las velas.
—Lo que quieras. —Usha echó a andar, dirigiéndose a tierra y a los grandes edificios que jalonaban la costa.
—¿Cuándo volverá por él? —preguntó el enano, que corría con sus cortas piernas para mantener el paso con ella.
—No lo sé —contestó Usha, esperando parecer despreocupada, no desconcertada—. Pero que el bote esté aquí cuando regrese.
—Lo estará, señorita. No le ocurrirá nada. —Los dedos de una mano mugrienta se movían afanosos, como si estuviera haciendo cuentas—. Puede que haya algunos cargos extras...
Usha se encogió de hombros mientras seguía su camino.
—¡Platino! —oyó decir al enano con tono avaricioso—, ¡Y con un rubí!
La muchacha eludió a las autoridades portuarias simplemente porque no tenía idea de quiénes eran ni de que se suponía que tenía que explicarles quién era ella y por qué se encontraba en Palanthas. Pasó por delante de los guardias y a través de una sección reconstruida de la muralla de la ciudad con tal aplomo y seguridad que ninguno de los guardias, que lo cierto es que estaban muy atareados, se preocupó de pararla o preguntarle. Daba la impresión de que estuviera en su perfecto derecho de encontrarse allí.