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Su porte seguro era, en realidad, producto de su inocencia. Su aplomo, una capa de hielo con la que ocultaba su terror y su desconcierto.

Pasó varias horas deambulando por las calurosas, polvorientas y abarrotadas calles de Palanthas. En cada esquina veía algo que la sorprendía, aterraba, aturdía o repugnaba. No tenía idea de hacia dónde se dirigía ni lo que hacía, salvo que, de algún modo, tenía que encontrar al tal lord Dalamar. Y, después, suponía que tendría que buscar un sitio para dormir.

El Protector había hecho algunas referencias vagas a «alojamientos» y un «trabajo» y «ganar dinero». El Protector no pudo ser más específico, ya que sus contactos con humanos durante su larga vida habían sido muy limitados, y, aunque había oído hablar de tales conceptos como «trabajar para ganarse el pan de cada día», sólo tenía una vaga idea de lo que significaban.

Usha ni siquiera tenía la más remota idea.

Contemplaba todo boquiabierta, impresionada. Los ornamentados edificios —tan distintos de las pequeñas viviendas de los irdas de una sola planta— se alzaban sobre ella, más altos que los pinos más grandes. Estaba perdida en un bosque de mármol. ¡Y la cantidad de gente que había! Había visto más personas en un minuto en Palanthas que a lo largo de todos los años que había vivido con los irdas. Y toda la gente parecía tener una prisa tremenda, yendo y viniendo en medio de empujones y codazos y caminando casi a la carrera, con los semblantes congestionados y resoplando sin resuello.

Al principio, Usha se preguntó, atemorizada, si la ciudad estaría pasando por algún tipo de emergencia peligrosa. Quizá la guerra. Pero, al preguntar a una muchachita que llevaba agua de un pozo, Usha se enteró de que hoy era «día de mercado» y que la ciudad estaba inusualmente tranquila, probablemente debido al fuerte calor.

En las inmediaciones de la bahía había hecho calor; el sol reflejándose en el agua le quemaba la blanca piel a Usha, incluso estando en la sombra. Pero al menos en los muelles había sentido el fresco roce de la brisa oceánica. Tal alivio no llegaba a la ciudad propiamente dicha. Palanthas se ahogaba de calor, que irradiaba desde las calles adoquinadas, abrasando a los que caminaban por ellas casi con tanta efectividad como si hubieran estado sentados sobre una plancha al rojo vivo. Y sin embargo las calles estaban frescas en comparación con el interior de tiendas y casas. Los dueños de comercios, que no podían abandonar sus negocios, se abanicaban e intentaban no adormilarse y dar cabezadas. La gente pobre abandonaba sus sofocantes hogares, y vivía y dormía en parques o en los tejados con la esperanza de sentir el más leve atisbo de un soplo de aire. Los ricos permanecían dentro de sus viviendas de paredes de mármol, bebían vino templado (no había hielo, pues las nieves en las altas cumbres casi se habían derretido), y protestaban lánguidamente por el calor.

El hedor de demasiados cuerpos sudorosos, apiñándose demasiado juntos, así como de basuras y desechos cociéndose al sol, había dejado a Usha sin respiración y le provocó arcadas. Se preguntó cómo podía vivir nadie en medio de un olor tan repugnante, pero la muchachita le había dicho que ella no olía nada que no fuera el olor de Palanthas en verano.

Usha recorrió toda la ciudad, caminando sin parar. Pasó delante de un edifico enorme, que alguien le dijo que era «la Gran Biblioteca», y recordó oír al Protector hablar de ella en tono respetuoso como la fuente de conocimiento sobre todas las cosas del mundo.

Pensando que éste sería un buen sitio donde preguntar sobre el paradero de lord Dalamar, Usha paró a un joven vestido con una túnica marrón que caminaba por las inmediaciones de la Gran Biblioteca y le hizo la pregunta. El monje abrió mucho los ojos, se apartó de Usha unos cuantos pasos y señaló calle abajo.

Siguiendo sus indicaciones, la joven salió de un callejón a la sombra de una torre de aspecto ominoso que estaba rodeada por un oscuro robledal. Aunque un momento antes estaba sudando, ahora se estremeció sacudida por repentinos escalofríos. Una oscuridad fría y húmeda parecía fluir de los robles. Tiritando, se dio media vuelta y huyó y se sintió aliviada al encontrarse de nuevo bajo el ardiente sol. En cuanto a lord Dalamar, a Usha sólo se le ocurrió pensar que el monje se había equivocado. Era imposible que alguien viviera en un lugar tan espantoso.

Pasó ante un bello edificio que era, según la inscripción, un templo a Paladine. Pasó junto a parques y mansiones de potentados, magníficas pero de aspecto aséptico, de tal manera que Usha las tomó por museos. Pasó delante de tiendas llenas de objetos maravillosos, de todo tipo, desde joyas resplandecientes a espadas y armaduras como las que llevaban los jóvenes caballeros que habían estado en la isla.

Y siempre, multitud de gente.

Perdida y aturdida, sin saber por qué la habían mandado a esta desconcertante ciudad, Usha siguió deambulando por las calles. Estaba debilitada por el calor y sólo se percató, de manera gradual, de que la gente se quedaba mirándola por dondequiera que iba. De hecho, algunos llegaron a pararse y observarla con asombro, boquiabiertos. Otros —por lo general hombres que iban vestidos a la moda— se quitaban los sombreros adornados con plumas y le sonreían.

Naturalmente, Usha dedujo que se mofaban de su fealdad, y juzgó su actitud muy cruel. Con la ropa sucia, sintiéndose desdichada y compadeciéndose de sí misma, se preguntó cómo el Protector había podido enviarla a un sitio tan odioso. Poco a poco, sin embargo, acabó por comprender que las miradas y el quitarse los sombreros y las reverencias eran de admiración.

Llegando a la peregrina idea de que el viaje debía de haber cambiado su aspecto, Usha se paró para examinar su reflejo en el cristal del escaparate de una tienda. El cristal estaba ondulado y distorsionaba sus rasgos, pero también lo hacía el agua del pequeño estanque que acostumbraba utilizar como espejo en su tierra. No había cambiado. Su cabello seguía siendo rubio plateado, sus ojos aún tenían el mismo color extraño, sus rasgos eran regulares, pero faltos de la exquisita y cincelada belleza de los de los irdas. Era, como siempre lo había sido —a su forma de ver—, fea.

—Qué gente tan rara —se dijo, después de que un joven, que la estaba mirando embobado, se diera de bruces contra un árbol.

Finalmente, cuando casi había desgastado las suelas de sus botas de piel, Usha reparó en que el ardiente sol se estaba poniendo por fin, y las sombras de los edificios se iban alargando y haciéndose un poquito más frescas.

El número de personas en las calles disminuyó. En las puertas aparecían madres que gritaban a sus hijos que volvieran a casa. Mirando por las ventanas de algunas bonitas viviendas, Usha vio familias reunidas. Ella estaba rendida, sola, debilitada. No tenía dónde pasar la noche y —de pronto cayó en la cuenta de ello— tenía un hambre de lobo.

El Protector le había proporcionado provisiones para el viaje, pero se lo había comido todo antes de desembarcar en Palanthas. Por fortuna había ido a parar de manera accidental a un sector de la ciudad donde había mercado.

Los vendedores estaban cerrando los puestos antes de dar por terminada la jornada. Usha se había estado preguntando qué hacía la gente para comer en esta atareada ciudad. Ahora sabía la respuesta. Al parecer, aquí, en Palanthas, la gente no servía la comida en mesas, sino que la repartía por las calles. A Usha le pareció muy chocante, pero todo en esta ciudad lo era, al fin y al cabo.

Se acercó a un puesto en el que quedaban unas cuantas piezas de fruta. Estaban mustias y ajadas al haberse resecado con el calor durante todo el día, pero a ella le parecieron maravillosas. Cogió varias manzanas y le dio un mordisco a una; la devoró en un visto y no visto, y se guardó las demás en uno de sus bolsillos.