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Palin se lamió los labios secos y pronunció la primera y única palabra mágica que le vino a la mente:

¡Shirak!

La bola de cristal que remataba el Bastón de Mago se encendió con una luz radiante que cegó momentáneamente a los elfos, que parpadearon y volvieron la cabeza.

—¡Bien hecho! —dijo Steel al tiempo que saltaba hacia adelante, blandiendo la espada en un arco mortífero.

—¡No! ¡Espera! —Palin agarró el brazo a Steel, intentando echarlo hacia atrás.

La luz del bastón se amortiguó y los elfos volvieron a ver, si no perfectamente, al menos lo suficiente. Un flecha se clavó en la manga de la túnica de Palin, y otra chocó y rebotó en el peto de Steel. Las dos próximas darían en el blanco.

¡Astanti! --sonó la seca orden en el lenguaje que Palin reconoció como elfo qualinesti.

Los elfos bajaron los arcos mientras buscaban el origen de la orden.

—Deponed las armas, todos vosotros —siguió diciendo la voz, hablando ahora en Común—. Tú también, Steel Brightblade.

Sorprendido al oír pronunciar su nombre a su espalda, Steel retrocedió, pero sólo para ver qué nuevo peligro lo amenazaba; mantuvo la espada enarbolada.

Tanis el Semielfo, acompañado por seis guerreros elfos, entró en el claro. Estaba solo y no empuñaba arma alguna, aunque llevaba la espada colgada del cinturón. Su mirada se desvió fugazmente hacia los dos cuerpos cargados en la narria, luego pasó brevemente sobre Palin y Steel, y por fin se enfocó en los guerreros elfos que los habían emboscado.

—Me envía vuestro señor, Porthios —les dijo Tanis, que siguió hablando en Común a fin de que Palin y, sobre todo, Steel pudieran entender lo que estaba diciendo—. Preguntad a vuestros compañeros que vienen conmigo, si no me creéis.

Uno de los elfos que había llegado con Tanis asintió con un breve cabeceo.

—Conozco a estos dos hombres —continuó el semielfo mientras se desplazaba para situarse delante de Palin y de Steel, escudándolos con su propio cuerpo—. Creo que habéis malinterpretado sus intenciones.

—¿Y qué intenciones atribuyes tú a este esclavo de la oscuridad? —replicó uno de los elfos—. ¿Alguna que no sea nuestra destrucción?

—Eso es lo que tengo intención de averiguar —contestó Tanis. Puso la mano en el hombro de Steel, en un gesto de advertencia para que el caballero se controlara—. Confía en mí —le dijo en voz baja—. Confía en mí como lo hiciste en la Torre del Sumo Sacerdote. No te traicionaré. Creo que sé a lo que has venido.

Steel intentó soltarse de la mano del semielfo con una sacudida. La sangre le hervía; estaba ansioso por combatir.

—No puedes vencer —repitió Tanis suavemente—. Morirás inútilmente. ¿Querría eso tu reina?

El caballero vaciló, debatiéndose con el ansia de combate. El fuego se apagó en sus ojos, dejándolos oscuros y helados. De mala gana, envainó su espada con un golpe seco.

—Os toca a vosotros. —Tanis echó una mirada a su alrededor, a los elfos.

Despacio, a regañadientes, bajaron los arcos. No lo habrían hecho si sólo se lo hubiera pedido Tanis, pero el elfo enviado por Porthios imprimió fuerza a la orden con un gesto propio.

—Volved a vuestros puestos —ordenó Tanis—. Dejadnos solos un momento —añadió dirigiéndose a los soldados que lo acompañaban. Los elfos se retiraron al abrigo de los vallenwoods, pero siguieron alertas.

»Dime, hijo. Cuéntame qué ha pasado —preguntó a Palin cuando estuvieron a solas.

La voz amable, el rostro familiar, la idea de las noticias que llevaba, era más de lo que el joven podía soportar. Las lágrimas le nublaron la vista, ahogaron su voz.

—Ten valor —dijo Tanis, que añadió:— Las lágrimas no son algo de lo que uno deba avergonzarse, Palin. Pero hay un tiempo para el llanto, ¡y no es éste, puedes creerme! Necesito saber lo que hacéis aquí, los dos, y necesito saberlo ahora, antes de que todos acabemos como una de las prendas que guarda tu madre en el costurero.

Valor, Palin, sonó un susurro. Estoy contigo.

El joven mago sufrió un sobresalto, tembló. Había oído esa voz antes, la conocía tan bien como la de su propio padre. O, quizá, mejor. No le había hablado hacía mucho, mucho tiempo.

Pensó que era una señal, sin duda.

Contuvo las lágrimas y relató los sucesos del día anterior y que parecían ser algo muy, muy lejano.

—Nos enviaron a Kalaman para examinar sus fortificaciones y volver con el informe sobre cómo podría defenderse mejor en caso de sufrir algún ataque desde el norte. Éramos un contingente pequeño, puede que unas cincuenta personas en total, pero sólo había unos veinte caballeros. El resto eran escuderos, pajes, paisanos que conducían los carros del equipaje. Pasamos varios meses en Kalaman, supervisando los refuerzos de las fortificaciones. Luego cabalgamos hacia el este, con intención de ir a la Ciudadela Norte. De camino allí... —Hizo una pausa, inhaló temblorosamente, y luego continuó:

»Cabalgamos a lo largo de la costa y acampamos para pasar la noche. El mar estaba en calma, desierto. Al alba, vimos el primer barco.

—Pero tendríais dragones volando con vuestras fuerzas. ¿Cómo es que se les pasó por alto...?

—No teníamos dragones, Tanis —dijo Palin, cuyas pálidas mejillas adquirieron un débil tinte carmesí—. El comandante mayor no lo consideró necesario, no quiso abusar de ellos...

—¡Necios! —dijo Tanis con acritud—. Tendría que haber habido dragones. Tendría que haber habido quinientos caballeros, no veinte. Se lo dije. ¡Se lo advertí!

—En realidad no creyeron una sola palabra de lo que les dijiste. —Palin suspiró—. Sólo nos enviaron con el fin de «aplacarte». Lo siento, Tanis. Es lo que oímos comentar a nuestro comandante. Ninguno de los caballeros se tomó muy en serio lo que estábamos haciendo. Era como si... estuviéramos de vacaciones.

Tanis sacudió la cabeza y echó una mirada a los cadáveres amortajados.

—¿Por qué no regresasteis a la Ciudadela Norte para advertir a los demás?

—Al principio sólo había un barco —explicó el mago sin convicción—. Uno de los caballeros se echó a reír y dijo algo en el sentido de que los habíamos derrotado hacía veintiséis años y que también ahora los venceríamos.

—Necios —repitió Tanis, pero en voz muy baja.

—Nos situamos en posición de combate a lo largo de la playa, esperándolos. Todos bromeaban y cantaban. Entonces... —La voz de Palin tembló—. Entonces apareció un segundo barco, y luego un tercero. Después de eso, perdimos la cuenta.

—Y os quedasteis a luchar. Superados en número por mucho, sin la menor esperanza de salir con bien del enfrentamiento.

—El enemigo podía vernos desde los barcos —replicó el joven mago, a la defensiva—. ¿Qué imagen habríamos dado si hubiésemos huido?

—¿La de personas sensatas? —dijo a su vez el semielfo.

Palin enrojeció hasta las orejas. Bajó la vista hacia los cadáveres, y parpadeó rápidamente para contener las lágrimas.

Tanis suspiró mientras se rascaba la barba.

—¿Murieron todos? —preguntó con suavidad.

Palin tragó saliva y asintió con la cabeza.

—Fui el único superviviente. —Habló en un tono tan bajo que Tanis tuvo que inclinarse hacia él para poder oírlo.

—¿Tus hermanos, Tanin..., Sturm...?

El joven señaló la narria.

—Que Paladine los guarde —dijo el semielfo. Rodeó los hombros de Palin con su brazo. El muchacho estaba temblando, pero aguantaba bien el tipo—. Deduzco que fuiste cogido prisionero. —Echó una mirada a Steel.

De nuevo, Palin asintió con la cabeza, incapaz de hablar.

—Hasta ahí lo comprendo —continuó Tanis—, pero lo que me desconcierta es por qué has venido tú, Steel Brightblade. —La voz del semielfo se endureció—. ¿Fuiste responsable de sus muertes?