—Eso no detendrá al kender —comentó Jenna—. Y el hechizo de sueño se habrá pasado antes de que hayamos vuelto.
—Cierto, puede que la cerradura no lo detenga, pero esto, sí.
El hechicero pronunció palabras en un lenguaje frío y complejo. A su orden, dos ojos transparentes, incorpóreos, se materializaron en la oscuridad del hueco interior de la torre, una oscuridad que jamás había conocido la luz. El espectro se acercó al mago.
—Me has llamado, maestro. ¿Qué ordenas?
—Vigila esta habitación y no dejes entrar ni salir a nadie. Si los dos que están dentro lo intentan, no les hagas daño. Simplemente impide que escapen.
—Eso dificulta mi tarea —dijo el espectro—, pero obedeceré tu orden, maestro.
Dalamar empezó a pronunciar las palabras del conjuro que los llevaría por los caminos de la magia hasta la distante Torre de la Alta Hechicería de Wayreth. Jenna no se acercó de inmediato a él, sino que se quedó inmóvil mirando la puerta, al espectro apostado en una guardia continua. El elfo oscuro interrumpió el hechizo.
—Vamos —instó, enfadado—. No tenemos tiempo que perder.
—¿Y si decía la verdad? —preguntó Jenna con voz queda—. Podría ser lo bastante poderosa para escapar incluso del espectro.
—Ni siquiera tuvo recursos para evitar que la atraparan por robar comida —replicó Dalamar, irritado—. O es excepcionalmente astuta o es una pobre necia mentirosa.
—¿Y por qué iba a mentir? ¿Qué puede ganar con pretender que es una hechicera? Tiene que saber que descubriríamos la verdad.
—Pero no la hemos descubierto, ¿verdad? Los irdas son listos, y su magia, poderosa. ¿Quién sabe lo que planean? Puede que la hayan enviado para espiar, y sabían que la única forma de entrar aquí era afirmando ser lo que no es. Lo descubriré cuando tenga tiempo para hablar con ella largo y tendido. Opino que miente, que tiene tan poco poder mágico como el kender. Aun así, si no te fías de mi criterio...
—Claro que sí, amor mío —dijo Jenna, que se apresuró a ir junto al hechicero. Echó la cabeza hacia atrás para que la besara—. Es de otras partes de ti de las que desconfío.
Dalamar la besó, condescendiente, aunque saltaba a la vista que tenía la cabeza en otras cosas más urgentes.
—Siempre te soy fiel, querida. A mi modo.
—Sí. —La mujer soltó un suspiro—. A tu modo. Lo sé.
Con las manos enlazadas, pronunciaron juntos el conjuro y desaparecieron en la oscuridad.
Encerrados en la habitación de la torre, Usha y Tasslehoff dormían bajo los efectos de los encantamientos. Usha tuvo sueños en los que había fuego, sueños que la asustaron, pero de los que no pudo despertar.
Tasslehoff tuvo sueños de kenders, lo que significa que aunque estaba dormido sus manos no descansaban. Sus dedos se cerraron sobre el mango de la cuchara de plata y, sin despertarse, se metió el cubierto en el bolsillo.
—Supongo que la dejaste caer al suelo —murmuró.
18
El asedio de Kalaman
Era de madrugada en Kalaman, una bulliciosa ciudad portuaria en la costa septentrional, al este de Palanthas. Kalaman no era tan grande como Palanthas ni tan refinada, pero —como a los kalamitas les gustaba presumir— tenía más sentido común. Indudablemente, esto se debía a la pujante y cada vez más numerosa clase media que se había hecho más rica y poderosa desde la Guerra de la Lanza. Palanthas era una ciudad de grandes señores y nobles damas, de caballeros y de magos. Kalaman era una ciudad de comerciantes y artesanos, con un gobierno gremial que actuaba bajo la supervisión de un gobernador elegido por los miembros de los gremios.
Cualquier hombre o mujer, elfo, humano, enano o gnomo que poseyera un negocio, pertenecía a un gremio. Había el Gremio de Plateros, el de Espaderos, el de Posaderos, el de Cerveceros, el de Costureras, el de Sastres, el de Zapateros, el de Joyeros, y un centenar más, incluido el único gremio de todo Ansalon dirigido por kenders: el Gremio de Halladores. Cualquiera que hubiera perdido alguna cosa en Kalaman iba de inmediato al Gremio de Halladores.
La ciudad tenía su propia milicia, compuesta por una mezcla de mercenarios contratados y ciudadanos que estaban al mando de soldados veteranos. Los mercenarios no eran los habituales aventureros camorristas, bien dispuestos a ayudar a cualquiera a combatir goblins por el precio de un pellejo de vino, e igualmente bien dispuestos a ayudar a los goblins a combatir a cualquiera por la misma paga. A todos los mercenarios contratados para luchar por Kalaman se les daba una casa en la misma ciudad como parte de su sueldo. Tenían su propio gremio, así como derecho a voto. En consecuencia, los mercenarios que aceptaban el trato muy pronto se habían convertido en ciudadanos que tenían intereses en la ciudad y que estarían más que dispuestos a combatir por ella.
La milicia de Kalaman era leal, estaba adecuadamente entrenada y sus componentes eran tan aguerridos como podía esperarse de ellos. Pero no tenían ninguna posibilidad contra lo que se les venía encima.
El sol matutino asomó por detrás de la muralla oriental. Los gallos le dieron la bienvenida; la mayoría de los ciudadanos todavía estaban durmiendo. Los centinelas del puerto, a punto de acabar su turno y esperando el relevo, bostezaban y pensaban en sus camas con anhelo.
—Barco a la vista —dijo uno—. ¿Se espera alguna llegada a esta hora?
El otro consultó el registro diario.
—Podría ser el Dama Juana procedente de Flotsam. Mandó aviso de que venía a recoger esa carga de grano, pero, si es así, llega temprano. No lo esperábamos hasta mediodía, por lo menos.
—Habrá tenido viento a favor —dijo el primero. Se volvió y vio venir al reemplazo por el paseo entablado. Cuando giró de cara al mar de nuevo, parpadeó y se quedó mirando fijamente. Una segunda vela asomaba de pronto en el horizonte.
—Qué raro. Ahí viene otro barco. Y otro más. —La preocupación alteró el tono de su voz—. ¡Por Hiddukel, es una flota! ¡Pásame el catalejo!
El otro centinela se lo dio y buscó uno para él.
—Cuatro, cinco y seis —contó el primer centinela, asombrado—. Barcos negros, con proas en forma de cabeza de dragón. Nunca había visto algo semejante. ¿Qué bandera hacen ondear?
—De momento, ninguna. —El hombre estaba intranquilo—. Esto no me gusta. Creo que deberíamos dar la alarma.
—Espera hasta que estemos seguros. Siete, ocho.
Las naves, con sus grandes velas, se deslizaban rápidas por el mar en calma, que el sol saliente teñía de rojo. El viento soplaba a favor de los barcos hoy; llevaban desplegadas todas las velas y avanzaban a buen ritmo.
—¡Mira! El barco insignia ha desplegado la bandera. Es una calavera y un lirio de la muerte. Haz sonar la alarma. Enviaré a Hayes a informar al gobernador.
El tañido de la campana del puerto repicó sobre el agua, levantó ecos en los edificios de primera línea de la costa, despertó a los que vivían cerca del puerto. La alarma se repitió en otras campanas de la ciudad que había en las casas gremiales y en los templos dedicados a los distintos dioses de Krynn. El gobernador, que se había levantado al oír la alarma, llegó corriendo al puerto mientras se metía los faldones de la camisa en los pantalones.
Para cuando llegó al puesto de vigía, pudo ver a los dragones.
Volaban sobre los barcos, que ahora eran dieciséis, en una formación regular de tres filas, y batiendo las alas al compás. Todavía estaban lo bastante lejos para parecer negros en contraste con el cielo iluminado por el sol, pero de vez en cuando se veía el destello de escamas azules. La imagen de los dragones volando en lo alto y los barcos abajo, navegando por el mar, ofrecía un espectáculo en cierto modo hermoso, de una belleza mortífera. Unas cuantas embarcaciones pequeñas, viendo lo que se les venía encima, huían ya del puerto a toda vela, buscando la seguridad de mar abierto.
—Convocad a la milicia —ordenó el gobernador. Era un semielfo, platero de profesión, que llevaba tres años en el cargo.