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La pregunta fue como un puñetazo en la boca del estómago. Por un instante, Palin fue incapaz de respirar. El propio mundo pareció tambalearse; todo cuanto le habían enseñado pareció escapársele entre los dedos como arena. ¿Había un destino inexorable agazapado detrás de algún arbusto en alguna parte, esperándolo? ¿Acaso sólo era un insecto atrapado en las redes del tiempo, debatiéndose y retorciéndose en un fútil intento de escapar?

—¡No lo creo! —Inhaló hondo y se sintió mejor. Su mente se aclaró—. Los dioses nos dan libertad para elegir. Mis hermanos eligieron hacerse caballeros. No tenían que hacerlo. De hecho, puesto que no eran solámnicos ni tenían antepasados que hubieran pertenecido a la caballería, no les resultó fácil conseguirlo...

—En tal caso, también eligieron morir, ¿no? —argumentó Steel, cuya mirada fue hacia los cadáveres—. Podrían haber huido, pero no lo hicieron.

—No, no lo hicieron —repitió Palin suavemente.

Asombrado por la cuestión planteada por el caballero, preguntándose qué había tras ella, Palin observó fijamente a Steel, y el joven mago vio, por un breve instante, retirarse la férrea máscara de dura y fría resolución, y bajo ella pudo contemplar el rostro humano. En él se reflejaba la duda, la búsqueda, el sufrimiento.

Estaba pidiendo algo, pero ¿qué? ¿Consuelo? ¿Comprensión? Palin olvido su propia aflicción; se disponía a tender la mano y ofrecer el apoyo que pudiera, por poco que fuera, cuando en ese momento Steel se volvió y vio que Palin lo estaba observando. La máscara de hierro reapareció de inmediato.

—Entonces, eligieron bien. Murieron con honor.

También reaparecieron la amargura y la ira de Palin.

—Pues hicieron una mala elección. Yo hice una mala elección. ¿Qué hay de honorable en eso? —Señalo los cadáveres tendidos sobre la burda narria—. ¿Qué hay de honorable en tener que decir a mi madre...? ¿En tener que...?

Girando sobre sus talones, Palin se alejó del punto donde Tanis había oído hablar del bastón azul por primera vez, y siguió caminando sendero abajo.

A su espalda oyó la voz de Steel con un tono reflexivo, pensativo:

—De todas formas, sigue siendo un sitio estupendo para una emboscada.

Y a continuación sonó el ruido de la narria, brincando y arrastrándose sobre la tierra del camino.

14

Una advertencia. Los elfos toman las armas. Tika empuña la sartén

Un rayo de sol matutino penetró a través de los cristales de colores de una ventana de la posada y dio de lleno en los ojos de Tanis. El semielfo se despertó, cegado, y cayó en la cuenta de que se había quedado dormido en el banco de respaldo alto que había en uno de los huecos de las paredes de la posada. Se sentó derecho mientras se frotaba la cara y los ojos, bastante enfadado consigo mismo. Su intención había sido permanecer despierto toda la noche, de vigilancia. Y aquí estaba, roncando como un enano borracho.

Al otro lado de la sala, el rey exiliado, Porthios, estaba sentado a una mesa cubierta de mapas, con una botella de vino elfo y una copa al alcance de la mano. Estaba escribiendo algo; Tanis no sabía qué. Un informe, una carta a un aliado, haciendo apuntes sobre planes, poniendo al día su diario. Tanis recordó que, antes de quedarse dormido, había visto a Porthios en la misma postura. La botella de vino estaba un poco más vacía; ésa era la única diferencia.

Los dos eran cuñados, ya que Tanis estaba casado con Laurana, hermana de Porthios. Todos se habían criado y crecido juntos. Porthios era el mayor, el primogénito nacido para gobernar a su pueblo, y se tomaba su tarea en serio. No había aprobado el matrimonio de su hermana con un semihumano, como él consideraba, invariablemente, a Tanis.

Carecía del encanto de su progenitor, el anterior Orador de los Soles. Porthios era, por naturaleza, austero, serio, excesivamente franco. Detestaba el disimulo diplomático. Era un hombre orgulloso, pero su retraimiento y timidez hacían que el orgullo pareciera arrogancia a quienes no lo conocían. En lugar de esforzarse para dominar este fallo, Porthios lo utilizaba para aislarse de quienes lo rodeaban, incluso de los que lo amaban y admiraban. Y tenía muchas cosas dignas de admiración. Era un experto general y un valeroso guerrero. Había acudido en ayuda de los silvanestis arriesgando la vida para luchar contra el pavoroso sueño de Lorac que había arrasado su tierra y diezmado a sus gentes. Era la traición de los suyos lo que lo tenía amargado. En consecuencia, Tanis suponía que no podía culpar a su cuñado por querer vengarse.

El conflicto le había pasado factura. En tiempos alto y apuesto, con un porte regio, Porthios estaba ahora algo encorvado, como si el peso de la cólera y la tristeza lo hubieran hecho doblarse. Llevaba el cabello largo y descuidado, y tenía mechones de canas, algo que casi nunca ocurría con los elfos, ni siquiera con los de mayor edad. Iba vestido con armadura de cuero que estaba rígido y estropeado; sus finas ropas empezaban a tener aspecto desgastado, con el repulgo raído y descosidas por algunos sitios. Su semblante era una máscara fría, implacable, amarga. Sólo de vez en cuando la máscara desaparecía y dejaba a la vista al hombre que había debajo, el hombre que sufría por su pueblo, incluso mientras planeaba ir a la guerra contra él.

Tanis alzó la vista cuando Caramon, bostezando, entró en la sala y acomodó su corpachón en el banco enfrente de su amigo.

—Me quedé dormido —dijo Tanis al tiempo que se rascaba la barba.

—A mí me lo vas a decir. —El hombretón sonrió—. Tus ronquidos podrían haber derribado un vallenwood.

—Deberías haberme despertado. ¡Se supone que estaba de guardia!

—¿Para qué? —Caramon volvió a bostezar y se alborotó el pelo—. No estamos en una torre rodeados por cuarenta y siete legiones de goblins. Cabalgaste todo el día, y necesitabas descansar.

—No es ésa la cuestión —replicó Tanis—. Da una mala imagen.

Echó una ojeada a su cuñado; aunque el rey elfo no lo miraba, Tanis supo por la tirantez de las mandíbulas y la rigidez de su postura que estaba pensando para sus adentros: «¡Alfeñique! ¡Lastimoso semihumano!».

Caramon siguió la mirada de Tanis y se encogió de hombros.

—Tú y yo sabemos que pensaría lo mismo si hubieses permanecido despierto el resto de tu vida. Anda, vamos a lavarnos un poco.

El hombretón abrió la marcha hacia la escalera y bajaron al nivel del suelo. Ya hacía calor a pesar de ser temprano. Tanis tenía la impresión de que el propio aire fuera a prenderse en cualquier momento. Debajo de la posada había un barril, y se suponía que tenía que estar lleno de agua. Caramon se asomó al interior y suspiró. El barril estaba medio vacío.

—¿Qué ha pasado con el pozo? —preguntó Tanis.

—Se secó. Los pozos de casi todo el mundo se secaron a finales de primavera. La gente ha estado trayendo el agua del lago Crystalmir. Es una larga caminata. Este barril estaba lleno anoche. Hay quien hace guardia para vigilar su agua.

Caramon cogió un cucharón, se inclinó sobre el borde del barril y lo sacó; le ofreció el agua a Tanis.

El semielfo observaba las fangosas huellas de pisadas que había alrededor del barril. El barro aún estaba húmedo.

—Pero tú no haces guardia —dijo. Sonriendo, bebió el líquido salobre—. Te das una caminata diaria, ida y vuelta al lago Crystalmir, transportando agua para la posada, pero nunca utilizas más de la mitad de lo que traes porque tus vecinos te la roban.

—No la roban. —Caramon, que se había puesto colorado, se echó agua a la cara—. Les dijimos que podían coger la que necesitaran, pero a algunos de ellos les da vergüenza. Es casi como mendigar, y nadie ha tenido que mendigar nunca en Solace, Tanis. Ni siquiera en los tiempos más difíciles, después de la guerra. Y tampoco nadie ha tenido que robar nunca para sobrevivir.