—Ya conoces el modo de actuar de la raza humana —replicó el Dictaminador, su tono cargado de la tristeza de siglos—. Puede que los caballeros negros no quieran nada de nosotros ahora. Pero llegará el momento en que sus líderes necesitarán hombres para aumentar las filas de sus ejércitos, o decidirán que esta isla sería un buen sitio para construir barcos, o precisarían situar una guarnición aquí. Un humano nunca es capaz de dejar nada en paz. Tiene que hacer algo con cualquier objeto que encuentra, darle algún uso, romperlo para ver cómo funciona, atribuirle algún tipo de significado o sentido. Y así será con nosotros. Volverán.
Viviendo siempre a solas, en aislamiento, los irdas no habían necesitado un organismo gubernamental, pero comprendían que era preciso que uno de ellos tomara decisiones en nombre de todos. En consecuencia, desde tiempos inmemoriales, siempre habían elegido a uno entre ellos que era conocido como el Dictaminador. A veces un hombre y a veces una mujer, el Dictaminador no era ni el más viejo ni el más joven, ni el más sabio ni el más astuto, ni el mago más poderoso ni el más débil. Era de un término medio, por lo que se esperaba que no tomara decisiones drásticas, sino que siguiera un curso comedido.
El actual Dictaminador había demostrado ser mucho más fuerte, mucho más agresivo que cualquiera de los Dictaminadores que lo habían precedido. Decía que era debido a los malos tiempos que corrían. Sus decisiones habían sido sabias o, al menos, así lo pensaba la mayoría de los irdas. Los que no estaban de acuerdo eran reacios a alterar la placidez de la vida irda, y por ello no habían dicho nada.
—En cualquier caso, no volverán en un futuro inmediato, Dictaminador —dijo la mujer que había sido uno de los observadores de la playa—. Vimos que su barco desaparecía en el horizonte y advertimos que la bandera que ondeaba en él era la de Ariakan, hijo del antiguo Señor del Dragón, Ariakas. Al igual que hizo su padre antes que él, es seguidor de la diosa oscura, la reina Takhisis.
—Si no fuera seguidor de Takhisis, entonces lo sería de Paladine. Y si no lo fuera de Paladine, lo sería de cualquiera de los otros dioses o diosas. Eso no cambia las cosas. —El Dictaminador se cruzó de brazos y sacudió la cabeza—. Repito que volverán. Aunque sólo sea por la gloria de su reina.
—Hablaron de guerra, Dictaminador, de invadir Ansalon. —Esto lo dijo el observador varón—. Sin duda eso los tendrá ocupados muchos años.
—¡Ah! ¿Ves? —El Dictaminador dirigió una mirada triunfal a la asamblea que lo rodeaba—. Guerra. Otra vez guerra. La razón por la que abandonamos Ansalon. Había esperado que aquí, al menos, estaríamos a salvo, sin que nos afectaran sus conflictos. —Suspiró hondo—. Al parecer, no ha sido así.
—¿Qué vamos a hacer?
Los irdas, separados, apartados los unos de los otros, intercambiaron miradas interrogantes.
—Podríamos abandonar la isla y marcharnos a otra, donde estuviéramos a salvo —sugirió uno.
—Abandonamos Ansalon y vinimos a esta isla —dijo el Dictaminador—, y no estamos a salvo en ella. No lo estaremos en ninguna parte.
—Si regresan, lucharemos contra ellos, los expulsaremos —dijo otro de los irdas, una muchacha muy joven, que acababa de alcanzar el Año de la Unicidad—. Sé que jamás, en toda nuestra historia, hemos derramado la sangre de otra raza, que nos hemos ocultado a fin de evitar matar a nadie, pero tenemos derecho a defendernos. Todos los seres de este mundo tienen ese derecho.
Los otros irdas, más maduros, miraban a la joven con la actitud de exagerada paciencia que los adultos de todas las especies adoptan cuando los más jóvenes hacen comentarios que ponen en evidencia a sus mayores.
En consecuencia, se llevaron una buena sorpresa cuando el Dictaminador dijo:
—Sí, Avril, lo que dices es cierto. Tenemos derecho a defendernos. Tenemos derecho a vivir la vida que hemos elegido: una vida de paz. Y yo digo que deberíamos defender ese derecho.
En su conmoción, varios de los irdas empezaron a hablar al mismo tiempo.
—¿No estarás sugiriendo que luchemos contra los humanos, verdad, Dictaminador?
—Por supuesto que no —respondió—. Pero tampoco sugiero que empaquetemos nuestras pertenencias y abandonemos nuestros hogares. ¿Es eso lo que queréis?
Uno de los presentes habló, un hombre conocido como el Protector y que de vez en cuando se había mostrado en desacuerdo con el Dictaminador. Consecuentemente, no gozaba de la simpatía de éste, que frunció el entrecejo cuando el Protector empezó a hablar:
—De todos los lugares en los que hemos vivido, éste es el más agradable, el más bonito, el más adecuado para nosotros. Aquí estamos juntos, aunque separados. Aquí podemos ayudarnos cuando es necesario, si bien conservamos el aislamiento. Será muy duro abandonar esta isla. Aun así... ya no parece igual ahora. Yo digo que deberíamos trasladarnos.
El Protector señaló con un ademán las pulcras, cómodas casas rodeadas de setos vivos y jardines floridos primorosamente cuidados. Los otros irdas sabían lo que quería decir con su gesto. Las casas eran las mismas, invariables por la magia que había sustituido la ilusión de las chozas de barro. La diferencia no era visible, pero podía sentirse, oírse, saborearse y olerse. Los pájaros, que por lo general estaban gorjeando y piando, guardaban silencio, asustados. Los animales salvajes, que deambulaban libremente entre los irdas, habían desaparecido en sus madrigueras o en las copas de los árboles. El aire estaba cargado del olor penetrante a acero y sangre.
La inocencia y la paz se habían corrompido. Las heridas pueden curarse, y las cicatrices desaparecen, pero el recuerdo perdura. ¡Y ahora el Dictaminador estaba sugiriendo que defendieran esta tierra! La sola idea resultaba espantosa. La propuesta de mudarse iba ganando adeptos, afianzándose.
El Dictaminador vio que tenía que dar un giro a su postura, cambiar de rumbo.
—No sugiero que nos pongamos en pie de guerra —dijo con un tono afable, tranquilizador—. La violencia no es nuestro estilo. He dedicado mucho tiempo a estudiar el problema, ya que presagié que nos sobrevendría un desastre. Acabo de regresar de un viaje al continente de Ansalon. Permitid que os cuente lo que he descubierto.
Los otros irdas contemplaron a su Dictaminador con expresiones de estupefacción. Vivían tan aislados los unos de los otros que nadie había caído en la cuenta de que su cabecilla había estado ausente, y mucho menos que hubiera corrido el riesgo de mezclarse con los del exterior. El semblante del Dictaminador se tornó grave y entristecido.
—Nuestra nave bendecida por la magia me llevó a la ciudad humana de Palanthas. Caminé por sus calles, escuché las conversaciones de la gente. Viajé desde allí hasta la plaza fuerte de los Caballeros de Solamnia, y desde allí a las naciones marítimas de Ergoth. Entré en Qualinesti, el país de los elfos. Invisible como el viento, me deslicé por las fronteras de la nación maldita de Silvanesti, recorrí las Praderas de Arena, pasé un tiempo en Solace, Kendermore y Flotsam. Por último, observé el Mar Sangriento de Istar y, desde allí, pasé cerca del alcázar de las Tormentas, que es de donde vinieron estos mismos caballeros negros.
»En cómputos humanos han pasado más de veinticinco años desde la Guerra de la Lanza. Las gentes de Ansalon esperaron que hubiera paz, una esperanza que era vana, como nosotros podríamos habérselo dicho. Mientras los dioses combatan entre sí, sus batallas se desbordarán al plano mortal. Con estos caballeros negros para combatir por ella, Takhisis es más poderosa que nunca.
»Su comandante, Ariakan, hijo del Señor del Dragón, Ariakas, posee el temple y la temeridad como para señalar a la Reina Oscura dónde está su punto débil. "El Mal se vuelve contra sí mismo." La Guerra de la Lanza se perdió debido a la ambición y egoísmo de los comandantes de la Reina Oscura. Ariakan, prisionero de los Caballeros de Solamnia durante la guerra y después de ella, se dio cuenta de que los solámnicos habían alcanzado la victoria mediante su buena disposición a hacer sacrificios por la causa; sacrificios que tuvieron su máximo exponente en la muerte del caballero Sturm Brightblade.