Dejó atrás el puesto de frutas y llegó al de un panadero, de donde cogió una porción de pan. Usha miraba en derredor, buscando un puesto en el que hubiera vino, cuando se desató un espantoso alboroto a su alrededor.
—¡Cogedla! ¡Que no escape! ¡A la ladrona!
9
Un Ataque. Arrestada. Tasslehoff se sorprende
Usha miraba sin salir de su asombro a un hombre alto y delgado, con un delantal de cuero, que brincaba a su alrededor.
—¡Ladrona! —chillaba al tiempo que la señalaba—. ¡Me ha robado la fruta!
—¡Se largó llevándose mi pan! —añadió, jadeante, una mujer pringada de harina que había llegado corriendo detrás del hombre—. ¡Ahí está, asomando por esa bolsa! Devuélvemelo, bribona.
La panadera hizo un ademán para coger el pan y Usha le apartó la mano de un cachetazo. La mujer empezó a aullar.
—¡Asesina! ¡Ha intentado matarme!
Los holgazanes y maleantes que por lo general merodeaban por los mercados, echando tragos de vino malo y esperando a que se produjera algún jaleo, no tardaron en acercarse oliendo problemas. Una multitud abucheante se aglomeró alrededor de Usha. Un hombre harapiento y de aspecto grosero la agarró.
—¡Me ofrezco como voluntario para registrarla! —gritó—. ¡Me da en la nariz que se ha metido esas manzanas debajo de la blusa!
La muchedumbre rió y se acercó más.
Usha jamás había sufrido un trato semejante. Mimada, consentida, criada en una sociedad de personas que no levantaban la voz, y mucho menos los puños, sufrió un fuerte choque emocional que casi la hizo perder el conocimiento. No tenía armas, y no se le ocurrió, en su pánico inicial, utilizar los objetos mágicos que los irdas le habían regalado. En cualquier caso, tampoco habría sabido cómo usarlos, ya que apenas había prestado atención a las instrucciones recibidas. Las sucias manos del hombre le rasgaron la blusa y sus dedos le rozaron la piel. Sus compinches lo jaleaban, animándolo a seguir.
El pánico dio paso a la rabia, y la ferocidad de un animal acorralado estalló en su interior. Golpeó salvajemente, con una fuerza nacida del terror. Pegó, mordió y pateó sin saber y sin importarle a quién daba, queriendo hacerles daño a todos, deseando herir a todo ser viviente de esta odiosa ciudad. Fue entonces cuando unas fuertes manos le agarraron el brazo y se lo retorcieron dolorosamente mientras una voz, clara y firme, decía:
—¡Vale, tranquila, déjelo ya, jovencita!
El rojizo velo que le nublaba los ojos se disipó. Usha parpadeó, inhaló hondo, y miró a su alrededor, aturdida.
Un hombre musculoso y alto, vestido con túnica y polainas de un apagado tono carmesí, y que tenía aire de oficial, la sujetaba. Al llegar él, la multitud se había dispersado rápidamente mientras intercambiaba expresivos comentarios sobre ciertos guardias que siempre les estropeaban la diversión. El hombre que la había acosado yacía en el suelo, gimiendo y agarrándose sus partes pudendas.
—¿Quién empezó esto? —El guardia miró a su alrededor con ferocidad.
—Ella me robó pan de mi puesto, su señoría —chilló la panadera—, y después intentó matarnos a todos.
—Y ésas manzanas son mías —acusó el frutero—. Se largó con ellas, más fresca que una lechuga.
—En ningún momento tuve intención de robar a nadie —protestó Usha al tiempo que lloriqueaba un poco. Las lágrimas siempre le habían funcionado con el Protector cuando tenía problemas, y le fue fácil caer en la vieja costumbre—. Pensé que la fruta y el pan estaban puestos ahí para que los cogiera cualquiera. —Se enjugó los ojos—. No quería hacer daño a nadie. Estoy cansada, me he perdido y tengo hambre, y entonces ese hombre... me tocó en...
Las lágrimas brotaron de nuevo al recordar la horrible escena. El guardia la miró con impotencia e intentó consolarla.
—Vamos, vamos. No llore. Seguramente ha sido el calor lo que la ha atontado así. Págueles a estos dos el precio de lo que cogió y zanjaremos el asunto. ¿Verdad? —añadió el guardia al tiempo que lanzaba una mirada feroz a los dos vendedores, que se la devolvieron con igual intensidad pero aceptaron con la cabeza, de mala gana.
—No tengo dinero. —Usha tragó saliva con esfuerzo.
—¡Vagabunda! —espetó el hombre.
—Peor aún —intervino la mujer, encogiendo la nariz en un gesto desdeñoso—. ¿Qué puede esperarse de alguien así? ¡Fijaos en esas ropas estrafalarias! ¡Quiero que la pongan en el cepo y la azoten!
El guardia parecía disgustado, pero no tenía opción. El pan de la discordia estaba tirado en el suelo al haberse caído de la bolsa de Usha durante la trifulca, y la propia chica soltaba un fuerte olor a manzanas pasadas y despachurradas.
—Dejaremos que sea el magistrado quien arregle el asunto. Vamos, joven. Y vosotros dos tendréis que venir también si queréis ordenar una detención.
El guardia echó a andar conduciendo a Usha. Los dos vendedores los siguieron, la mujer muy estirada, en actitud de justa indignación, y el vendedor de fruta preguntándose con inquietud si esto no le iría a costar dinero.
Aturdida y agotada, Usha no se fijó hacia dónde la llevaban. Caminaba a trompicones al lado del guardia, con la cabeza inclinada, sin querer volver a ver a nadie de este horrible lugar. Advirtió por encima que dejaban las calles y entraban en un edificio grande construido totalmente de piedra, con un enorme y pesado portón de madera guardado por otros hombres que llevaban la misma vestimenta carmesí que los identificaba como soldados. Abrieron el portón. El guardia la condujo al interior.
La habitación de paredes de piedra en la que entraron estaba agradablemente oscura y fresca, después del resol y el calor de las calles. Usha miró a lo alto y en derredor. El guardia estaba discutiendo con los dos vendedores. Usha hizo caso omiso de ellos. Aunque estaba involucrada en el tema, era como si nada de esto tuviera que ver con ella. Todo era parte de la horrible ciudad, de la que se marcharía en cuanto hubiera entregado la carta.
Un hombre corpulento, que tenía aspecto de estar aburrido de todo el asunto, se encontraba sentado tras un escritorio y garabateaba algo en la página grasienta de un libro. A su espalda había una habitación enorme llena de gente, sentada o durmiendo en el frío suelo de piedra. Numerosas barras de hierro, encajadas en el suelo y en el techo, separaban a la gente que estaba dentro de la habitación grande de los que estaban fuera.
—Aquí tienes a otra, carcelero. Robo menor. Enciérrala con los demás hasta que el magistrado pueda ver su caso por la mañana —dijo el guardia.
El hombretón alzó la vista con desgana, pero al ver a Usha sus ojos se abrieron de par en par.
—¡Si el Gremio de Ladrones está reclutando más como ella yo también me apunto! —dijo en voz baja al guardia—. Veamos, señorita, tendrá que entregarme sus bolsas para dejarlas aquí.
—¿Qué? ¿Por qué? ¡No las toques! —Usha aferró sus pertenencias contra sí con todas sus fuerzas.
—Probablemente se le devolverán —le aseguró el guardia mientras se encogía de hombros—. Vamos, joven, no vaya a armarla ahora. Ya tiene suficientes problemas tal como están las cosas.
Usha continuó agarrando las bolsas un momento más. El hombretón frunció el ceño y dijo algo sobre quitárselas a la fuerza.
—¡No, no me toquéis! —exclamó Usha que, de mala gana, se despojó de las dos bolsas (la pequeña, con sus ropas, y la grande, con los regalos) y las puso sobre el escritorio, delante del carcelero.
»Debo advertiros —dijo con una voz ahogada por la rabia— que algunos de los objetos que hay en esa bolsa son mágicos, y más vale que los tratéis con respeto. Además, llevo una misiva que tengo que entregar a alguien llamado lord Dalamar. No sé quién es el tal Dalamar, pero estoy segura de que no le gustará que andéis manoseando sus cosas.