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El caballero había sentido temblar al joven mago, pero Palin se guardó de gritar o pronunciar una sola palabra. Se mantuvo erguido, con dignidad; una demostración de coraje cuyo mérito Steel no pudo menos de reconocer.

—Sé dónde estamos, en caso de que creas que me he perdido —añadió Llamarada suavemente—. Sara y yo recorríamos esta ruta... aquella noche, en que se encontró con Caramon Majere y te traicionó.

Steel sabía a qué noche se refería la hembra de dragón, y mantuvo un hosco mutismo.

Sara había volado hasta Solace una noche, buscando a Caramon para pedirle ayuda. Steel iba a llevar a cabo la Prueba de Takhisis a fin de ser nombrado Caballero del Lirio. Después de explicar a Caramon las circunstancias del nacimiento de Steel, le pidió que la ayudara a llevar al joven hasta la tumba de su padre, en la Torre del Sumo Sacerdote, confiando en que al verla y comprender lo que había representado Sturm, cambiara de parecer.

Caramon accedió, pero con la condición de que los acompañara Tanis, ya que no estaba muy convencido de que el padre de Steel fuera Sturm, y no el semielfo. Los tres, volando a lomos de Llamarada, habían entrado en el alcázar de las Tormentas, y sacaron a Steel dormido bajo los efectos de un narcótico. Por el aspecto del joven, tanto Tanis como Caramon comprendieron que no era hijo del semielfo. La primera reacción del joven al despertar fue violenta, pero una vez que Tanis y Caramon le explicaron sus motivos y se comprometieron a defenderlo con sus vidas, Steel accedió a viajar a la Torre del Sumo Sacerdote.

Entraron en ella sin dificultad pues, por voluntad de Paladine, tomaron a Steel por uno de sus caballeros, a pesar de su armadura negra. Dentro ya de la tumba, donde descansaba el cuerpo incorrupto de Sturm Brightblade, ocurrió algo extraño. Surgió una luz cegadora y, cuando se apagó, Steel tenía la espada de su padre y la Joya Estrella. También acabó entonces la ilusión que ocultaba el verdadero aspecto de Steel, y los caballeros de la torre se lanzaron contra él. Sólo gracias a la ayuda de Caramon y Tanis, el joven logró escapar con vida.

Ahora, sentado detrás de él —el caballero había cambiado la silla individual por otra en la que cabían dos personas—, Palin rebulló y masculló palabras incoherentes. Ni siquiera el miedo al dragón había podido competir con el agotamiento. El mago se había sumido en un sueño que no parecía proporcionarle mucho descanso, ya que dio un respingo, lanzó un grito agudo y penetrante, y empezó a agitarse.

—Haz que se calle —advirtió Llamarada—. Puede que no veas señales de vida en el suelo bajo nosotros, pero la hay. Estamos volando sobre las montañas Khalkist, y en ellas habitan Enanos de las Colinas. Sus exploradores están alerta y son astutos. En contraste con el cielo estrellado somos una silueta negra. Nos identificarían con facilidad y harían correr la voz.

—De poco les iba a servir ni a ellos ni a cualquier otro —comentó Steel, pero conocía lo bastante bien a su montura como para no provocar su enfado, así que se giró sobre la silla y puso una mano firme y persuasoria sobre el brazo del mago.

Palin calló al notar el contacto. Suspiró hondo y rebulló hasta encontrar una postura más cómoda. La silla de dos plazas había sido diseñada para transportar dos caballeros a la batalla, uno blandiendo las armas y el otro lanzando conjuros, ya fueran mágicos o clericales, útiles para contrarrestar los ataques mágicos del enemigo. La silla estaba fabricada con madera ligera que iba forrada con cuero y estaba equipada con bolsillos y arneses pensados para guardar y sujetar no sólo armas, sino componentes de hechizos y artilugios mágicos. Los jinetes iban separados por una especie de moldura hueca, forrada con cuero acolchado; dentro había un cajón, concebido para guardar rollos de pergaminos, provisiones u otros objetos. Palin tenía apoyada la cabeza en esta moldura, con la mejilla manchada de sangre recostada sobre un brazo. La otra mano, aun estando dormido, mantenía aferrado el Bastón de Mago, que, siguiendo sus instrucciones, había sido atado a la silla de montar, junto a él.

—Revive la batalla —observó Steel. Viendo que el mago se había calmado, el caballero retiró la mano y volvió el rostro al viento.

La hembra de dragón dejó claro lo que pensaba de este último comentario con un resoplido desdeñoso y una sacudida de su escamosa cabeza azul.

—Fue una derrota absoluta. No la enaltezcas llamando «batalla» a una simple reyerta.

—Los solámnicos combatieron valerosamente —replicó Steel—. Se mantuvieron en sus puestos. No huyeron ni se deshonraron rindiéndose.

Llamarada sacudió la erizada cresta, pero no hizo ningún comentario, y Steel fue lo bastante prudente para no insistir con el tema. La hembra de dragón había luchado en la Guerra de los Dragones, veintiséis años atrás. En aquellos tiempos, los soldados de la Reina Oscura jamás pasaban por alto la oportunidad de ridiculizar o menospreciar a sus enemigos. Cualquier Señor del Dragón que se hubiera atrevido a ensalzar a los Caballeros de Solamnia, como acababa de hacer Steel, habría sido despojado de su rango y, posiblemente, se le habría arrebatado la vida. Llamarada, al igual que la mayoría de los otros dragones leales a Takhisis, estaba teniendo dificultad en acostumbrarse al nuevo estilo de pensar. Un soldado debía respetar a su enemigo; en eso estaba de acuerdo con lord Ariakan. Pero alabarlos excedía un poco el límite, a su forma de entender.

Steel se inclinó hacia adelante para palmear el cuello del reptil, gesto con el que manifestaba que respetaba su punto de vista y que no haría más comentarios al respecto.

Llamarada, que estaba bastante encariñada con su amo —de hecho lo adoraba—, demostró su afecto cambiando de tema. Sin embargo, como se notó por el argumento que eligió, los dragones azules no eran aclamados por su tacto.

—Supongo que no habrás sabido nada de Sara, ¿verdad? —preguntó.

—No. —La voz de Steel era fría y dura, manteniendo a raya los sentimientos—. Y sabes que no debes mencionar su nombre.

—Estamos solos. ¿Quién iba a oírnos? Quizá nos enteremos de algo durante nuestra visita a Solace.

—No quiero saber nada de ella —replicó Steel, todavía con el mismo tono cortante.

—Supongo que tienes razón. Si por casualidad descubriéramos dónde se esconde, tendríamos que capturarla y llevarla de vuelta. Lord Ariakan puede alabar cuanto quiera a sus enemigos, pero no le gustan los traidores.

—¡No es una traidora! —replicó el caballero, su frialdad derritiéndose con el estallido de su genio vivo—. Podría habernos traicionado infinidad de veces, pero permaneció leal...

—A ti --dijo Llamarada.

—Me crió cuando mi propia madre me abandonó. Por supuesto que me quería. Lo contrario no habría sido natural.

—Y tú la querías a ella. Lo digo sin intención de menospreciar a nadie —añadió Llamarada al sentir que Steel se ponía rígido sobre la silla de montar—. También yo quería a Sara, hasta donde un dragón es capaz de querer a un mortal. Nos trataba como seres inteligentes. Nos consultaba, pedía nuestra opinión, escuchaba nuestros consejos. Casi siempre. La única vez que podría haberla ayudado, no acudió a pedirme ayuda. —Llamarada suspiró—. Qué lástima que nunca supiera entender nuestra causa. Podría haber recibido la Visión. Que conste que lo sugerí, pero, por supuesto, lord Ariakan no me hizo caso alguno.

—Por lo que sé, no estoy seguro de que mi propia madre hubiera llegado a entender nuestra causa —dijo Steel cáusticamente.

—¿La Señora del Dragón Kitiara? —Llamarada rió bajito, divertida por la idea—. Sí, era de las que marcaba su propio camino, y Takhisis arrolla a cualquiera que se ponga en el suyo. ¡Pero qué gran guerrera! Intrépida, audaz, diestra. Yo estaba entre los que combatieron con ella en la Torre del Sumo Sacerdote.

—No es precisamente una batalla que diga mucho en su favor —comentó el caballero con tono seco.