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El frío rostro de Samar se relajó con una media sonrisa.

—Caramon Majere, un Héroe de la Lanza. «Un hombretón, pero con un corazón más grande que su cuerpo», es lo que dice mi soberana. Te saludo en nombre de Su Majestad.

Caramon parpadeó, algo desconcertado. Hizo una leve inclinación de cabeza al elfo, con torpeza.

—Claro, Samar. Encantado de serle útil a Alhana, quiero decir... a Su... eh... Majestad. Vuelve y dile que todo está dispuesto y que no tiene por qué preocuparse. Pero ¿dónde está Porthios? Creí que...

Tanis le dio un pisotón.

—No menciones a Porthios ante Samar. Te lo explicaré después —susurró. En voz más alta, se apresuró a cambiar de tema—: Porthios vendrá enseguida, con otra escolta. Llegáis pronto, Samar. No os esperaba hasta...

—Su Majestad no se encuentra bien —lo interrumpió Samar—. De hecho, con vuestro permiso, caballeros, he de regresar con ella. ¿Está preparado su cuarto?

Tika bajaba presurosa la escalera en ese momento, el semblante crispado por la ansiedad.

—¡Caramon! ¿Qué ocurre? He oído voces, y... ¡Oh! —Acababa de ver a Samar—. ¿Cómo está usted?

—Mi esposa, Tika —la presentó Caramon enorgullecido. Después de veintitantos años de matrimonio, todavía la consideraba como la mujer más hermosa del mundo, y a sí mismo un hombre afortunado.

—Señora. —Samar hizo una cortés, aunque apresurada, reverencia—. Y ahora, si me disculpáis, mi soberana no se encuentra bien...

—¿Han empezado ya las contracciones del parto? —preguntó Tika mientras se enjugaba la cara con el delantal.

Samar se sonrojó. Entre los elfos, este tipo de cosas no se consideraban temas adecuados para una conversación entre hombres y mujeres.

—No sabría deciros, señora...

—¿Ha roto aguas? —siguió preguntando Tika.

—¡Señora! —El rostro de Samar se había puesto rojo como la grana. Era obvio que estaba escandalizado, e incluso Caramon se había sonrojado.

—Tika —Tanis carraspeó—, no creo que...

—¡Hombres! —resopló la posadera. Cogió la capa de una percha que había junto a la puerta—. ¿Y cómo planeabas subirla por la escalera? ¿Acaso puede volar? ¿O esperabas que la subiera caminando en su condición, con el bebé a punto de llegar?

El guerrero echó un vistazo a los numerosos peldaños que conducían a la posada desde el suelo. Obviamente, la idea no se le había pasado por la cabeza.

—Eh... no sabría deciros...

Tika lo apartó de un empujón y pasó ante él, camino de la puerta, dando instrucciones mientras se marchaba:

—Tanis, enciende la lumbre del fogón y pon la tetera a hervir. Caramon, ve corriendo y trae a Dezra. Es nuestra partera —le explicó a Samar, al que agarró por una manga mientras pasaba a su lado y lo arrastró tras de sí—. Le advertí que estuviera preparada para esta posibilidad. Vamos, Samovar o como quiera que te llames. Llévame junto a Alhana.

—¡Señora, no podéis! —Samar se liberó de un tirón—. Eso es imposible. Mis órdenes son...

Tika clavó sus verdes ojos en él, las mandíbulas encajadas en un gesto firme. Caramon y Tanis intercambiaron una mirada. Ambos conocían esa expresión.

—Eh, si me disculpas, querida. —Caramon pasó entre los dos y salió por la puerta, dirigiéndose a la escalera.

Tanis, esbozando una sonrisa que ocultaba su barba, se marchó rápidamente, retirándose a la cocina.

—Si no me llevas con ella, saldré ahí fuera, me plantaré en medio de la plaza del mercado, y empezare a chillar a pleno pulmón.

Samar era un guerrero valiente. Había combatido contra todo, desde ogros hasta draconianos. Tika Waylan Majere lo desarmo, lo derrotó en una única escaramuza.

—¡No, señora! —suplicó—. ¡Por favor! Nadie debe saber que estamos aquí. Os llevaré con mi reina.

—Gracias, señor. —Tika era generosa en la victoria— ¡Y ahora, muévete de una vez!

13

Vuelo de dragón. El consejo del dragón. Captor y cautivo

La hembra de dragón azul y los que montaban en ella partieron de Valkinord después de ponerse el sol, y volaron sobre Ansalon en la oscuridad, en silencio.

El cielo nocturno estaba despejado y aquí arriba, por encima de los jirones de nubes, hacía un fresco que no se notaba en ninguna otra parte de Ansalon. Steel se quitó el yelmo, que tenía la forma de una calavera, y sacudió el largo y negro cabello, dejando que el viento que levantaban las alas del dragón secara el sudor de su cabeza y su nuca. Se había despojado de la mayor parte de la pesada armadura que llevaba en batalla, dejando únicamente el peto debajo de una capa de viaje de color azul oscuro, brazales de cuero, y espinilleras por encima de las botas altas de cuero. Iba fuertemente armado, ya que se aventuraba en territorio enemigo. Un arco largo, una aljaba llena de flechas, y un venablo iban sujetos a la silla del dragón. Sobre su persona llevaba una espada, la de su padre, la antigua espada de un Caballero de Solamnia que en un tiempo perteneció a Sturm Brightblade.

La mano de Steel descansaba sobre la empuñadura, un gesto que había cogido por costumbre. Escudriñó atentamente hacia abajo a través de la oscuridad, procurando ver algo aparte de negrura; las luces de un pueblo, quizás, o la rojiza luz de luna reflejada en un lago. No vio nada.

—¿Dónde estamos, Llamarada? —inquirió bruscamente—. No he visto señales de vida desde que dejamos la costa.

—No imaginé que querrías verlas —replicó la hembra de dragón—. Cualquier ser vivo que encontremos aquí será hostil con nosotros.

Steel desestimó el comentario encogiéndose de hombros, como dando a entender que podían cuidar de sí mismos. Trevalin había hablado de «inmenso peligro», ya que viajaban sobre territorio enemigo, pero, en realidad, era mínimo. La mayor amenaza para ellos eran los otros dragones, los plateados y los dorados. Los pocos que se habían quedado en Ansalon cuando sus hermanos regresaron a las islas de los Dragones estaban, según los informes, concentrados en el norte, alrededor de Solamnia.

Pocos en esta parte de Ansalon se arriesgarían a entrar en combate con un caballero negro y un dragón azul. Llamarada, aunque pequeña para los de su raza, ya que medía sólo unos once metros de longitud, era joven, feroz y tenaz en la batalla. La mayoría de los dragones azules eran excelentes hechiceros; Llamarada era la excepción. Era demasiado impetuosa, carecía de la paciencia necesaria para lanzar conjuros. Prefería luchar con colmillos, garras y su devastador aliento de ardientes rayos, con los que podía hacer pedazos las paredes de un castillo y prender fuego a un bosque. Llamarada no tenía muy buena opinión de los magos y no le había hecho gracia la perspectiva de tener que transportar a uno de ellos. Había hecho falta un montón de súplicas y zalamerías por parte de Steel, así como el cuarto trasero de un ciervo, para por fin persuadirla de que permitiera que Palin montara en su espalda.

—Sin embargo, no lo hará, ¿sabes? —había comentado Llamarada con una sonrisa de satisfacción mientras devoraba el tentempié—. Me echará un ojeada y se asustará de tal modo que se ensuciará su bonita túnica blanca.

Steel había temido que ocurriera esto. El guerrero más valeroso del mundo podía perder la presencia de ánimo por lo que se conocía como «miedo al dragón», el terror y el sobrecogimiento que estos enormes reptiles inspiraban a sus enemigos. En efecto, Palin se puso lívido al ver a la hembra de dragón, con sus rutilantes escamas azules, sus llameantes ojos y las hileras de afilados dientes, que en ese momento chorreaban sangre del reciente refrigerio.

Al principio, Steel pensó que habría de renunciar a llevar consigo al joven o que tendrían que buscar otro medio de transporte más lento. Pero la imagen de los cuerpos de sus hermanos, envueltos y atados a la parte trasera de la silla de montar, había prestado coraje al mago. Palin había apretado los dientes, había caminado con resolución hacia el flanco del dragón, y, con ayuda de Steel, había montado.