Выбрать главу

Una palabra transformó las burdas pieles de animales que llevaban puestas en fino tejido de seda brillante. Otra palabra cambió el propio árbol en el que los dos habían estado escondidos, estirando las ramas contraídas, suavizando los nudosos troncos. El árbol se alzó recto y orgulloso, y sus hojas, de un verde profundo, susurraron con la brisa del océano. Unas flores exudaron un dulce perfume. Como resultado de otra palabra, todos los otros árboles sufrieron esta misma transformación.

Los dos abandonaron la playa y se dirigieron tierra adentro, siguiendo la misma dirección que los caballeros habían tomado para llegar al poblado de chozas de barro. Ninguno de los dos habló; se sentían cómodos con su silencio. Las palabras que acababan de intercambiar eran, probablemente, más de las que cualquiera de ellos había dirigido a otro de su raza en varios años. Los irdas disfrutaban con el aislamiento, con la soledad. Ni siquiera les gustaba estar cerca entre ellos mismos durante largos períodos. Había hecho falta que surgiera esta crisis para que se iniciara la conversación entre los dos observadores.

En consecuencia, la escena con la que se encontraron a su regreso fue casi tan perturbadora como lo había sido para los caballeros ver las chozas de barro y los utensilios de arcilla. Los dos irdas vieron a todos los suyos, varios centenares de personas, reunidos debajo de un inmenso sauce, una circunstancia casi sin precedentes en la historia de los irdas.

Los feos y deformes árboles habían desaparecido, reemplazados por un denso y lujuriante bosque de robles y pinos. Construidas alrededor y entre los árboles había viviendas pequeñas, concebidas y diseñadas con sumo cuidado. Cada casa era distinta en aspecto y apariencia, pero muy pocas tenían más de cuatro habitaciones, incluyendo el área de cocinar, la de meditación, la de trabajo y la de dormir. Las viviendas que contaban con cinco cuartos también albergaban a los jóvenes de la raza. Un niño vivía con uno de los padres (la madre, por lo general, a menos que las circunstancias aconsejaran lo contrario) hasta que el niño alcanzara el Año de la Unicidad. En ese momento, el niño abandonaba la casa y se establecía en una vivienda propia.

Cada morada irda era autosuficiente. Todo irda cultivaba y criaba su propio alimento, obtenía su agua, se dedicaba a sus estudios. El intercambio social no estaba prohibido ni mal visto. Simplemente, no existía. Semejante idea jamás se le habría ocurrido a un irda; de haberlo hecho, se habría considerado un rasgo peculiar de otras razas inferiores, tales como la humana, la elfa, la enana, la kender y la gnoma; o de las razas oscuras, como la de los minotauros, los goblins y los draconianos; o de una raza que jamás se mencionaba entre los irdas: la de los ogros.

Un irda se unía con otro sólo una vez en la vida, con el propósito de tener intercambio sexual. Ésta era una experiencia traumática tanto para los hombres como para las mujeres, ya que no se unían por amor, sino por un fuerte impulso producto de la práctica mágica conocida como el Valin. Creado por los ancianos para perpetuar la raza, el Valin provocaba que el alma de un irda tomara posesión del alma de otro. No había escapatoria, ni defensa, ni elección, ni selección. Cuando surgía el Valin entre dos irdas, debían copular o el Valin los torturaría y los atormentaría de tal modo que podría conducirlos a la muerte. Una vez que la mujer había concebido, el Valin dejaba de actuar y los dos se marchaban por caminos separados tras decidir entre ellos cuál se responsabilizaba del bienestar de la criatura. Tan devastadora era esta experiencia en la vida de dos irdas que rara vez se repetía en el transcurso de su vida. Así pues, los irdas tenían pocos hijos, por lo que el número de su colectivo se mantenía bajo.

Los irdas habían vivido en el continente de Ansalon a lo largo de siglos, desde su creación. Sin embargo, pocos miembros de las restantes y más prolíficas razas conocían su existencia. Semejantes criaturas portentosas habían sido materia de leyenda y cuentos populares. Todos los niños aprendían sobre el regazo de sus madres la historia de los ogros, que en un tiempo fueron las criaturas más hermosas creadas jamás, pero que —a causa del pecado del orgullo— habían sido maldecidos por los dioses y transformados en monstruos feos y aterradores. Tales cuentos tenían un fondo de moraleja.

—Rolando, si vuelves a tirar del pelo a tu hermana, te convertirás en un ogro.

—Marigold, si sigues admirando tu cara bonita, un día te mirarás en el espejo y te encontrarás con que te has vuelto más fea que un ogro.

Los irdas, así lo dice la leyenda, eran ogros que habían logrado escapar de la ira de los dioses y por ello seguían siendo hermosos, con todas sus virtudes y poderes mágicos intactos. A causa de ser tan poderosos y tan bellos y gozar de tantas bendiciones, los irdas no se codeaban con el resto del mundo, de manera que desaparecieron. Los niños, cuando paseaban por un bosque oscuro y silencioso, siempre buscaban un irda porque —según la leyenda— si se capturaba uno se lo podía obligar a que concediera un deseo.

En esto había el mismo grado de verdad que suele hallarse en la mayoría de las leyendas, pero expresaba el principal temor de los irdas: si alguien de cualquier otra raza descubría un irda, intentaría aprovecharse de su poderosa magia para alcanzar sus propios fines. Este temor de ser utilizados empujaba a los irdas a vivir solos, escondidos, disfrazados, evitando todo contacto con cualquiera.

Habían pasado muchos años desde que un irda había caminado por Ansalon, ya fuera por bosques oscuros y silenciosos o por cualquier otro sitio. Tras la Guerra de la Lanza, los irdas habían esperado con anhelo un largo período en el que reinara la paz, pero habían sufrido una desilusión. Las distintas facciones y razas de Ansalon eran incapaces de acordar un tratado de paz. Peor aún: las razas estaban luchando entre ellas. Y entonces llegaron rumores de la formación de una vasta oscuridad en el norte.

Temeroso de que su gente quedara atrapada en otra guerra devastadora, el Dictaminador tomó una decisión. Envió aviso a todos los irdas para que abandonaran el continente de Ansalon y viajaran a esta isla remota, a mayor distancia de los límites conocidos por todo el mundo. Y así habían llegado aquí y habían vivido en paz y aislamiento durante muchos años. Paz y aislamiento que ahora acababan de romperse.

Los irdas se habían congregado debajo del sauce para intentar poner fin a esta amenaza. Se habían reunido para discutir sobre los caballeros y los bárbaros, pero, aun así, seguían estando aparte, cada uno de ellos separado de sus semejantes, mirando el árbol y después volviendo la vista hacia los otros, desasosegados, incómodos e insatisfechos. La rama cortada por el frío acero del caballero yacía en el suelo. La savia rezumaba del corte en el árbol vivo, y el espíritu del sauce gritaba de angustia sin que los irdas pudieran confortarlo. Una existencia pacífica, que había sido perfecta a lo largo de los años, había llegado a su fin.

—Nuestro escudo mágico ha sido penetrado —dijo el Dictaminador dirigiéndose al grupo en general—. Los caballeros negros saben que estamos aquí. Volverán.

—Disiento en eso, Dictaminador —argumentó otro irda con actitud respetuosa—. Los caballeros no volverán, pues nuestros disfraces los engañaron. Creen que somos salvajes, poco más que unos animales. ¿Por qué iban a regresar? ¿Qué podrían querer de nosotros?