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Acostado en la cuna, envuelto en ropas de bebé humanas demasiado grandes para él, el recién nacido elfo parpadeó y miró a su alrededor con asombro a este extraño y nuevo mundo en el que se encontraba.

20

Steel jura vengarse. Palin oye la voz familiar. El viaje a Palanthas

Palin y Steel se reunieron con la hembra de dragón azul a cinco leguas al norte de Solace. Llamarada había pasado la noche en las ruinas de la ciudad de Xak Tsaroth. Como se rumoreaba que la frecuentaban espectros, la ciudad permanecía deshabitada, a excepción de enanos gullys y bandas errabundas de goblins y draconianos. Llamarada todavía se limpiaba los dientes de trocitos de carne de goblin cuando se reunieron con ella. Nunca, le dijo a su amo con desprecio, se comería un enano gully.

Bien alimentada y de nuevo en compañía de Steel, Llamarada estaba de buen humor. Mientras el caballero negro estudiaba en un mapa su ruta hacia el norte, Llamarada se divirtió tratando de intimidar a Palin, que ya estaba afectado por el miedo al dragón. Desplegó sus enormes alas y las batió suavemente para refrescarse a sí misma y a su amo. Cuando Steel protestó porque la brisa agitaba el mapa y le resultaba difícil leer, Llamarada se permitió tener un acceso de furia, hincó las garras en el suelo, lo desgajó e hizo que saltaran grandes pedazos de tierra y hierba parda; agitó la cola de lado a lado maliciosamente y sacudió la cresta. Y, mientras hacía todo esto, observaba a Palin con sus rojizos ojos de reptil, a través de los párpados entrecerrados, para ver su reacción. El joven aguantó bien el tipo, plantado cerca del dragón con actitud decidida, aunque el esfuerzo que le costaba hacerlo resultaba patente en su mandíbula apretada y los nudillos blancos de la mano con la que sostenía el Bastón de Mago.

—Si has acabado ya con tus alardes —le dijo Steel a la hembra de dragón—, me gustaría indicarte nuestra ruta.

Llamarada bramó, enseñando los dientes y simulando estar ofendida. Steel le dio palmaditas en el cuello, desenrolló el mapa sobre un peñasco y señaló lo que consideraba era el mejor camino. Palin se enjugó el sudor de la frente, apretó el bastón con fuerza, y se acercó aún más al dragón para participar en la conversación.

—Esto también me afecta a mí —dijo, en respuesta a la mirada funesta que le lanzó Steel—. Sobrevolar Solamnia va a resultar mucho más peligroso que viajar sobre Abanasinia.

Desde el tiempo de la Guerra de la Lanza, los Caballeros de Solamnia habían recobrado el favor del pueblo llano. Ahora se consideraba de buen tono que una familia de importancia y buena cuna —por no mencionar unas buenas arcas— tuviera al menos un hijo en la caballería. En consecuencia, las filas de los caballeros habían aumentado considerablemente, y sus cofres estaban llenos. Habían reconstruido muchos de los ruinosos alcázares repartidos por Solamnia, destacando tropas para guarnecerlos. Sus aliados, los dragones plateados, montaban vigilancia en el cielo.

En otros tiempos injuriados, ahora los Caballeros de Solamnia estaban considerados como protectores de los débiles, defensores de los inocentes. Oficiales más sensatos habían ascendido a rangos importantes y las leyes instauradas por Vinas Solamnus miles de años antes —leyes que se habían seguido en la era moderna de forma religiosa, estricta y, según algunos, obtusa— se estaban revisando y modificando, actualizándolas.

Los Caballeros de Solamnia, en lugar de ser apedreados cuando entraban cabalgando en un pueblo —como había sido el caso en los viejos tiempos—, eran tratados como huéspedes distinguidos, y se buscaba su ayuda y su consejo con verdadero afán y se recompensaban con generosas aportaciones.

Tanto la hembra de dragón como su amo eran muy conscientes de la creciente influencia de los caballeros. Lord Ariakan había sido su prisionero durante varios años después de la guerra, y no había estado ocioso el tiempo que pasó entre ellos. No sólo había aprendido sus modos y costumbres, que admiraba y había adoptado haciendo los cambios precisos, sino que también había aprendido sus tácticas, sus estrategias, la localización de sus plazas fuertes. Había descubierto dónde radicaba su fuerza y, lo más importante, cuáles eran sus puntos débiles.

Cuando Tanis supo por primera vez de la existencia de los Caballeros de Takhisis, y de ello hacía casi cinco años, había ido de inmediato a los Caballeros de Solamnia para prevenirlos del peligro que corrían.

—Lord Ariakan sabe todo acerca de vosotros, desde el color de vuestra ropa interior hasta las habituales formaciones para la batalla —advirtió el semielfo—. Sabe cuáles fortalezas están fortificadas y cuáles están vacías. Sus caballeros son hombres y mujeres muy capacitados e inteligentes, reclutados y entrenados por él mismo, y se les otorga la Visión por su Oscura Majestad. No traicionarán a sus superiores por su propio beneficio, como vimos que ocurría en la última guerra. Estas personas son leales a la Reina Oscura y los unos con los otros. Sacrificarán cualquier cosa por su causa. Tenéis que establecer cambios ya, señores, o creo que el tal lord Ariakan y sus caballeros negros harán esos cambios en vuestro lugar.

Los caballeros habían escuchado a Tanis cortésmente, se habían mostrado de acuerdo con él educadamente mientras estuvo entre ellos, y habían hablado con mofa y desprecio de él cuando se marchó.

Todo el mundo sabía que los que se aliaban con la Reina de la Oscuridad eran egoístas, codiciosos, crueles y que carecían por completo del sentido del honor. La historia lo había demostrado una y otra vez. Los caballeros no podían concebir que se hubieran producido unos cambios tan drásticos entre las fuerzas de la oscuridad en tan sólo un período de veintiséis años.

Y, así, las fuerzas de la luz hicieron pocos cambios propios.

—Cruzaremos el estrecho de Schallsea aquí, evitando Caergoth, ya que los caballeros tienen establecida una fortaleza allí. —Steel estaba señalando en el mapa—. Nos mantendremos al este, viajando sobre el mar, con Coastlund a nuestra derecha. Así evitaremos el alcázar de Thelgaard. Al norte de esa plaza, continuaremos a lo largo de la costa, poniendo las montañas Vingaard entre nosotros y la Torre del Sumo Sacerdote. Entraremos a Palanthas por el norte.

Al oír esto último, Palin se aventuró a sugerir.

—No podrás entrar en la ciudad a menos que vayas disfrazado. Había pensado en esto —añadió con cierto orgullo—, y he traído algunas ropas de mi padre...

—No estoy dispuesto a recorrer las calles de Palanthas vestido como un posadero —dijo Steel severamente—. Llevo esta armadura por la gloria de mi soberana. No pienso ocultar quién soy.

—Entonces, tanto da si nos dirigimos directamente a la Torre del Sumo Sacerdote o nos encerramos en una celda —replicó Palin—. Porque ahí es donde acabaremos.

—No sería tu caso, Túnica Blanca —observó Steel, con un esbozo de sonrisa.

—Oh, ya lo creo que sí. Me arrestarían en el mismo momento que descubrieran que voy contigo. Los caballeros no sienten mucho aprecio por los hechiceros.

—Y sin embargo combates en sus filas.

—A causa de mis hermanos —aclaró Palin en voz baja, y no dijo nada más.

—No te preocupes, Majere. —La sonrisa de Steel asomaba ahora a sus ojos—. Entraremos en Palanthas sin problemas.

—En el supuesto de que consigamos entrar en la ciudad, todavía nos queda atravesar el Robledal de Shoikan —argumentó el mago.

—¿La arboleda maldita? La he visto... a distancia. ¿No te lo contó tu padre? Crecí en Palanthas. Viví allí con Sara, la mujer que me crió y me quiso como a un hijo, hasta que cumplí los doce años, cuando lord Ariakan vino a reclutarme en la caballería. Como podrás suponer, el Robledal de Shoikan es una tentación para todos los chiquillos traviesos de la ciudad. He olvidado cuántas veces nos retábamos unos a otros a acercarnos a la arboleda. Por supuesto, en el momento en que teníamos a la vista incluso las ramas más altas de los enormes árboles, dábamos media vuelta y huíamos. Todavía hoy recuerdo las sensaciones, el temor...