El Bastón de Mago que Palin sostenía estaba caliente al tacto. Esa calidez lo inundó como un vino caliente con especias, dándole coraje.
—Quieres creer que Raistlin está muerto, padre. Admitir lo contrario significaría que lo abandonaste.
El golpe fue dado; la flecha, disparada; la lanza, arrojada. La herida infligida fue espantosa.
Caramon se puso blanco como un cadáver; podrían haberlo tendido en la tumba junto a sus hijos y no se habría notado la diferencia. Su respiración se volvió entrecortada, jadeante; abría y cerraba la boca sin decir nada. El corpachón temblaba como una hoja sacudida al viento.
Palin se mordió el labio y se aferró con fuerza al bastón buscando apoyo en él. Estaba horrorizado por lo que había hecho, por lo que había dicho. No era su intención. Las palabras habían salido de su boca antes de que pudiera contenerlas. Y ahora que estaban dichas Palin no podía borrar el daño que habían causado del mismo modo que tampoco le había sido posible impedir que la vida abandonara los cuerpos de sus hermanos.
—No lo dices en serio —musitó Caramon en voz queda y temblorosa.
—No, padre, no era mi intención. Lo siento. Sé que habrías arriesgado todo para ir en pos de Raistlin. Sé que aquel sueño te proporcionó alivio y que lo crees de todo corazón. Pero, padre, podrías estar equivocado...
Podrías estar equivocado...
Las palabras resonaron en su cabeza, cobraron vida, forma y consistencia hasta que casi pudo imaginar que las veía llameando delante de él, delante de su padre.
Caramon tragó saliva, sacudió la cabeza, pareció balbucear buscando argumentos.
«Va a intentar convencerme de que abandone el plan. No puedo permitírselo», comprendió Palin. «No resultaría muy difícil disuadirme. Recuerdo lo que sentí en aquella torre. Y aquello no fue más que una ilusión, mi Prueba. Pero el miedo, el terror, eran reales.»
—Lo tengo planeado, padre. Steel Brightblade juró acompañarme. Me llevará a la torre y, una vez que esté allí, hablaré con Dalamar, lo convenceré de que me deje intentar pasar ante el guardián. Si no lo permite —la voz de Palin se endureció—, lo intentaré por mis propios medios. El espectro ya me dejó pasar una vez...
—¡Pero aquello era una ilusión! —Caramon estaba furioso ahora—. ¡Los hechiceros lo inventaron todo!
—¿También inventaron esto, padre? —Palin adelantó el Bastón de Mago—. ¿Es esto una ilusión o es el bastón de mi tío?
Caramon echó una mirada inquieta al cayado y no respondió.
—El bastón estaba guardado en el laboratorio de mi tío, donde también está el Portal al Abismo. Ni siquiera el propio Dalamar puede entrar en esa habitación. Y, sin embargo, el Bastón de Mago salió de allí y vino a mí. Voy a entrar en esa habitación, padre, y voy a encontrar a mi tío. Me enseñará todo cuanto sabe. ¡Jamás volverá a morir alguien porque soy demasiado débil para salvarlo!
—¿Piensas intentar abrir el Portal tú solo? ¿Y dónde está el clérigo puro que tiene que ayudarte? ¿Acaso lo has olvidado? El Portal sólo puede abrirlo un hechicero muy poderoso acompañado por un clérigo verdadero. Por eso es por lo que tu tío necesitaba a lady Crysania...
—No intento abrir el Portal, padre —contestó Palin en voz baja—. No se abrirá desde este lado.
—¡Raistlin! —gritó Caramon—. ¡Esperas que Raistlin lo abra por ti! ¡Esto es una locura! —Sacudió la cabeza—. Los caballeros negros han pedido un rescate imposible. ¡No les debes nada! No te preocupes —añadió con gesto sombrío—, que entre Tanis y yo nos encargaremos del caballero Brightblade que está ahí fuera.
—Di mi palabra de honor, padre, de que no escaparía —replicó el joven con aspereza—. ¿Es que quieres que falte a ella, tú, que siempre me has enseñado a cumplir la palabra de honor empeñada?
Caramon contempló fijamente a su hijo; las lágrimas brillaban en sus ojos.
—Te crees muy listo, ¿verdad, Palin? Me has acorralado, utilizando mis propias palabras contra mí. Tu tío solía hacerlo también. Se le daba muy bien eso. Y hacer su voluntad, cayera quien cayera. Ve, pues. Haz lo que quieres hacer. No puedo impedírtelo, como tampoco pude impedírselo a él.
Dicho esto, Caramon se dio media vuelta y, con gran dignidad, salió del cuarto dejando solo a su hijo.
Helado, tiritando, Palin se quedó de pie en medio del cuarto. Su padre tenía razón, por supuesto. A menudo había utilizado su agudeza mental y su labia para acorralar a su padre y a sus hermanos, más lentos a la hora de razonar, del mismo modo que un perro de presa acosa y muerde a un oso encadenado. Y siempre habían cedido. Fue después de usar esta artimaña para engatusarlos cuando sus hermanos le permitieron —muy a su pesar— que cabalgara con ellos a Kalaman. Había suplicado, argumentado, manipulado. Y habían cedido. Y ahora, por estar más preocupados de protegerlo a él que de concentrarse en la lucha, los dos estaban muertos.
La herida le latía dolorosamente. Miró la silla en la que había estado sentado su padre, y recordó.
Huir. Era lo lógico, lo prudente.
Huir del enemigo que se aproximaba habría sido lo sensato, y el reducido grupo de caballeros y su joven mago lo discutieron en los frenéticos instantes de que dispusieron para hablar.
Las naves de proa negra resaltaban en contraste con el agua del mar. Botes atiborrados de hombres bogaban hacia la costa. Las alas de innumerables dragones azules ocultaban la luz del sol. En la playa, por la que habían cabalgado para disfrutar del hermoso día, del bello paisaje marino, el pequeño grupo de Caballeros de Solamnia, cogido a descubierto, estaba en clara desventaja ya que el enemigo lo superaba inmensamente en número.
—Si huimos, nos separaremos, nos desperdigaremos —les dijo su comandante, hablando a gritos para hacerse oír sobre el ruido de las olas al romper en la orilla.
—¿Y adonde iremos que estemos a salvo de los dragones? —añadió Tanin—. ¡Nos perseguirán y nos darán caza uno por uno, y siempre se burlarán de la cobardía de los Caballeros de Solamnia!
—Nos quedaremos —dijo el joven mago con firmeza.
—No, Palin, tú no. —Tanin se volvió hacia él—. Viajas ligero de peso y tu caballo es veloz. Este no es sitio para ti. Vuelve a Kalaman y adviérteles del peligro que corren.
—¿Qué? ¿Que me marche y deje solos a mis dos hermanos, combatiendo? —Palin estaba ofendido—. ¿Crees de verdad que voy a hacer algo así?
Tanin y Sturm habían intercambiado una mirada. Sturm sacudió la cabeza y eludió los ojos, volviendo la vista hacia el mar lleno de botes que estaban repletos de hombres. No disponían de mucho tiempo. Tanin acercó su caballo al de su hermano pequeño y agarró al mago por el brazo.
—Sturm y yo sabíamos a lo que nos arriesgábamos cuando hicimos el juramento como caballeros. Pero tú no, Palin...
—No pienso marcharme —repitió el joven con gesto sombrío—. Siempre, cada vez que surgen problemas, me estás mandando de vuelta a casa, Tanin. Bueno, pues esta vez, no.
El mayor, con el rostro congestionado por la ira, se inclinó sobre la silla de montar.
—¡Maldita sea, Palin! ¡Ésta no es una pelea contra unos matones de barrio! ¡Vamos a morir! ¿Cómo crees que se sentirán padre y madre cuando tengan que enterrar a sus tres hijos, sobre todo a ti, el pequeño?
Durante unos instantes el joven mago guardó silencio, cabizbajo. Se estaba imaginando la escena de salir corriendo con el rabo entre las piernas y después tener que explicar a sus padres, con la cara roja por la vergüenza; «No sé qué les pasó a mis hermanos...».
Alzó la cabeza.
—¿Huirías tú dejándome atrás, Tanin?
—No, pero... —quiso argumentar el mayor.
—¿Acaso mi honor es menor porque soy mago? También nosotros hacemos nuestros propios juramentos. Por la magia y por Solinari, me quedaré y combatiré a vuestro lado contra estas fuerzas del Mal, aun a costa de mi vida.