—Quizá no se dirijan aquí —aventuró uno de los centinelas, esperanzado—. Tal vez estén de camino a Palanthas.
—Vienen aquí —dijo el gobernador sombríamente, bajando el catalejo por el que había estado mirando. Había tomado parte en la Guerra de la Lanza y sabía interpretar las señales. También sabía a lo que estaban a punto de enfrentarse las gentes de Kalaman. No era un hombre muy devoto, pero ahora musitó una plegaria a todos los dioses que pudieran estar escuchándolo.
El gobernador actuó con rapidez. Tenían una posibilidad, aunque pequeña: las defensas del puerto. Tras la Guerra de la Lanza, habían sido montadas y reforzadas. Las dos grandes catapultas y las cuatro balistas estaban manejadas por expertas dotaciones, y todas se hallaban orientadas hacia la bocana del puerto. Estas armas eran el orgullo de la milicia, y se les daba un buen mantenimiento.
Naves antorcha, cuyas cubiertas de madera, así como los mástiles, se habían empapado de aceite, estaban preparadas para zarpar hacia la bocana del puerto. Unos tripulantes osados les prenderían fuego y permanecerían en las ardientes embarcaciones el mayor tiempo posible, llevándolas hacia una llameante destrucción contra la flota enemiga.
Las campanas de la ciudad seguían repicando a un ritmo enloquecido, frenético. Los hombres corrían hacia sus puestos. Las mujeres sacaban agua de los pozos y llenaban cubos, abrevaderos y cualquier cosa que pudiera contener líquido, para utilizarla en la extinción de incendios. Los niños fueron enviados a los sótanos y se les dijo que fueran valientes.
El gobernador vio que las naves con cabeza de dragón aminoraban la velocidad; las vio arriar velas y echar el ancla. Se sintió invadido por la esperanza, que de inmediato frustró un mensajero que traía a la rastra a una asustada y joven granjera.
—¡Un ejército, señor! —jadeó la joven—. ¡Un ejército de gigantes azules que vienen hacia aquí! Pasaron por nuestra granja y prendieron fuego a los edificios. Mi padre ha..., ha muerto. —La emoción la embargaba, ahogándole la voz, pero consiguió contener el llanto—. Cabalgué tan deprisa como pude. Vienen detrás de mí, a pie.
—¿Hombres azules? ¿Gigantes? —El gobernador sospechaba que la pena había hecho enloquecer a la chica—. Cálmate, muchacha, y cuéntame lo ocurrido paso a paso. Que alguien le traiga una copa de vino.
—Os digo, señor, que esos hombres eran tan altos como nuestra casa —insistió la joven mientras sacudía la cabeza—. Van en cueros, y llevan el cuerpo embadurnado con pintura azul. Ellos...
Un soldado llegó a caballo, desmontó rápidamente y corrió hacia el apiñado grupo.
—Gobernador, el general dice que le comunique que se ha divisado un ejército que avanza por la calzada principal. Transportan máquinas de asedio, señor. ¡Van tiradas por un tipo de bestias enormes que nos resultan desconocidas!
El gobernador interrumpió sus plegarias.
La primera oleada del miedo al dragón se descargó sobre la dotación de la muralla. Las sombras de alas de dragones azules se deslizaron sobre la ciudad.
Era mediodía. Lord Ariakan se encontraba a bordo de la nave insignia, rodeado por sus oficiales, observando el asedio a Kalaman a través de un catalejo. Se enviaban señales con banderas de manera continua, transmitiendo las órdenes de Ariakan al resto de la flota y a los oficiales en tierra firme.
Ariakan sudaba bajo la pesada armadura. El sol caía a plomo sobre el barco y se reflejaba en el agua. El calor no le importaba. Sabía que las gentes de Kalaman estaban sudando mucho más que él, porque sudaban de miedo.
Los dragones sobrevolaban la ciudad en círculo, sin atacar, dejando que el terror que generaban hiciera que los hombres abandonaran las murallas empujados por el pánico. De vez en cuando, un dragón azul lanzaba un rayo y derribaba la torre de una casa gremial o prendía fuego a un almacén, pero los reptiles tenían órdenes de no atacar.
Las legiones de cafres llegaron al pie de las murallas de la ciudad y la rodearon de seis en fondo, sus cuerpos azotando las murallas como un salvaje océano viviente. Instalaron las máquinas de asedio con impunidad, pues en las murallas quedaban pocos que intentaran hacerles frente. Los cafres golpearon sus espadas contra los escudos, gritaron amenazas en su tosco lenguaje, y dispararon flechas a cualquiera que fue lo bastante valiente o lo bastante necio para dejarse ver. Pero eso fue todo. Ellos, también, aplazaron el ataque.
La flota permanecía en mar abierto, a excepción de dos fragatas que habían sido enviadas para ocuparse de las defensas del puerto. Cuando estaban cerca de la bocana, la primera batería de balistas abrió fuego contra la fragata que iba a la cabeza y la alcanzó en el centro, pero por encima de la línea de flotación. Su tripulación se puso a reparar los daños, y siguió avanzando a buen ritmo. Las catapultas dispararon, y fallaron los dos tiros. Las fragatas enfilaron veloces a la bocana del puerto y se enfrentaron a los barcos antorcha que en ese momento empezaban a arder. Dos dragones azules sobrevolaron en círculo la muralla del puerto, a poca altura, y derribaron las armas emplazadas, que cayeron al agua; los que las manejaban saltaron a las espumeantes aguas.
La única batería de balistas situada en el extremo opuesto abrió fuego contra los dragones mientras pasaban volando. No acertaron a ningún dragón, pero uno de los jinetes salió lanzado por el costado de su montura y cayó a las aguas del estuario.
Las fragatas amarraron los barcos antorcha con largos cabos de arrastre y empezaron a sacarlos de la bocana del puerto para dejarlos que ardieran en mar abierto. Los valerosos equipos de las balistas, temerosos de la ira de los dragones, huyeron a la ciudad propiamente dicha.
A media tarde, Ariakan pensó que la ciudad había sudado más que suficiente. Hizo llamar a su heraldo, le dio unas órdenes, y lo envió, portando una bandera de tregua, a Kalaman.
El enviado cabalgó hasta las puertas de la ciudad, con la bandera blanca ondeando sobre su cabeza. Iba escoltado por tres caballeros que no llevaban ni armadura ni armas, para demostrar que no intentaban ninguna acción violenta. La ciudad rehusó abrir las puertas para dejar entrar al enviado, pero el gobernador aceptó parlamentar desde lo alto de la muralla. Estaba a plena vista y al alcance de un disparo de arco, un acto de valor por el que los caballeros negros que acompañaban al heraldo saludaron al semielfo con respeto.
—¿Qué queréis, secuaces del Mal que atacáis sin motivo a una ciudad pacífica? —demandó el gobernador.
—Venimos a exigir la rendición de Kalaman al poderoso Ariakan, lord Caballero de Takhisis, que pronto gobernará todo Ansalon.
—Otros servidores de Takhisis se han jactado de lo mismo en el pasado, y ahora la están sirviendo en el Abismo, que es a donde enviaría a tu señor. —El gobernador hablaba con audaz aplomo para levantar el ánimo de aquellos de sus hombres que habían tenido bastante coraje para resistir el miedo al dragón. Pero no se sentía intrépido, ni mucho menos. Estaba abrumado por la desesperación. Kalaman no tenía la menor esperanza de resistir ante un enemigo tan numeroso que venía por tierra, mar y aire—. Oigamos vuestras condiciones —añadió con gesto severo.
El heraldo empezó a enunciarlas:
—Los habitantes de Kalaman depondrán las armas, abrirán las puertas de la ciudad y permitirán la entrada de lord Ariakan y sus tropas. Jurarán lealtad a lord Ariakan como sus vasallos. Los hombres en edad de combatir habrán de presentarse en la plaza de la ciudad, donde se les ofrecerá la oportunidad de unirse a las filas de las fuerzas de lord Ariakan. Aquellos que no quieran unirse, serán hechos prisioneros.
»Si aceptáis las condiciones de lord Ariakan, no se causará el menor daño a vuestra ciudad. Dejará en paz a vuestras mujeres y a vuestros hijos. Si no aceptáis sus condiciones y os empeñáis en impedir la entrada en la ciudad a lord Ariakan, jura que arrasará los edificios, vuestras casas arderán hasta los cimientos, los hombres serán hechos esclavos, las mujeres entregadas a los bárbaros para su recreo, y los niños asesinados ante los ojos de sus madres.